UN INEDITO DEL NOVEL COLOMBIANO
Gabriel García Márquez
Vivir para contarla
El 10 de octubre se inicia el lanzamiento del nuevo libro
del premio Nobel de Literatura 1982: Vivir para contarla, primer tomo de
sus memorias que saldrá a la venta de manera simultánea en
varios países. En 1998 publicamos, en exclusiva para México,
el primer capítulo, que leyó el autor en El Colegio Nacional
el mediodía del 21 de marzo de ese año. Con autorización
ahora de editorial Diana ofrecemos a nuestros lectores un nuevo fragmento
inédito, también como adelanto, de las memorias de Gabriel
García Márquez
Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar se la
debo en realidad a las mujeres de la familia y a las muchas de la servidumbre
que pastorearon mi infancia. Eran de carácter fuerte y corazón
tierno, y me trataban con la naturalidad del paraíso terrenal. Entre
las muchas que recuerdo, Lucía fue la única que me sorprendió
con su malicia pueril, cuando me llevó al callejón de los
sapos y se alzó la bata hasta la cintura para mostrarme su pelambre
cobriza y desgreñada. Sin embargo, lo que en realidad me llamó
la atención fue la mancha de carate que se extendía por su
vientre como un mapamundi de dunas moradas y océanos amarillos.
Las otras parecían arcángeles de la pureza: se cambiaban
de ropa delante de mí, me bañaban mientras se bañaban,
me sentaban en mi bacinilla y se sentaban en las suyas frente a mí
para desahogarse de sus secretos, sus penas, sus rencores, como si yo no
entendiera, sin darse cuenta de que lo sabía todo porque ataba los
cabos que ellas mismas me dejaban sueltos.
Chon era de la servidumbre y de la calle. Había
llegado de Barrancas con los abuelos cuando todavía era niña,
había acabado de criarse en la cocina pero asimilada a la familia,
y el trato que le daban era el de una tía chaperona desde que hizo
la peregrinación a la Provincia con mi madre enamorada. En sus últimos
años se mudó a un cuarto propio en la parte más pobre
del pueblo, por la gracia de su real gana, y vivía de vender en
la calle desde el amanecer las bolas de maíz molido para las arepas,
con un pregón que se volvió familiar en el silencio de la
madrugada: ''Las masitas heladas de la vieja Chon...".
Tenía un bello color de india y desde siempre pareció
en los puros huesos, y andaba a pie descalzo, con un turbante blanco y
envuelta en sábanas almidonadas. Caminaba muy despacio por la mitad
de la calle, con una escolta de perros mansos y callados que avanzaban
dando vueltas alrededor de ella. Terminó incorporada al folclor
del pueblo. En unos carnavales apareció un disfraz idéntico
a ella con sus sábanas y su pregón, aunque no lograron amaestrar
una guardia de perros como la suya. Su grito de las masitas heladas se
volvió tan popular que fue motivo de una canción de acordeoneros.
Una mala mañana dos perros bravos atacaron a los suyos, y éstos
se defendieron con tal ferocidad que Chon cayó por tierra con la
espina dorsal fracturada. No sobrevivió, a pesar de los muchos recursos
médicos que le procuró mi abuelo.
Otro recuerdo revelador en aquel tiempo fue el parto de
Matilde Armenta, una lavandera que trabajó en la casa cuando yo
tenía unos seis años. Entré en su cuarto por equivocación
y la encontré desnuda y despernancada en una cama de lienzo, y aullando
de dolor entre una pandilla de comadres sin orden ni razón que se
habían repartido su cuerpo para ayudarla a parir a gritos. Una le
enjugaba el sudor de la cara con una toalla mojada, otras le sujetaban
a la fuerza los brazos y las piernas y le daban masajes en el vientre para
apresurar el parto. Santos Villero, impasible en medio del desorden, murmuraba
oraciones de buena mar con los ojos cerrados mientras parecía excavar
entre los muslos de la parturienta. El calor era insoportable en el cuarto
lleno de humo por las ollas de agua hirviendo que llevaban de la cocina.
