Javier Aranda Luna
Los sueños de Lourdes Andrade
Eduardo Nicol creía que los grandes filósofos eran siempre grandes escritores. Los filósofos mediocres también eran, son, escritores de medio pelo. En filosofía no hay prosa tartamuda. Tampoco en la crítica de arte. No existen grandes críticos con faltas de lenguaje. Por eso me asombra que se ostenten como críticos, académicos farragosos que confunden la exactitud con la pedantería. El ''alma" de sus textos lo conforman fechas y fichas de trabajo y reducen sus ideas a un rosario de citas. Conozco un ''ensayo literario" cuyo aparato crítico lo sustentan citas de otros. Lástima que ni siquiera la selección de citas valga la pena.
Y si a todo buen crítico corresponde un buen escritor, no debe extrañarnos que Ernst Gombrich sea uno de los grandes críticos de todos los tiempos. Su Historia del arte, publicada hace más de medio siglo, es la obra de un gran escritor. Un escritor que buscó ilustrar más que impresionar. La permanencia de ese libro en varias generaciones de lectores es resultado del sano ejercicio de la claridad.
En materia de crítica México no es la excepción. Las mejores páginas de ese quehacer las debemos a escritores más que a críticos profesionales. Son ellos los que nos han acercado a la obra de los grandes artistas. Durante años, por ejemplo, el análisis de la obra de Sor Juana Inés de la Cruz fue parcela de especialistas. Produjeron cientos de fichas y decenas de artículos, justificaron salarios por años. Sin embargo, quien dio a conocer al mundo a la poeta universal fue un escritor. Si Octavio Paz no hubiera publicado su libro Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, la Décima Musa seguiría condenada a ser la gran poeta de los cubículos de la academia o estandarte de sacristía.
A Paz también debemos no pocas de las mejores páginas de crítica en materia de artes plásticas. Sin sus ensayos en este terreno y sin los de otros escritores como Elena Poniatowska, Luis Cardoza y Aragón, Juan García Ponce y Carlos Monsiváis, difícilmente comprenderíamos la fuerza expresiva de artistas como Posada, Leopoldo Méndez, Rufino Tamayo, Diego Rivera, Francisco Toledo, José Clemente Orozco, Manuel Alvarez, Bravo o Mariana Yampolsky.
El pasado jueves 24 de octubre un conductor ebrio, Juventino Rodríguez Martínez, arrolló con su vehículo a la historiadora y crítica de arte Lourdes Andrade, en la ciudad de Chilpancingo. Le provocó la muerte. Cortó, de tajo, la vida de una escritora y una de las mejores críticas de arte.
Lourdes Andrade se formó en la academia, pero evitó de manera sistemática la jerga de los especialistas. Para nuestra fortuna fue una académica heterodoxa por su alma de poeta. Ella prefirió compartir sus hallazgos con el lector común más que con sus vecinos de cubículo.
Una de sus pasiones fue el surrealismo. Ese arte que apostó por recuperar la divina locura que sucede en los sueños -la tierra de lo inesperado, de lo real maravilloso. Esa pasión la llevó a convertirse en la mayor conocedora del surrealismo en México, a decir de Octavio Paz. Sus ensayos sobre Leonora Carrington, Alice Rahon y Remedios Varo han iluminado como pocos la obra de estas artistas.
Alguna vez en su casa, Lourdes me contó un par de sueños. En uno aparecía una sirena y un caballo blanco. En el otro, un haz de luz. Meses después, mientras comíamos una estupenda crema de cilantro preparada por ella misma, me entregó el manuscrito de un libro de cuentos. Los personajes eran animales fantásticos. Los ambientes parecían surgidos de un cuadro metafísico de Giorgio de Chirico. Ese libro quizá sea su mejor retrato. Materia de los sueños podría llamarse. Allí se encuentra su humor negro, su romanticismo loco, su confianza en que la mitad de nuestros días vivimos en esa tierra de fantasmas, en ese mundo donde nada nos detiene y donde a veces hablamos con los muertos. La escritora Lourdes Andrade ya no está entre nosotros, es cierto, pero quizá podamos con sus libros invocar sus sueños.