MAR DE HISTORIAS
Música en la noche
CRISTINA PACHECO
El milagro ocurrió este lunes. Ignoro cuándo terminará. Puedo salir de la duda consultando un libro de zoología o pidiendo informes a alguno de los canales consagrados a estudiar el reino animal, desde los organismos de gran volumen hasta los invisibles para nuestros ojos. No haré ninguna de las dos cosas. Me limito a dejarme seducir por la mágica voz que llega de los tiempos más remotos.
I
Aquel lunes el dolor de cabeza me despertó más temprano que de costumbre. Habíamos tenido una noche llena de sobresaltos: primero el estallido de un transformador que nos dejó sin luz durante horas, después el concierto de patrullas durante una persecución.
Al fin hubo silencio. Lo hizo añicos la alarma de un coche. Al estruendo se sumaron las voces de los vecinos que, desde las ventanas, maldecían a los ladrones de autopartes, a los policías irresponsables y desde luego al propietario del automóvil. Nadie lo conocía. Ignorábamos si estaba en el cine o en alguno de los restaurantes que atraen a comensales de otros rumbos.
Pasaron horas antes de que la batería del automóvil se consumiera y la alarma callara. Regresé a la cama, decidida a salvar las pocas horas de descanso que aún me quedaban. Por desgracia tengo el oído muy fino. En medio del silencio escuché el motor de una patrulla a baja velocidad y después la orden de un policía: "Usted, deténgase". Enseguida, se oyó la carrera precipitada de alguien. Las luces de la torreta y el gemido de la sirena se mezclaron en el inicio de otra persecusión. Miré el reloj: las cuatro de la mañana. Había comenzado el lunes. Maldije la perspectiva de una nueva jornada de trabajo sin haber tenido un buen descanso.
II
Antes de las siete me despertó la voz del señor Mancilla instruyendo a los empleados de una mudanza: "Cuidado con el espejo". Luego llegó el camión de la basura. Los trabajadores cargaron las bolsas al ritmo de la cumbia que trasmitía a todo volumen una radio gangosa. Mi jaqueca se volvió más intensa. Vi el reloj: apenas me quedaba tiempo para arreglarme y salir a la oficina. Bajo la regadera tuve deseos de volver al mar.
En la calle no quedaban rastros de la mudanza. Olivia, mi vecina, regresaba de dejar a sus hijos en la escuela y me abordó: "Qué nochecita". Estuve de acuerdo en que había sido espantosa. Olivia se entusiasmó y recapituló la historia del señor Mancilla: "Don Ricardo fue muy buen hijo. Acuérdese de cómo cuidó a doña Esperanza mientras estuvo enferma. Hizo bien en irse. Para él solito esa casa es muy grande".
Miré la casa desierta. Recordé que una vez estuve allí para llevar un sobre que por error el cartero había dejado en mi domicilio. Doña Esperanza correspondió a mi atención invitándome a conocer su patio. Era sombrío aunque estaba lleno de plantas. Entre todas desentonaba un tronco plagado de musgo y con unas cuantas hojas verde oscuro. "ƑQué es?", pregunté por amabilidad. "Me lo traje de Huauchinango. Daba unas flores preciosas, como orquídeas. Varias veces Ricardo ha querido tirarlo pero no se lo he permitido. Ese tronco me gusta porque me recuerda mi tierra."
Olivia expresó el temor de que los futuros moradores de la casa fueran "gente de fiestas". Sin proponérmelo, aumenté su inquietud con mi respuesta: "Eso no sería lo peor. Imagínese que alguien la compra y la convierte en oficinas o en restorán". La perspectiva enmudeció a Olivia.
La mañana en la oficina fue digna de la noche infernal: Julia me visitó llorando porque acababan de despedirla. Un cliente amenazó con cambiar de proveedor si seguíamos demorándonos en la entrega de sus pedidos. Entre una cosa y otra llamé a mi casa y no obtuve respuesta: Tolita, la señora que me hace la limpieza dos veces por semana, otra vez había faltado. Ocurre siempre que tiene problemas con su hijo: la insulta y la golpea cuando ella se niega a darle dinero para su vicio.