Permanecí en un rincón, repartido entre el susto y la curiosidad,
hasta que la partera sacó por los tobillos una cosa en carne viva
como un ternero de vientre con una tripa sanguinolenta colgada del ombligo.
Una de las mujeres me descubrió entonces en el rincón y me
sacó a rastras del cuarto.
-Estás en pecado mortal -me dijo. Y me ordenó
con un dedo amenazante-: No vuelvas a acordarte de lo que viste.
En cambio, la mujer que de verdad me quitó la inocencia
no se lo propuso ni lo supo nunca. Se llamaba Trinidad, era hija de alguien
que trabajaba en la casa, y empezaba apenas a'florecer en una primavera
mortal. Tenía unos trece años, pero todavía usaba
los trajes de cuando tenía nueve, y le quedaban tan ceñidos
al cuerpo que parecía más desnuda que sin ropa. Una noche
en que estábamos solos en el patio irrumpió de pronto una
música de banda en la casa vecina y Trinidad me sacó a bailar
con un abrazo tan apretado que me dejó sin aire. No sé qué
fue de ella, pero todavía hoy me despierto en mitad de la noche
perturbado por la conmoción, y sé que podría reconocerla
en la oscuridad por el tacto de cada pulgada de su piel y su olor de animal.
En un instante tomé conciencia de mi cuerpo con una clarividencia
de los instintos que nunca más volví a sentir, y que me atrevo
a recordar como una muerte exquisita. Desde entonces supe de alguna manera
confusa e irreal que había un misterio insondable que yo no conocía,
pero me perturbaba como si lo supiera. Por el contrario, las mujeres de
la familia me condujeron siempre por el rumbo árido de la castidad.
La pérdida de la inocencia me enseñó
al mismo tiempo que no era el Niño Dios quien nos traía los
juguetes en la Navidad, pero tuve el cuidado de no decirlo. A los diez
años, mi padre me lo reveló como un secreto de adultos, porque
daba por hecho que lo sabía, y me llevó a las tiendas de
la Nochebuena para escoger los juguetes de mis hermanos. Lo mismo me había
sucedido con el misterio del parto antes de asistir al de Matilde Armenta:
me atoraba de risa cuando decían que a los niños los traía
de París una cigüeña. Pero debo confesar que ni entonces
ni ahora he logrado relacionar el parto con el sexo. En todo caso, pienso
que mi intimidad con la servidumbre pudo ser el origen de un hilo de comunicación
secreta que creo tener con las mujeres, y que a lo largo de la vida me
ha permitido sentirme más cómodo y seguro entre ellas que
entre hombres. También de allí puede venir mi convicción
de que son ellas las que sostienen el mundo, mientras los hombres lo desordenamos
con nuestra brutalidad histórica.
Sara Emilia Márquez, sin saberlo, tuvo algo que
ver con mi destino. Perseguida desde muy joven por pretendientes que ni
siquiera se dignaba mirar, se decidió por el primero que le pareció
bien, y para siempre. El elegido tenía algo en común con
mi padre, pues era un forastero que llegó no se sabía de
dónde ni cómo, con una buena hoja de vida, pero sin recursos
conocidos. Se llamaba José del Carmen Uribe Vergel, pero a veces
sólo se firmaba como J. del C. Pasó algún tiempo antes
de saberse quién era en realidad y de dónde venía,
hasta que se supo por los discursos de encargo que escribía para
funcionarios públicos, y por los versos de amor que publicaba en
su propia revista cultural, cuya frecuencia dependía de la voluntad
de Dios. Desde que apareció en la casa sentí una gran admiración
por su fama de escritor, el primero que conocí en mi vida. De inmediato
quise ser igual a él, y no estuve contento hasta que la tía
Mama aprendió a peinarme como él.
