RECORDAR A OLVIDADOS
En
el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, en Oaxaca,
uno de los estados con mayor proporción de indígenas en relación
con su población total, el presidente Vicente Fox Quesada ofreció
aumentar el magro presupuesto que se destina a los pueblos originarios
(unos 80 pesos por mes y por cabeza) y, sobre todo, romper con la tradición
paternalista y autoritaria que, desde siempre, ha caracterizado las relaciones
entre el poder y las comunidades indias.
La declaración presidencial es loable y es de esperar
que se pueda llegar a hacerla realidad, ya que los pueblos indígenas
de todo el país son marginados, discriminados, excluidos, y la aprobación
de la llamada contraley indígena, en vez de la ley Cocopa, hizo
aún más evidente la intolerable situación en que son
mantenidos, desde la Conquista con casi 15 por ciento de los mexicanos.
A este respecto, si las comunidades ganasen la controversia
constitucional iniciada contra la inicua ley indígena aprobada por
el Congreso federal, el Poder Ejecutivo no tendría, en efecto, otra
opción que comenzar a modificar la tradicional posición "paternalista
y autoritaria" que acaba de denunciar el Presidente de la República,
y que, en un ejemplo típico de dualidad del discurso oficial, intenta
mantener el representante legal del Ejecutivo, Juan de Dios Castro, al
pedir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación que falle contra
los pueblos, comunidades y municipios indios que exigen se invalide la
legislación aprobada.
Sin embargo, para que, en las palabras de Miguel León--Portilla,
"los pueblos indígenas se fortalezcan, consigan sus demandas, se
les preste atención, y con la riqueza de sus lenguas y culturas
contribuyan a su propio bienestar y al de México", hay que vencer
obstáculos muy grandes. El tradicional racismo, en efecto, se refuerza
con un tipo de mundialización que los considera sobrantes y el sesgo
antiagrario está siendo potenciado por la introducción subsidiada
de cereales básicos estadunidenses y por el control monopólico
de los precios de las materias primas, como el café, que siembran
cientos de miles de pequeños productores campesinos indígenas.
De modo que a la exclusión étnica de éstos
se une la destrucción veloz de sus comunidades, territorio, cultura,
identidad y modo de vida por el impacto terrible del mercado (o sea, de
la acción de las transnacionales de la agricultura que imponen su
maíz transgénico desarraigando a los campesinos maiceros,
o importan café en polvo de pésima calidad forzando la emigración
de comunidades enteras).
La combinación entre el problema agrario (los indígenas
son campesinos pobres con tierra mala o incluso sin ella) y el problema
étnico-social resulta así una mezcla sumamente explosiva,
sobre todo cuando la situación de los pequeños campesinos
indígenas es desastrosa, la emigración es una sangría
para el país de sus elementos más jóvenes y enérgicos
y, además, da un impulso terrible a la descertificación,
y cuando la violencia aumenta y Chiapas sigue siendo una bomba de tiempo.
Por eso, si se quiere acabar con el paternalismo y el
autoritarismo hay que discutir con las organizaciones campesinas indígenas
no sólo la concesión de los derechos que ellas reclaman,
sino también cómo apoyar a los campesinos para realizar el
blindaje agroalimentario anunciado como respuesta parcial a la política
estadunidense que acabará de destruir el campo mexicano. Es fundamental
que los indígenas, esos olvidados en toda América Latina,
no sean recordados sólo en un día internacional sino permanentemente,
en las políticas estatales elaboradas con ellos, y no desde arriba,
para ellos y aún menos contra ellos.