Ilán Semo
La Federación imaginaria
La historia de la Revolución Mexicana admite lecturas variadas. Una de ellas registra una suma de movimientos sociales y políticos que se proponen modificar las relaciones entre los poderes regionales y el Estado central.
En 1913, una vez que Victoriano Huerta ha dado el golpe de Estado en contra de Madero, quienes lo combaten principalmente son cuatro ejércitos populares, cuya sedes se hallan en las profundidades del poder regional: Zapata en Morelos, Villa en Chihuahua, Carranza en Coahuila, Calles y Obregón en Sonora. En unos cuantos meses, el orden centralista confeccionado por esa peculiar versión del liberalismo que dominó al país desde la derrota de Maximiliano parecía haber pasado a la historia.
Quien se asoma al año de 1914 podría inferir que las regiones habían tomado el mando de la Revolución y que la antigua ilusión -tan antigua como la nación misma- de formar un Estado con mayores atributos federales tenía, una vez más, algún viso de realidad.
Nada, por supuesto, más lejos de lo que pasaba por las cabezas de los revolucionarios que acabarían triunfando en la guerra civil. Si la mayor parte de los movimientos agrarios radicales que propiciaron la caída del porfiriato fueron resultado de una recomposición del poder regional, el constitucionalismo es desde sus orígenes una fuerza dedicada a la centralización.
Obregón, Calles y Cárdenas, entre los años 20 y 30, serían los artífices de la nueva piramidación de la Federación. Lo paradójico de la Revolución Mexicana es que se inició como un proceso movido por un estallido de fuerzas regionales autónomas que apuntaban a un reordenamiento de equilibrios entre la Federación y la República, para decirlo en términos altisonantes, y terminó edificando el Estado más rígidamente centralista en la larga (e imaginaria) historia del federalismo mexicano.
Toda analogía histórica es predeciblemente dudosa. Pero la pregunta que arroja lo que queda de la transición, al menos en la esfera del pacto federal, es también una paradoja.
Si se sigue con detenimiento la historia de los movimientos civiles que terminaron por desbancar al PRI de la Presidencia en 2000, es obvio que una de sus principales sedes se halla en la transformación visible, cargada frecuentemente de violencia, de la estructura de los poderes regionales.
A principios de los 80 lo que se disputa electoralmente son las ciudades menores. Juchitán en Oaxaca y Ciudad Juárez en Chihuahua recuerdan estaciones decisivas de este proceso. En 1988 el PAN logra la primera victoria de la oposición en una elección para gobernador. En 1997 el PRD obtiene el triunfo en el Distrito Federal. En rigor, la historia de la transición se desenvuelve en gran parte en esta microfísica del poder nacional: la vida íntima y singular de las disímbolas regiones del país.
En 2000 la geopolítica federal apuntaba hacia una fisonomía que, a primera vista, indicaba una esencial recomposición del poder constitutivo de la Federación: la capacidad de los gobiernos y las sociedades locales para renogociar (o tal vez abolir) el "pacto federal" que desde 1917 había propiciado la formación de un Estado apabullantemente centralista.
Si se agrega el hecho de que las elecciones de 2000 arrojaron a más de una veintena de gobernadores a las filas de la oposición, la ilusión federalista parecía haber cobrado nueva viabilidad. La soledad del centro de la República era tan abrumadora que lo colocaba de facto en la periferia (de las redes del poder).
En los primeros dos años de la administración foxista esta inédita relación de fuerzas redundó en prácticas nuevas y distintas. Si se hace memoria, durante el régimen priísta a cada cambio presidencial seguía la salida estrepitosa o condescendiente de más de una decena de gobernadores que no habían logrado agregarse a las filas del nuevo sexenio. Los gobernadores eran tratados como empleados o cónsules y hacían el papel de virreyes y caciques. Nada de eso ha sucedido en los últimos dos años. El antiguo presidencialismo antifederalista se ha convertido en una suerte de centralismo desdentado, que sólo apunta a sobrellevar conflictos y preservar equilibrios. La vieja voracidad centralista ha disminuido, pero no hay indicio alguno de voluntad política para emprender el camino del nuevo pacto federal.
El PRI, por su parte, no parece haber renunciado a la nostalgia centralista. Quien lea un atisbo de federalismo en los palaciegos movimientos de ese sindicato de gobernadores priístas (y lamentablemente de algunos perredistas) llamado Conago olvida que la controversia entre los gobernadores y el Poder Ejecutivo es un conflicto entre este último y el PRI, no entre las sociedades locales y la Federación, que sigue siendo imaginaria.
La Conago se propone, al menos en sus prácticas iniciales, ser un poder paralelo al que tiene la única autoridad para negociar y decidir el presupuesto federal: el Congreso de la Unión. En vez de hacer lobby entre sus representantes en el Congreso, los gobernadores han decidido establecer un poder paralelo. El primer afectado es, obviamente, el propio Congreso. Pero las consecuencias mayores se traducen en un desquiciamiento (y un empobrecimiento) de las instituciones que podrían, si la práctica de esos gobernadores fuese auténticamente federalista, encaminar al país hacia un nuevo pacto efectivamente federal.