Armando Labra M.
Mitos, mitotes, metates
Alguien de debe estar apretando las tuercas. El marasmo
generalizado y la desilusión parecen cubrir el continente y para
comprobarlo basta leer el reciente editorial de la revista inglesa, muy
conservadora y brillante, The Economist, en cuya portada aparece
el presidente George W. Bush recibiendo comentarios de su perrito.
La crítica es severa, pues reconociendo el apoyo
solidario ahora el ánimo inglés pasa a la desilusión
argumentada en forma implacable: resultados desastrosos en Oriente Cercano;
por muertes propias y ajenas atribuibles a "errores" en Afganistán;
frente a Europa; por la América Latina en derrumbe, por el descalabro
de los valores estadunidenses de democracia electoral y confianza corporativa,
hoy a nivel de alcantarilla. Desilusión inglesa y desmoralización
en Estados Unidos. Pánico generalizado por la fuga de dólares
a Europa y las nulas perspectivas de repunte de la economía estadunidense.
¿Y aquí? Bueno, ya sabemos lo que es un
mito y el más notorio que padecemos hoy en día se sintetiza
en hacernos creer que la democracia equivale al mercado y que, merced a
la mano invisible, solitas, las calabazas se irán acomodando. La
evidencia nos dice otra cosa: que la democracia responde a la voluntad
colectiva, a la mayoría. Que el mercado busca el máximo beneficio
para los menos. Que confundir esos conceptos en la economía es pésimo,
pero peor si se traslada el error a la política.
Eso tiene que ver con la peregrina idea que comienza a
querer convertirse en mito, de que debemos ser competitivos -dejarnos llevar
por los dictados del mercado, en vez de tener claridad de que lo que requerimos
es ser productivos- es decir, que nos apliquemos a hacer un ejercicio cotidiano
de democracia. Competir exige vender al precio más bajo, ser productivos
exige optimizar salarios, capital y tecnología para que todos ganen.
Buscando ser productivos, durante décadas la economía
mexicana creció a 6 por ciento hasta 1982. Desde entonces, anhelando
ser competitivos no sólo andamos alrededor de 2 por ciento en promedio
anual -decrecimos el año pasado, apenas lo haremos en éste-
durante ya dos décadas, sino que el gobierno estima que el tope
para el crecimiento de nuestra economía es de 4 por ciento.
Al abatir ese techo económico se desploman de arranque
todas las expectativas de restauración del crecimiento y el bienestar.
Se plantea una cómoda excusa para el incumplimiento de metas, como
no sea ir hacia atrás, de la sociedad del changarro -que
por cierto hace mucho ya somos- a la del metate, que ya habíamos
dejado de ser. Como sea, no hay que desgarrarse las vestiduras: estoy dispuesto
a apostar que al final del sexenio no habremos crecido más de 3
por ciento al año, muy pero muy lejos del 7 por ciento prometido.
En esa perspectiva sombría de una economía
destinada a permanecer encogida, ¿cómo se podrán cumplir,
por ejemplo, las directrices del flamante, súbito, albeante, sorpresivo
y mitotero Compromiso Social por la Calidad de la Educación, si
la economía y, en consecuencia, el presupuesto educativo presentan
tan oscuro panorama? La respuesta airada y adversa de legisladores y sectores
interesados no se ha dejado esperar y con razón.
Porque, independientemente de que no existe sustento político,
ni legal ni administrativo ni presupuestal que aseguren los propósitos
de los 12 puntos del compromiso, resulta que los primeros tres y el décimo
consisten en cumplir con la ley, lo cual no es materia de voluntades; del
cuarto al décimo son buenas intenciones ya expresadas con anterioridad,
y el último dice que hay que "propiciar" más recursos para
la educación, sin precisar de dónde habrán de provenir,
es decir, es un fin sin compromiso, magnitud ni sujeto.
El único punto del "compromiso" que vale la pena
analizar, por ser el único con posibles consecuencias, es el undécimo,
que propone a la letra: "conformar organismos participativos para evaluar
integralmente el proceso educativo, que consideren los diversos contextos
y diversas situaciones socioeconómicas de los alumnos, así
como la diversidad de los recursos institucionales".
De lo que se sabe, no existen criterios sobre quiénes
participarán en los organismos que se creen y habida cuenta del
agravio que han sufrido los legisladores al ser omitidos del proceso que
desembocó en los "compromisos", no será fácil contar
con los recursos que deberá aprobar el Congreso para dicha creación.
Evaluar la tarea de educar es un asunto complejo que muchos
tecnócratas quisieran reducir a unas cuantas fórmulas, indicadores,
sumas y restas. Durante décadas muchas instituciones internacionales,
como la OCDE, la UNESCO y otras tantas nacionales, se han devanado los
sesos para establecer los indicadores que permitan medir la educación,
con resultados siempre parciales, porque se intenta mezclar cantidad con
calidad, siendo conceptos intrínsecamente distintos, irreconciliables.
Amerita cada cual sus propios criterios de evaluación educativa,
que en el caso de la calidad no podrán ser cuantitativos, por definición.
A menos que se trate únicamente de salir del paso
a un atorón de tuercas proveniente del exterior. Que sólo
queramos lanzar al espacio sideral otro mitote mediático, ocupar
efímeramente unas cuantas líneas ágatas y obtener
modosamente una palmadita en la espalda desde Washington. El tema, a pesar
de todo, da para trabajar en serio. A ver.