Horacio Labastida
Lázaro Cárdenas y la liberación
El 32 aniversario luctuoso de Lázaro Cárdenas, solemnizado el pasado sábado 19 en el Monumento de la Revolución, igual que en otros años fue un innovador motivo de reflexión sobre las heroicas luchas que el pueblo ha sostenido para sustanciar los grandes valores que dan connotaciones precisas a la conciencia nacional que identifica al ser del mexicano frente a otros pueblos, que en conjunto suman a una humanidad agitada por contradicciones frecuentemente trágicas, y México es parte principalísima para nosotros en este juego de oposiciones, derrotas y éxitos que desde los siglos más remotos encauzan la marcha de la historia universal.
ƑCuáles son las instancias más profundas que nos impulsan a vencer los no pocos obstáculos naturales y políticos que detienen el paso hacia una civilización sin opresiones de los unos sobre los demás? Una respuesta válida exige prescindir de una teoría desvinculada de nuestra existencia inmediata y mediata. Huyamos de las tentaciones fascinantes de la razón razonante cuando se buscan explicaciones de los problemas que con tanta frecuencia nos acongojan, y vayamos a páginas que registran nuestra vida común, o sea a los anales del pasado, el presente y aquellos que aún no se escriben y sólo presentimos al dirigir la vista al porvenir.
Aunque son importantes las circunstancias peculiares, hay una lógica que se repite en todos y cada uno de los pueblos si echamos una mirada inquisitiva relacionada con las dificultades que deben superarse. En consecuencia, si entramos en nuestra historia mexicana y logramos develar las antinomias o laberintos en que nos hemos hallado antes de encontrar la salida generosa, estaremos de algún modo iluminando salidas para otros pueblos estrechados entre las trampas que montan los poderosos para reproducir su poder.
La insurgencia del Grito de Dolores (1810) planteó el fin del dominio español al definirnos como república soberana y equitativa, de acuerdo con los Sentimientos de la nación redactados por Morelos y presentados como exigencias de las masas al Constituyente de Chilpancingo, en 1813. Fue aquel un magnífico proyecto liberador respecto del statu quo aherrojante de los siglos coloniales, régimen éste que en lo fundamental implica la enajenación del mexicano que mostró Clavijero al escribir su célebre Historia antigua de México, en las postrimerías del siglo XVIII.
Ahora vemos las cosas nítidamente. En la atmósfera creada por la revolución que conmovió y estrujó a las colonias inglesas de América, entre 1776 y 1787, y la gloriosa Revolución Francesa de 1789, y en medio de la crisis de la revolución española de 1808 contra Napoleón I, y el soberbio movimiento doceañista que abrió las puertas a las Cortes de Cádiz y su ley de 1812, el mexicano que siguió a Hidalgo y Morelos se veía impulsado por energías radicalmente contradictorias. Unas lo ataban a su enajenación peninsular; otras inducían su liberación de lo que impedía autodeterminar el destino, exhibiendo así el itinerario dialéctico que tendría que despejar hasta nuestros días al verse arrebatado por las agudas tensiones de una ética pública de liberación cercada por una contraética política de enajenación.
Enajenación ha significado tanto la expoliación de nuestros recursos físicos y humanos por el capitalismo extranjero y sus gobiernos, acentuadamente el estadunidense, cuanto la degradación de la conciencia nacional, sustituyendo los valores de nuestra personalidad por otros que nos despersonalizan por medio de golpes cosificantes. Esto fue lo que José María Calleja hizo en sus batallas antinsurgentes, y lo que logró López de Santa Anna al vender México a la Casa Blanca a partir del ataque a la generación ilustrada (1833) y al entregar por un plato más de lentejas la Mesilla a los Estados Unidos de Norteamérica, luego de haber apoyado al Tío Sam en la guerra del 47.
Las traiciones no terminarían aquí. La contraética de la enajenación casi triunfó cuando clero y conservadores maldijeron por boca del obispo Clement Munguía a la Constitución de 1857, y cuando, en voz de José María Gutiérrez Estrada, ofrecieron, alojados en Miramar, la corona de México al archiduque Maximiliano (1863), asunto fracasado en 1867, al reafirmar Juárez la ética de la liberación y restaurar la República. Otra vez fueron izadas las banderas de la enajenación en el momento en que Limantour y Porfirio Díaz entregaron riquezas vitales a las inversiones extranjeras, incluyendo el petróleo que alimentaría, hacia 1917, la maquinaria guerrera de la Casa Blanca contra el káiser alemán, durante la Primera Guerra Mundial, y esa entrega ampliada de las comunicaciones a la industria y la banca gestó la rebelión liberadora de 1910 y el artículo 27 de la Constitución queretana de 1917, base de nuestra redención ante la invasión del capitalismo monopolista de la época. Pero Obregón y Calles renunciaron al artículo 27 porque así lo exigió el Tío Sam, y fue Lázaro Cárdenas quien reivindicó las enseñas liberadoras contra la voluntad del jefe máximo de la Revolución, expulsado del país en 1936.
Esa es la lección que nos legó Lázaro Cárdenas y que nunca olvidaremos, a pesar del fortalecimiento de la enajenación que han estimulado el charrismo alemanista, el drama de Tlatelolco (1968), el Tratado de Libre Comercio, el Plan Puebla-Panamá y la estrategia actual de integrar a la nación como insumo en la contabilidad social washingtoniana.
Pero la historia está de nuestra parte. La enajenación angostada o derrotada por la liberación reafirma nuestro ser mexicano. Nuestra esencia es ser soberanos, demócratas y justos, no siervos, y en todo esto reflexionamos durante la ceremonia luctuosa del pasado día 19, en el Monumento de la Revolución.