Fui el primero de la familia que supo de sus amores secretos,
una noche en que entró en la casa de enfrente donde yo jugaba con
amigos. Me llamó aparte, en un estado de tensión evidente,
y me dio una carta para Sara Emilia. Yo sabía que estaba sentada
en la puerta de nuestra casa atendiendo la vista de una amiga. Atravesé
la calle, me escondí detrás de uno de los almendros y arrojé
la carta con tal precisión que le cayó en el regazo. Asustada,
levantó las manos, pero el grito se le quedó en la garganta
cuando reconoció la letra del sobre. Sara Emilia y J. del C. fueron
amigos míos desde entonces.
Elvira Carrillo, hermana gemela del tío Esteban,
torcía y exprimía una caña de azúcar con las
dos manos y le sacaba el jugo con la fuerza de un trapiche. Tenía
más fama por su franqueza brutal que por la ternura con que sabía
entretener a los niños, sobre todo a mi hermano Luis Enrique, un
año menor que yo, de quien fue al mismo tiempo soberana y cómplice,
y quien la bautizó con el nombre inescrutable de tía Pa.
Su especialidad fueron siempre los problemas imposibles. Ella y Esteban
fueron los primeros que llegaron a la casa de Cataca, pero mientras él
encontró su rumbo en toda clase de oficios y negocios fructíferos,
ella se quedó de tía indispensable en la familia sin darse
cuenta nunca de que lo fue. Desaparecía cuando no era necesaria,
pero cuando lo era no se supo nunca cómo ni de dónde salía.
En sus malos momentos hablaba sola mientras meneaba la olla, y revelaba
en voz alta dónde estaban las cosas que se daban por perdidas. Se
quedó en la casa cuando acabó de enterrar a los mayores,
mientras la maleza devoraba el espacio palmo a palmo y los animales erraban
por los dormitorios, perturbada desde la medianoche por una tos de ultratumba
en el cuarto vecino.
Francisca Simodosea -la tía Mama-, la generala
de la tribu que murió virgen a los setenta y nueve años,
era distinta de todos en sus hábitos y su lenguaje. Pues su cultura
no era de la Provincia, sino del pa-raíso feudal de las sabanas
de Bolívar, adonde su padre, José María Mejía
Vidal, había emigrado muy joven desde Riohacha con sus artes de
orfebrería. Se había dejado crecer hasta las corvas su cabellera
de cerdas retintas que se resistieron a las canas hasta muy avanzada la
vejez. Se la lavaba con aguas de esencias una vez por semana, y se sentaba
a peinarse en la puerta de su dormitorio en un ceremonial sagrado de varias
horas, consumiendo sin sosiego unas calillas de tabaco basto que fumaba
al revés, con el fuego dentro de la boca, como lo hacían
las tropas liberales para no ser descubiertos por el enemigo en la oscuridad
de la noche. También su modo de vestir era distinto, con pollerines
y corpiños de hilo inmaculado y babuchas de pana.
Al contrario del purismo castizo de la abuela, la lengua
de Mama era la más suelta de la jerga popular. No la disimulaba
ante nadie ni en circunstancia alguna, y a cada quien le cantaba las verdades
en su cara. Incluida una monja, maestra de mi madre en el internado de
Santa Marta, a quien paró en seco por una impertinencia baladí:
''Usted es de las que confunden el culo con las témporas". Sin embargo,
siempre se las arregló de tal modo que nunca pareció grosera
ni insultante.
Durante media vida fue la depositaria de las llaves del
cementerio, asentaba y expedía las partidas de defunción
y hacía en casa las hostias para la misa. Fue la única persona
de la familia, de cualquier sexo, que no parecía tener atravesada
en el corazón una pena de amor contrariado. Tomamos conciencia de
eso una noche en que el médico se preparaba a ponerle una sonda,
y ella se lo impidió por una razón que entonces no entendí:
''Quiero advertirle, doctor, que nunca conocí hombre".
