MAR DE HISTORIAS
Sus cuatro retoños
CRISTINA PACHECO
De vez en cuando vuelve a aparecer la fotografía
de don Celso en la columna de personas extraviadas. "Salió de su
domicilio el 16 de abril y no ha regresado. Se agradecerá cualquier
informe..." etcétera. Me imagino lo que pensarán los lectores
del aviso: "Pobres hijos: qué angustia sentirán al no haber
podido encontrar a su padre en tantos meses". Que piensen lo que quieran,
que sufran a nombre de los cuatro hijos que firman la inserción:
Rodolfo, Marta, Ismael y Benito.
Yo juraría que al salir del departamento de Avisos
del periódico, Rodolfo saca su calculadora y divide entre cuatro
el monto del recuadro. La operación es un acto de justicia: coloca
en el mismo nivel a los retoños de don Celso para que cada uno sobrelleve
la parte de la cruz que le corresponde por tener un padre, loco y desconsiderado,
que desaparece.
Cuando otra vez lo encuentren, ¡ah!, lo harán
entender que esas cosas no se hacen porque a Marta se le acentúa
la migraña, a Rodolfo el asma, a Ismael la taquicardia y a Benito
el malhumor. Los amigos que están al corriente de esos malestares
deducen que el asma, la taquicardia, la migraña y el malhumor son
consecuencia de la incertidumbre acerca del paradero de don Celso.
Cada cabeza es un mundo: para mí las alteraciones
que sufren esos cuatro diabólicos cuarentones sólo refleja
la frustración que les provoca el hecho de que el viejo se haya
esfumado dejándolo con la mano levantada sin blanco dónde
asestar el golpe. ¿Habrá algo más irritante? Sí:
tener el hocico lleno de insultos que no es posible escupirle en la cara
a un pobre viejo pobre.
II
Salgo de la casa de ustedes temprano y vuelvo tarde. Ni
las exigencias de un patrón negrero me salvan de toparme con algún
vecino que, periódico en mano, insiste en ponerme al corriente de
la búsqueda: "Los Jiménez volvieron a publicar el anuncio.
No se dan por vencidos. En estos días, ¿qué hijos
son capaces de hacer por su padre lo que Rodolfo, Marta, Ismael y Benito
hacen por el suyo?"
En tal circunstancia levanto las cejas, abro la boca y
ya con eso los informantes me consideran simpatizante y aliado moral de
los rastreadores de su padre. Más animados, me asestan su confesión
halitósica: "Para mí que don Celso ya no vive. De otro modo
estaría aquí para ahorrarles a sus hijos tantos gastos y
mortificaciones". Asma, taquicardia, migraña, malhumor: todo porque
el viejo mañoso desapareció.
Es posible que don Celso haya muerto. Un anciano en sus
condiciones, solo y sin dinero, vagando desde abril, no tiene garantizada
la sobrevivencia. Suponer este final me duele mucho y, sin embargo, lo
prefiero al otro: verlo regresar con sus hijos como ocurrió en marzo
del año pasado. Resumo el hecho con la imagen de un mosquito entre
las patas de una araña.
En esta comparación salen ganando el insecto y
el arácnido: en su hora de crueldad no hacen ruido ni pronuncian
palabras como las que dicen Rodolfo, Marta, Ismael o Benito: "Viejo estúpido:
¿crees que por ser mi padre tienes derecho de hacerme esto?
Pero de mí te acuerdas si vuelves a salir. Y de una vez por todas,
limpia tu porquería". "Mucho hacemos con mantenerte, así
que más vale que te portes bien o..." "Si no entiendes con palabras,
a ver si con golpes entras en razón".
Como vecino, pared de por medio, cuando oía tales
reprimendas me costaba trabajo aceptar que esos ociosos vociferantes hubieran
sido alguna vez boquitas tibias humedeciendo la mejilla del padre al que
ahora desprecian. Me resultaba mucho más difícil creer que
los puños implacables de los cuarentones salvajes en tiempos remotos
hubieran sido manos tersas y acariciadoras.
Una vez don Celso me platicó que en cuanto nacían
sus hijos estudiaba las palmas de sus manitas, tratando de leer en ellas
buenos augurios: longevidad, dicha, amor, viajes, fortuna: "No me vengas
con chingaderas, papá: ¿en qué te gastaste el dinero
de la pensión? Lo tenías. ¡Lo vi y no vas a engañarme!"