A las doce del día me visitó el señor Gallardo. Fue a pedirme un donativo para los damnificados. Mientras yo buscaba el dinero en la bolsa Gallardo me repitió los horrores que ya había visto en la tele: "En Campeche y Yucatán los niños están hambrientos y enfermos, los hombres sin campo y sin animales, las mujeres sin casa Ƒcómo no van a estar tristes?" Le entregué mi cooperación y me dejó agobiada por la impotencia y la culpa. ƑCómo podía quejarme por una noche horrible cuando tantas familias estaban condenadas a vivir, quién sabe por cuánto tiempo, en medio del horror y el abandono?
La jaqueca me provocó náuseas y fui a intendencia para pedir un analgésico. Aurorita, la responsable del botiquín, me miró desolada: "No hay. Hace mucho que ya no tengo ni alcohol. Se lo dije al señor Mireles y contestó que no es su obligación comprarnos medicinas. Que para eso tenemos el Seguro". Resignada a soportar el dolor me dirigí a la puerta. Aurorita me detuvo: "Pensaba ir a pedirle un consejo. A mi ahijada Chayito la violó su padrastro. Le digo a mi comadre que lo denuncie pero se niega. ƑPodría hacerlo yo en su lugar?" Le pedí que me dejara pensarlo.
Desde lejos vi a Celso y Daniel conversando junto a la máquina del café. Me hicieron señas de que me acercara. Ante la perspectiva de una buena charla me animé: "ƑDe qué hablan?" "Pues de la guerra", contestó Daniel. "No creo que estalle", intervino Celso. "ƑY quién lo va a impedir? Ya no hay nadie que le haga contrapeso a Estados Unidos. A Bush sólo le importa adueñarse del petróleo de Irak y si para eso tiene que desatar la guerra šlo hará!"
Sentí un leve mareo y, sin despedirme, corrí a mi oficina. Si estallaba la guerra Ƒqué refugio podrían brindarme aquellas cuatro paredes? Ninguno y tampoco las de mi casa. Llamé. Me sorprendió oír la voz de Tolita. No mencionó su demora. Le pregunté si había novedades. "Sí: el señor Ricardo volvió a su casa para vaciar el patio. Sacó a la calle todas las macetas. Yo agarré un tronco que le gustaba mucho a doña Esperanza y lo metí al jardín".
Me contrarió la iniciativa de Tolita pero no discutí. ƑQué importancia tenía eso frente a todo lo demás? Ahuyenté mis pensamientos enfrascándome en el trabajo. Lo interrumpí a las seis.
Hubiera querido poseer un transportador que, como en las películas de ciencia ficción, me llevara a mi casa sin necesidad de manejar ni enfrentarme a visiones como las que tenía durante el diario retorno: zanjas y coladeras convertidas en trampas, enfermos agonizando en la banqueta, niños jugándose la vida entre los coches para pedir limosna, un moticiclista acelerando, una familia de indígenas perdida en la ciudad, una pandilla de adolescentes drogándose en medio de una jauría. Para rehuir el doloroso espectáculo me volví hacia el puesto de periódicos. En uno leí: "Ni huella de las secuestradas". En otro: "Megabroncón".
Sentí crecer el miedo dentro de mí. Quizá en la soledad de mi casa estuviera alguien esperando el momento de atacarme. Por fortuna no era así. Tolita había dejado sobre la mesa un vaso de jugo cubierto con una servilleta. Sentí un enorme agradecimiento y le perdoné haber llevado a mi jardín una rama inútil.
No tenía apetito, sólo una gran necesidad de tenderme en la cama y esperar el sueño. De pronto escuché algo como la cuerda de un reloj viejo. No le concedí importancia. A los pocos minutos volví a oír el sonido en el mismo tono pero mucho más largo. Fui a la sala y escuché con atención. Cuando descubrí que provenía del jardín grité: "Un grillo".
Ya en el jardín, tuve curiosidad por saber dónde se ocultaba mi maravilloso e inesperado visitante. Enseguida comprendí que mi búsqueda era inútil y me dejé seducir por la vocecita.
Desde aquel día, cada vez que vuelvo a casa, salgo al jardín para escucharla. Siento que la antigua y primitiva canción del grillo reconstruye la armonía del mundo y le devuelve su esplendor a la noche.