Desde entonces seguí oyéndosela con frecuencia,
pero nunca me pareció gloriosa ni arrepentida, sino como hecho cumplido
que no dejó rastro alguno en su vida. En cambio, era una casamentera
redomada que debió sufrir en su juego doble de hacerle el cuarto
a mis padres sin ser desleal con Mina.
Tengo la impresión de que se entendía mejor
con los niños que con los adultos. Fue ella quien se ocupó
de Sara Emilia hasta que ésta se mudó sola al cuarto de los
cuadernos de Calleja. Entonces nos acogió a Margot y a mí
en su lugar, aunque la abuela siguió a cargo de mi aseo personal
y el abuelo se ocupaba de mi formación de hombre.
Mi recuerdo más inquietante de aquellos tiempos
es el de la tía Petra, hermana mayor del abuelo, que se fue de Riohacha
a vivir con ellos cuando se quedó ciega. Vivía en el cuarto
contiguo a la oficina, donde más tarde estuvo la platería,
y desarrolló una destreza mágica para manejarse en sus tinieblas
sin ayuda de nadie. Aún la recuerdo como si hubiera sido ayer, caminando
sin bastón como con sus dos ojos, lenta pero sin dudas, y guiándose
sólo por los distintos olores. Reconocía su cuarto por el
vapor del ácido muriático en la platería contigua,
el corredor por el perfume de los jazmines del jardín, el dormitorio
de los abuelos por el olor del alcohol de madera que ambos usaban para
frotarse el cuerpo antes de dormir, el cuarto de la tía Mama por
el olor del aceite en las lámparas del altar y, al final del corredor,
el olor suculento de la cocina. Era esbelta y sigilosa, con una piel de
azucenas marchitas, una cabellera radiante color de nácar que llevaba
suelta hasta la cintura, y de la cual se ocupaba ella misma. Sus pupilas
verdes y diáfanas de adolescente cambiaban de luz con sus estados
de ánimo. De todos modos eran paseos casuales, pues estaba todo
el día en el cuarto con la puerta entornada y casi siempre sola.
A veces cantaba en susurros para sí misma, y su voz podía
confundirse con la de Mina, pero sus canciones eran distintas y más
tristes. A alguien le oí decir que eran romanzas de Riohacha, pero
sólo de adulto supe que en realidad las inventaba ella misma a medida
que las cantaba. Dos o tres veces no pude resistir la tentación
de entrar en su cuarto sin que nadie se diera cuenta, pero no la encontré.
Años después, durante una de mis vacaciones de bachiller,
le conté aquellos recuerdos a mi madre, y ella se apresuró
a persuadirme de mi error. Su razón era absoluta, y pude comprobarla
sin cenizas de duda: la tía Petra había muerto cuando yo
no tenía dos años.
A la tía Wenefrida la llamábamos Nana,
y era la más alegre y simpática de la tribu, pero sólo
consigo evocarla en su lecho de enferma. Estaba casada con Rafael Quintero
Ortega -el tío Quinte-, un abogado de pobres nacido en Chía,
a unas quince leguas de Bogotá y a la misma altura sobre el nivel
del mar. Pero se adaptó tan bien al Caribe que en el infierno de
Cataca necesitaba botellas de agua caliente en los pies para dormir en
la fresca de diciembre. La familia se había repuesto ya de la desgracia
de Medardo Pacheco cuando al tío Quinte le tocó padecer la
suya por matar al abogado de la parte contraria en un litigio judicial.
Tenía una imagen de hombre bueno y pacífico, pero el adversario
lo hostigó sin tregua, y no le quedó más recurso que
armarse. Era tan menudo y óseo que calzaba zapatos de niño,
y sus amigos le hacían burlas cordiales porque el revólver
le abultaba como un cañón debajo de la camisa. El abuelo
lo previno en serio con su frase célebre: "Usted no sabe lo que
pesa un muerto". Pero el tío Quinte no tuvo tiempo de pensarlo cuando
el enemigo le cerró el paso con gritos de energúmeno en la
antesala del juzgado, y se le echó encima con su cuerpo descomunal.
