EU, ENEMIGO DE SÍ MISMO
La
captura de John Allen Muhammad, ex sargento del Ejército de Estados
Unidos, veterano de la Guerra del Golfo y muy probable autor de los homicidios
perpetrados en los alrededores de la capital estadunidense a lo largo de
este mes y que han mantenido a la nación vecina en un estado de
pánico sólo comparable al que causaron los ataques terroristas
del 11 de septiembre del año pasado, confirma las más sombrías
previsiones formuladas por distintos sectores de la opinión pública
internacional en semanas recientes. En este mismo espacio se comentaba,
hace dos días, que la cadena de asesinatos en Maryland debería
llevar a las autoridades y a la sociedad "a reconocer que, con más
frecuencia de lo que les gustaría admitir, el enemigo principal
lo tienen en su propia casa: en su industria armamentista, en su entorno
social que fabrica monstruos, en su admiración a Rambo, en los violentos
contenidos de su cultura de masas".
No es mucho lo que se sabe, hasta ahora, del presunto
homicida serial: 41 años, negro, dos veces divorciado, entrenado
en los años ochenta en Fort Lewis, estado de Washington, participante
en la guerra del Golfo como ingeniero de combate, miembro de la Guardia
Nacional y, según CNN -aunque otras fuentes difieren-, "`experto
al máximo nivel´ en el uso de rifles de asalto M16" (como
el empleado en los asesinatos), convertido al Islam, hace 17 años
o recientemente, de acuerdo con distintas fuentes, y con antecedentes judiciales
por uso indebido de armas de fuego. John Allen Muhammad fue capturado en
compañía de su presunto hijastro, un menor de edad marginal,
oriundo de Jamaica, y quien, al parecer, participó de alguna manera
en los 13 atentados de octubre.
El individuo es, en suma, un producto promedio de la fábrica
de sociópatas en la que se ha convertido la sociedad estadunidense
con su culto a los arrasadores violentos, a las armas de fuego, a las soluciones
bélicas para cualquier conflicto y al ingenio como recurso para
destruir vidas humanas.
John Allen Muhammad es, en esa lógica, el retrato
a pequeña escala ?un individuo en poder de un fusil de asalto? del
grupo gobernante en Washington -una banda en poder del máximo poderío
militar del planeta-, y su irracionalidad homicida constituye un grano
de arena en los cimientos de la barbarie bélica que alienta al gobierno
de Bush. Con toda probabilidad, el país que engendró al francotirador
asesino se dispondrá, ahora, a juzgarlo, a condenarlo a muerte y
a ejecutarlo mediante una inyección letal. Se cerrará, así,
uno más de los círculos de degradación y miseria humana
que corroen al país vecino.
Bush, por su parte, máximo representante de esa
sociedad violenta y enferma, pretende, a contrapelo de la ética
y del sentido común, erigirse, por mandato de sí mismo, en
defensor de los valores universales, de la paz, de la legalidad y del orden,
y dar al mundo lecciones de decencia sin más fundamento que un enorme
poder de destrucción.