Ramón Vera Herrera
Dilemas de la voracidad electoral
El pasado 11 de junio Gregorio Ramírez Aguilar y un grupo de seguidores tomaron con armas de fuego el palacio municipal de San Miguel Quetzaltepec-Mixe e hirieron a 10 personas, algunas de gravedad.
Ramírez Aguilar había sido impuesto como presidente municipal en las elecciones del 3 noviembre de 2001 por Gabino Sánchez Vásquez, de quien se dice que es hombre del PRI en la región y operador político de Aquiles López Sosa, presidente de la Gran Comisión de la Cámara de Diputados y supuesto asesor del gobernador José Murat.
Mientras transcurría la asamblea formal para elegir autoridades, que reunió a mil 400 personas, en casa de Gabino Sánchez tuvo lugar una asamblea ilegal, que sumó cuando mucho 550 personas, en la que se dio posesión a Ramírez Aguilar.
Pese a la irregularidad en la designación, el Instituto Estatal Electoral y el Congreso avalaron las elecciones mientras Filomeno Rojas Espinoza, candidato triunfante en asamblea por aplastante mayoría, fue desconocido por las autoridades oaxaqueñas.
A partir de noviembre de 2001 funcionó durante varios meses un cabildo en resistencia encabezado por Filomeno Rojas, con fondos propios y trabajo voluntario de la inmensa mayoría de la población. La toma violenta del palacio, a manos de Gregorio Ramírez Aguilar y su gente, provocó que el candidato triunfante y su cabildo renunciaran por considerar que su actuación sólo recrudecería el clima de confrontación.
La ingeniosa comunidad, deseosa de reconciliación y en apego a lo establecido por la Ley Orgánica Municipal, propuso entonces un consejo de colaboración municipal. Fue tanta la presión del pleno de la gente -que gobernara el municipio en condiciones de resistencia- que el consejo obtuvo reconocimiento de las autoridades oaxaqueñas el 10 de julio de 2002. De inmediato comenzó a funcionar como un gobierno paralelo que emprendió obra social (ampliación de la red eléctrica, toma de agua, canchas), reforzó las estructuras y servicios comunitarios, el tequio, la filosofía comunal, el deslinde de la población de todo partido político. Gregorio Ramírez no ha podido gobernar pese a haber tomado el recinto del cabildo.
No obstante, las autoridades estatales oaxaqueñas mantienen en su sitio al presidente municipal ilegítimo, quien obstaculiza la paz y la legalidad. No acepta disponer de sus fondos (que sigue recibiendo mediante los ramos 33 y 28) ni participar en el programa Mezcla de Recursos (50 por ciento lo pone el estado, 50 por ciento el municipio), lo que apoyaría la gestión real emprendida por el consejo de colaboración. Tampoco accede a convocar conjuntamente al Instituto Estatal Electoral para renovar autoridades municipales, pese a la exigencia reiterada de la población a que cumpla su deber.
Tal pareciera que en Oaxaca los tiempos electorales -se avecina la elección de diputados- han puesto entre la espada y la pared al gobierno oaxaqueño y a su partido, el PRI. Por un lado, si quiere ganar las elecciones, debe hacer hígado y "aguantar" el autogobierno mayoritario y legítimo de la población de Quetzaltepec y su consejo de colaboración. Pero por otro, tampoco puede, ni quiere -atendiendo a sus intereses- llamar a cuentas a un cacicazgo regional que tiene en zozobra a la población, que frena impulsos, hostiga y mantiene un clima de confrontación que pende de frágiles hilos, porque perdería los controles que le permitirían ganar dicha elección en esa zona.
Dicho cacicazgo lo detenta Gabino Sánchez, el presidente municipal anterior, elegido espuriamente en diciembre de 1998, quien a decir de la gente de Quetzaltepec minó las estructuras de la comunidad, destituyó al comisariado de bienes comunales, asignó salarios a todo su cabildo sin consultar con la gente y comenzó una persecución que entre 1999 y 2000 tuvo por resultado cinco heridos de bala y un muerto a manos de la policía municipal: uno de sus últimos atropellos fue imponer como presidente municipal a Gregorio Ramírez.
Con este peligroso vaivén cupular en Oaxaca, la población no puede ejercer plenamente el derecho a su autonomía -que se supone consagra la Constitución oaxaqueña en materia de derechos indígenas- y se ve obligada a recurrir a difíciles negociaciones a niveles municipal y estatal, con tal de establecer un clima mínimo para que priven justicia, paz y trabajo. Pero el Consejo de colaboración municipal sigue dispuesto a resistir, amparado en algo dizque oxidado: la legitimidad.