Después de esas tempestades venía la calma.
La bandera blanca era una trama de ceremonias a la luz del día:
la salida familiar al mercado, a la iglesia, al centro comercial. El cuadro
enternecedor despertaba en muchos la admiración, en otros la envidia,
en los más estúpidos el anhelo de llegar a ser "un viejito
como don Celso, rodeado de una familia tan cariñosa y unida".
¿Unida? ¡No! ¡Unidísima! Todos
sobre el viejo, todos contra él, todos hablando a sus espaldas,
todos arrebatándole el derecho de contestar cuando alguien se le
acercaba a saludarle y descubría marcas en su frente, en su pómulo,
en la comisura de los labios derrotados por la gravedad de la vida: "Se
cayó, pero por coqueto. No quiere ponerse los lentes y luego anda
tropezándose. ¿No es cierto, papito?" La angustia y el temor
de equivocarse en la respuesta convertían las cejas de don Celso
en un rayón jaspeado y tembloroso. Ese detalle jamás ha aparecido
entre las señas particulares del aviso.
Pese al temor de las consecuencias, un día iré
al periódico para ordenar mi propio anuncio. Ante la imposibilidad
de ilustrarlo con una foto del viejo, me esforzaré por describirlo
con exactitud, tal como lo vi salir huyendo de su casa una linda mañana
de abril.
III
Empezaré por la cabellera, si es que puede considerarse
como tal el greñero trasquilado que cubre su cabeza llena de cicatrices
blancas o moradas. El tono es importante: define la época, más
o menos lejana, en que el viejo fue golpeado.
Seguiré con la frente. Las líneas marcadas
allí por el tiempo se alargan sobre los párpados y sitian
los ojos incoloros y tristes como el olvido. Arrugas y cicatrices resquebrajan
los pómulos y se hunden en la boca. En ese punto mis raquíticas
habilidades literarias encontrarán dificultades porque no puedo,
simplemente no puedo, describir ese hueco oscuro que funciona como vertedero
de mendrugos y mordaza. "No se te ocurra andar de quejicas con los vecinos,
porque no te la vas a acabar".
Del cuello sólo diré que es una invitación
al lazo libertador. Los hombros y el tórax, una radiografía
del esqueleto humano. El talle perdido, el vientre hinchado.
Las piernas de don Celso merecerán capítulo
aparte. Las venas hinchadas se entretejen con otras marcas o surcos dejados
por un lazo o por la hebilla del cinturón que Rodolfo y Samuel manejan
con destreza implacable, pero nada más cuando la terquedad del viejo
les colma la paciencia. "¡Qué carajo! Somos humanos".
Estoy seguro de que mi anuncio despertará el interés
de los científicos cuando lean que la deformidad de los huesos,
lo intrincado de las uñas y lo áspero de las plantas emparentan
los pies del viejo -siempre mal calzados- con el reino animal y hasta con
el vegetal, si pensamos en ciertas raíces y tubérculos.
De los brazos no tendré mucho que decir: cuelgan,
como las mangas de una camisa puesta en el tendedero, a uno y otro lados
del cuerpo hasta rematar en las manos. La artritis se ensañó
con ellas, pero con menos ferocidad que los afanes didácticos de
Marta: a principios de año consideró que había llegado
el momento de que su padre dejara de ser un bueno para nada. Aunque don
Celso está prácticamente ciego, su hija lo acercó
a la plancha conectada y le dijo: "Aquí no hay criados: aprende
a planchar tu ropa". La primera lección quedó escrita en
la piel del anciano con la horrenda caligrafía del dolor.
Acerca de la ropa que vestía don Celso hay mucho
que decir. Era tan diversa en cuanto a épocas, tallas y procedencia
que, en conjunto, el atuendo resultaba una especie de museo itinerante
de la indumentaria, incluida la blusa que Marta le heredó para no
comprarle una camisa.
Al final de todos esos pequeños detalles le agregaré
una nota a mi anuncio: "Si de casualidad llega a toparse con un anciano
como el acabo de describir, no se lo diga a nadie, mucho menos a
alguno de sus cuatro implacables retoños: Marta, Rodolfo, Ismael
y Benito".