"Ni siquiera me di cuenta de cómo saqué el revólver
y disparé al aire con las dos manos y los ojos cerrados", me dijo
el tío Quinte poco antes de su muerte centenaria. "Cuando abrí
los ojos -me contó- todavía lo vi de pie, grande y pálido,
y fue como desmoronándose muy despacio hasta que quedó sentado
en el suelo". Hasta entonces no se había dado cuenta el tío
Quinte de que le había acertado en el centro de la frente. Le pregunté
qué había sentido cuando lo vio caer, y me sorprendió
su franqueza:
-¡Un inmenso alivio!
Mi último recuerdo de su esposa Wenefrida fue el
de una noche de grandes lluvias en que la exorcizó una hechicera.
No era una bruja convencional sino una mujer simpática, bien vestida
a la moda, que espantaba con un ramo de ortigas los malos humores del cuerpo
mientras cantaba un conjuro como una canción de cuna. De pronto,
Nana se retorció con una convulsión profunda, y un pájaro
del tamaño de un pollo y de plumas tornasoladas escapó de
entre las sábanas. La mujer lo atrapó en el aire con un zarpazo
maestro y lo envolvió en un trapo negro que llevaba preparado. Ordenó
encender una hoguera en el traspatio, y sin ninguna ceremonia arrojó
el pájaro entre las llamas. Pero Nana no se repuso de sus males.
Poco después, la hoguera del patio volvió
a encenderse cuando una gallina puso un huevo fantástico que parecía
una bola de pimpón con un apéndice como el de un gorro frigio.
Mi abuela lo identificó de inmediato: "Es un huevo de basilisco".
Ella misma lo arrojó al fuego murmurando oraciones de conjuro.
Nunca pude concebir a los abuelos a una edad distinta
de la que tenían en mis recuerdos de esa época. La misma
de los retratos que les hicieron en los albores de la vejez, y cuyas copias
cada vez más desvaídas se han transmitido como un rito tribal
a través de cuatro generaciones prolíficas. Sobre todo los
de la abuela Tranquilina, la mujer más crédula e impresionable
que conocí jamás, por el espanto que le causaban los misterios
de la vida diaria. Trataba de amenizar sus oficios cantando con toda la
voz viejas canciones de enamorados, pero las interrumpía de pronto
con su grito de guerra contra la fatalidad:
-¡Ave María Purísima!
Pues veía que los mecedores se mecían solos,
que el fantasma de la fiebre puerperal se había metido en las alcobas
de las parturientas, que el olor de los jazmines del jardín era
como un fantasma invisible, que un cordón tirado al azar en el suelo
tenía la forma de los números que podían ser el premio
mayor de la lotería, que un pájaro sin ojos se había
extraviado dentro del comedor y sólo pudieron espantarlo con La
Magnífica cantada. Creía descifrar con claves secretas
la identidad de los protagonistas y los lugares de las canciones que tarde
o temprano sucedían, presentía quién iba a llegar
de Riohacha con un sombrero blanco, o de Manaure con un cólico que
solo podía curarse con hiel de gallinazo, pues además de
profeta de oficio era curandera furtiva.
Tenía un sistema muy personal para interpretar
los sueños propios y ajenos que regían la conducta diaria
de cada uno de nosotros y determinaban la vida de la casa. Sin embargo,
estuvo a punto de morir sin presagios cuando quitó de un tirón
las sábanas de su cama y se disparó el revólver que
el coronel escondía bajo la almohada para tenerlo a mano mientras
dormía. Por la trayectoria del proyectil que se incrustó
en el techo se estableció que le había pasado a la abuela
muy cerca de la cara.
