Adolfo Sánchez Rebolledo
Leyendo a Fukuyama
En un ensayo reciente, publicado en español por El País ("Occidente puede resquebrajarse", 18/08/O2), Francis Fukuyama se pregunta con inquietud si sigue teniendo sentido el concepto Occidente en esta primera década del siglo xxi. "ƑDónde se sitúa la línea divisoria de la globalización: entre Occidente y el resto del mundo o entre Estados Unidos y el resto del mundo?" La sola formulación de la cuestión es importante, pues por una vía inesperada deja atrás la ilusión de que el "fin de la historia", proclamado por el propio Fukuyama en 1989, "señalaba la victoria de los valores e instituciones occidentales -no sólo estadunidenses-, lo que hacía de la democracia liberal y de la economía de mercado las únicas opciones viables".
Ahora él mismo reconoce que ese consenso, forjado durante la guerra fría, "se ha venido debilitando" al grado de que, tras la unanimidad de la condena a los ataques terroristas del 11 de septiembre resurge lo que él llama el "antiamericanismo" europeo, que es en realidad una crítica al "supuesto (sic) unilateralismo estadunidense frente a la legislación internacional", cuya última expresión sería la negativa a apoyar una nueva guerra contra Irak.
Según Fukuyama, a los europeos les "escandaliza" que la política antiterrorista, diseñada en el discurso del presidente Bush sobre el eje del mal, deje en manos de Estados Unidos la decisión sobre cuándo, cómo y contra quién usar la fuerza. La disonancia europea en este punto no es, como podría esperarse, una diferencia táctica fundada en obvias razones de oportunidad, una forma pasajera de entender las prioridades del mundo actual, sino la expresión de un desacuerdo más profundo, no "sobre los principios de la democracia liberal, sino sobre los límites de la legitimidad liberal".
En palabras de Fukuyama, los estadunidenses están inclinados a considerar que no hay legitimidad democrática más allá del Estado-nación constitucional y democrático, mientras que los europeos, por el contrario, están inclinados a creer que la legitimidad democrática está relacionada con la voluntad de una comunidad mucho más amplia que un Estado-nación individual. Dicho de otro modo: la potencia estadunidense no está dispuesta a renunciar a ninguna de las prerrogativas del Estado soberano aun si con ello se distancia del resto de Occidente. En cambio, para los estados europeos la globalización supone avanzar hacia la constitución de una "casa común", capaz de reducir los riesgos derivados de la afirmación de la soberanía del Estado-nación.
No sabemos si Fukuyama incluye en "Occidente" al resto de los estados que no forman parte de la comunidad europea y se las ven negras para mantenerse en pie ante las exigencias de la globalización que los obliga a ceder espacios de soberanía, pero lo cierto es que para ellos la legitimidad liberal se manifiesta, dadas las tendencias dominantes, sólo como la capacidad de subsumirse en una integración asimétrica con las potencias, esto es, como aceptación acrítica de los principios y valores que definen a Estados Unidos, que "es claramente más antiestatalista, más individualista, más favorable al laissez-faire, y más igualitario que otras democracias".
Así, Fukuyama incurre en una nueva simplificación sin abandonar el fundamentalismo ideológico, pero constata un hecho de la mayor importancia: que la globalización no es ni puede ser un proceso único ni la política mundial simple rendición al hegemonismo estadunidense, es decir, que hay opciones, pues la historia, a pesar de todo, no se detiene.