Hugo Enrique Sánchez
La virgen de los sicarios
En la antigua Grecia, el erasta, hombre maduro, con experiencia de vida, hacía las veces de tutor de un adolescente, el erómeno: lo ''iniciaba" en la disciplina de la guerra, en el arte, en los ejercicios, en la vida misma y en la actividad sexual. Y socialmente se esperaba que así fuera. Fernando, el narrador en La virgen de los sicarios, hombre de edad que regresa a Medellín después de años, emula al erasta griego, sólo que en este relato la relación es inversa: la ciudad ha cambiado durante el tiempo en que el hombre estuvo ausente, y Alexis es quien lo instruye en la vida violenta de la ''ciudad del odio", donde los asesinatos, la corrupción, las relaciones de poder acanceradas y los absurdos de una religión torcida, son el veneno nuestro en cada desayuno. La novela se inscribe, sin el empacho de los estereotipos del homosexual, en la tradición de la novela que imita la efebía griega, que ya tiene sus ejemplos en México: Octavio, de Jorge Arturo Ojeda, y La más fuerte pasión, de Luis Zapata.
La obra se desarrolla en un monólogo continuo, hacia un ''tú", el ''lector" (el ''narratario", dirían los versados en teoría literaria) sin apartados ni capítulos, en el que Fernando, con la muerte como esperanza de vida, vuelve derrotado a su ciudad natal; encuentra su última oportunidad en las relaciones sexuales y amorosas con los jovencitos, quienes resultan ser sicarios. Se inicia la efebía ''alrevesada": paso a paso, Fernando recuerda los lugares de su infancia, recorre los templos, observa los asesinatos diarios ante la indiferencia de los demás medellinenses, va adquiriendo la des-sensibilidad, mientras Alexis le muestra la metrópoli, el lenguaje agramatical y hasta paradójico (''Ese tombo está enamorado de mí" quiere decir ''Este policía me quiere matar"): si en la antigua Grecia el erasta instruía al adolescente en la vida en sociedad, aquí el adolescente instruye al viejo en la anti-vida de la polis; de ahí las ''finuras" que el narrador suelta como metralla contra toda Colombia, sus gobernadores, la Iglesia y sus habitantes.
''Maestro de la injuria como una de las bellas artes" (epíteto de Juan Villoro), lo mismo que Bernhard contra Austria, Fernando Vallejo, desde una mirada personal y desencantada, capta el moderno Medellín en decadencia. Desafortunadamente las críticas, sobre todo en Colombia, tanto a la novela como a la versión cinematográfica, como suele suceder con otras obras de contenido polémico (meses antes de su estreno, Germán Santamaría llamó desde su revista al boicot y a la prohibición del filme), se dirigen esencialmente a la visión de la ciudad que muestra el autor: se olvidan (o desconocen) que una obra artística no se juzga de acuerdo con la coincidencia o no con la realidad circundante (a pesar de que el mismo autor señala que La virgen de los sicarios es una obra autobiográfica), sino de acuerdo con las cualidades mismas de la obra y los efectos que logra o pretende lograr en el lector.
La obra por sí misma es equilibrada, a pesar de la sencillez de la anécdota, construida sin la intención de traducirla al lenguaje fílmico, relacionada un poco con la literatura pulp italiana que toma sus anécdotas de las revistas ''amarillistas", pero bajo otros parámetros estéticos: el amor y el sexo como cura temporal y único asidero ante la inmundicia circundante; la participación del lector, el monólogo que da una visión particular y, sobre todo, la querella, el enfrentamiento (cómodo) desde la literatura. El final es particularmente gracioso: es la primera vez que leo una novela en la que el narrador desea la muerte a su lector.
Bueno parcero, aquí nos separamos, hasta aquí me acompaña usted. Muchas gracias por su compañía y tome usted, por su lado, su camino que yo sigo en cualquiera de estos buses para donde vaya, para donde sea.
Y que te vaya bien,
que te pise un carro
o que te estripe un tren.