Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 31 de diciembre de 2002
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Política

Luis Hernández Navarro

El retorno del corporativismo agrario

El gobierno federal volvió a tirar la toalla. No quiere más pleitos con la nomenclatura agraria del Congreso Agrario Permanente (CAP). Si apenas hace dos años los consideraba líderes corruptos con los que no había que negociar, hoy los reconoce como sus interlocutores para formalizar un "Acuerdo para el Campo" y crear una política de Estado para el sector rural.

Hace año y medio se dio la primera pulsada entre los líderes agrarios tradicionales y el gobierno del cambio. El 9 de agosto de 2001, Margarito Montes, dirigente de la UGOCP, preguntó a Javier Usabiaga, secretario de Agricultura: "ƑCuántos rounds más quieren Fox y usted, señor secretario?" Los funcionarios olvidaron su vocación "moralizadora". Estaba en juego el reparto de 100 millones de pesos para los agrupamientos campesinos y sus dirigentes.

Este fin de año concluyó con un nuevo episodio de este pleito. Apenas concluida la protesta campesina nacional más importante de la historia reciente, protagonizada por el movimiento El campo no aguanta más, de la que el CAP estuvo ausente, esta agrupación emplazó al gobierno a firmar un acuerdo para la defensa del campo y a crear un fondo compensatorio agrícola similar al creado en la Unión Europea. En la tradición de los gobiernos del PRI este pacto deberá formalizarse el 6 de enero de Veracruz, fecha en la que Venustiano Carranza promulgó su ley agraria.

El objetivo central del organismo es recuperar el papel de interlocutor prácticamente único con el gobierno que tuvo desde su fundación en 1989. Acompañó su exigencia con la amenaza de cerrar puentes y fronteras, sólo para retirarse a las primeras de cambio.

La propuesta del CAP no es más que una versión desempolvada del "Acuerdo para reactivar al campo", elaborada en noviembre de 1995 por la UNORCA, que en aquel entonces era todavía parte de esa convergencia. Partía de suponer que con el TLCAN se había negociado un tratado hacia fuera del país, que requería complementarse con un acuerdo con los productores para establecer un programa de transición en el sector rural capaz de paliar las asimetrías que el sector agrícola mexicano tiene respecto a sus socios comerciales.

Con sorprendente rapidez, las secretarías de Agricultura y Economía respondieron a la demanda de la nomenclatura campesina, reconociendo que el agro enfrenta conflictos serios de falta de rentabilidad. Aceptaron que, de cara a la apertura comercial, las actuales políticas son perfectibles. Asimismo acordaron instalar un grupo de trabajo "para definir la naturaleza, temática e instrumentos" de un Acuerdo para el Campo.

El gobierno sepultó así su propósito de privilegiar la ejecución de sus programas a través de proyectos productivos viables presentados por grupos de productores locales, optando por empollar el renacimiento del viejo y desvencijado corporativismo agrario. Pareciera ser que ante el surgimiento de una fuerza campesina como el movimiento El campo no aguanta más, que no pidió permiso a los funcionarios para nacer y actuar, la administración foxista acaricia la idea de apoyarse en la docilidad de los antiguos dirigentes agrarios oficiales como vía para tratar de controlar el creciente descontento rural.

La idea de un nuevo pacto entre el gobierno y los productores rurales es, en las actuales circunstancias, un sinsentido. No hay, ni puede haber, acuerdo en un asunto central: la necesidad de declarar una moratoria al capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

Emulando a Pedro Aspe y sus "mitos geniales", Ernesto Derbez, secretario de Economía, afirmó que el impacto devastador del TLCAN sobre el agro era un mito. Una posición similar ha sostenido sin aspavientos Javier Usabiaga, también conocido como el Rey del ajo por sus exitosas operaciones comerciales en Estados Unidos con este producto. Cuesta mucho trabajo creer que el secretario de Agricultura está dispuesto a sacrificar sus ganancias personales para defender el agro nacional, o que el secretario de Economía, que disputa el premio a la incondicionalidad hacia Estados Unidos con Jorge Castañeda, aceptará medida alguna que lesione los intereses de nuestros vecinos del norte.

El nuevo acuerdo entre estados y campesinos choca, además, con la política que los funcionarios en turno siguen en favor de las grandes empresas agroindustriales trasnacionales. Los ejemplos de este sesgo en las políticas públicas, a las que el gobierno no está dispuesto a renunciar, sobran.

Este es el caso del programa Alianza para el Campo 2002, en el que se mantiene la subvención a las semillas transgénicas de algodón y al pago de licencia para su uso, en beneficio de Monsanto. O de los subsidios para cabotaje, transporte terrestre, exportación y pignoración de maíz en Sinaloa, donde el gran ganador es Cargill. Algo similar acontece con las grandes compañías harineras. Una sola empresa, Arancia (vinculada a Minsa), tiene 30 por ciento de las cuotas para importación de maíz sin arancel. A pesar de que nuestro país es uno de los más importantes productores de café, la Secretaría de Economía autorizó el año pasado a los industriales (sobre todo a Nestlé) la importación de 150 mil sacos de aromático.

Más que establecer un nuevo pacto entre Estado y campesinos, el gobierno de Vicente Fox quiere que el viejo corporativismo agrario resurja de sus cenizas. No le preocupa que haya justicia en el campo, le inquieta que exista inconformidad sin control.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
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