Desde que tuve memoria sufrí la tortura matinal
de que Mina me cepillara los dientes, mientras ella gozaba del privilegio
mágico de quitarse los cuyos para lavarlos, y dejarlos en un vaso
de agua mientras dormía. Convencido de que era su dentadura natural
que se quitaba y ponía por artes guajiras, hice que me mostrara
el interior de la boca para ver cómo era por dentro el revés
de los ojos, del cerebro, de la nariz, de los oídos, y sufrí
la desilusión de no ver nada más que el paladar. Pero nadie
me descifró el prodigio y por un buen tiempo me empeciné
en que el dentista me hiciera lo mismo que a la abuela, para que ella me
cepillara los dientes mientras yo jugaba en la calle.
Teníamos una especie de código secreto mediante
el cual nos comunicábamos ambos con un universo invisible. De día,
su mundo mágico me resultaba fascinante, pero en la noche me causaba
un terror puro y simple: el miedo a la oscuridad, anterior a nuestro ser,
que me ha perseguido durante toda la vida en caminos solitarios y aun en
antros de baile del mundo entero. En la casa de los abuelos cada santo
tenía su cuarto y cada cuarto tenía su muerto. Pero la única
casa conocida de modo oficial como "La casa del muerto" era la vecina de
la nuestra, y su muerto era el único que en una sesión de
espiritismo se había identificado con su nombre humano: Alfonso
Mora. Alguien cercano a él se tomó el trabajo de identificarlo
en los registros de bautismos y defunciones, y encontró numerosos
homónimos, pero ninguno dio señales de ser el nuestro. Aquélla
fue durante años la casa cural, y prosperó el infundio de
que el fantasma era el mismo padre Angarita para espantar a los curiosos
que lo espiaban en sus andanzas nocturnas.
No alcancé a conocer a Meme, la esclava guajira
que la familia llevó de Barrancas y que en una noche de tormenta
se escapó con Alirio, su hermano adolescente, pero siempre oí
decir que fueron ellos los que más salpicaron el habla de la casa
con su lengua nativa. Su castellano enrevesado fue asombro de poetas, desde
el día mejorable en que encontró los fósforos que
se le habían perdido al tío Juan de Dios y se los devolvió
con su jerga triunfal:
-Aquí estoy, fósforo tuyo.
Costaba trabajo creer que la abuela Mina, con sus mujeres
despistadas, fuera el sostén económico de la casa cuando
empezaron a fallar los recursos. El coronal tenía algunas tierras
dispersas que fueron ocupadas por colonos cachacos y él se negó
a expulsarlos. En un apuro para salvar la honra de uno de sus hijos tuvo
que hipotecar la casa de Cataca, y le costó una fortuna no perderla.
Cuando ya no hubo para más, Mina siguió sosteniendo la familia
a pulso con la panadería, los animalitos de caramelo que se vendían
en todo el pueblo, las gallinas jabadas, los huevos de pato, las hortalizas
del traspatio. Hizo un corte radical del servicio y se quedó con
las más útiles. El dinero en efectivo terminó por
no tener sentido en la tradición oral de la casa. De modo que cuando
tuvieron que comprar un piano para mi madre a su regreso de la escuela,
la tía Pa sacó la cuenta exacta en moneda doméstica:
"Un piano cuesta quinientos huevos".
En medio de aquella tropa de mujeres evangélicas,
el abuelo era para mí la seguridad completa. Sólo en él
desaparecía la zozobra y me sentía con los pies sobre la
tierra y bien establecido en la vida real. Lo raro, pensándolo ahora,
es que yo quería ser como él, realista, valiente, seguro,
pero nunca pude resistir la tentación constante de asomarme al mundo
de la abuela. Lo recuerdo rechoncho y sanguíneo, con unas pocas
canas en el cráneo reluciente, bigote de cepillo, bien cuidado,
y unos espejuelos redondos con montura de oro. Era de hablar pausado, comprensivo
y conciliador en tiempos de paz, pero sus amigos conservadores lo recordaban
como un enemigo temible en las contrariedades de la guerra.