John Berger /II
Mensaje de la cueva de Chauvet a las montañas de
Chiapas
Unos meses antes de escribir este texto, John Berger
comentaba que para el mundo moderno el espacio ha llegado a ser sinónimo
de distancia, y que en cambio para los seres paleolíticos que pintaron
los murales de la cueva de Chauvet, en la Francia de hace unos 30 mil años,
el espacio no era otra cosa que un sitio de encuentro. Sirvan sus palabras
como una clave más para leer este fascinante texto
A la entrada de los desfiladeros del Ardèche está
el Pont d'Arc, un puente cuyo arco casi simétrico de 35 metros de
alto fue labrado por el río mismo. En la orilla sur se levanta un
alto crestón de piedra caliza cuya silueta inclinada sugiere a un
gigante, cubierto con un manto, que camina hacia el puente para cruzarlo.
Detrás de él, en la faz de la roca, hay manchas rojas y amarillas
-óxido de hierro y ocre- pintadas por la lluvia. Si el gigante cruzara
el puente, lo haría casi de inmediato, dado su tamaño, y
se hallaría contra los riscos del lado opuesto, cerca de la cima
donde encontraría la cueva de Chauvet.
Tanto el puente como el gigante estaban ahí en
el tiempo de los cro-magnones. La única diferencia es que hace 30
mil años, cuando se pintaron los murales, el Ardèche serpenteaba
hasta el pie de los riscos, y bajando por el sendero natural que trepo,
los animales llegaban, especie por especie, a beber del río. La
cueva estaba situada estratégica y mágicamente.
Silencio.
Apago la linterna de mi casco. Una oscuridad. En la oscuridad el silencio
se torna enciclopédico, y condensa todo lo ocurrido en el intervalo
entre entonces y ahora.
En la roca frente a mí hay un racimo de puntos
rojos más o menos cuadrados. Es sorprendente la frescura del rojo.
Tan presente e inmediata como un aroma, o como el color de las flores en
una tarde de junio cuando cae el sol. Estos puntos fueron hechos aplicando
pigmento de óxido rojo a la palma de la mano para luego presionarla
contra la roca. Se ha identificado una mano en particular gracias a un
meñique dislocado, y en otro sitio de la cueva se halló otra
impresión de esa misma mano.
Sobre otra roca, puntos semejantes forman una figura general,
parecida a un visón visto de perfil. Las marcas de las manos llenan
el cuerpo del animal.
Oscuridad.
Antes que las mujeres, llegaron a la cueva los hombres
y los niños (hay una huella del pie de un niño como de 11
años) y después de irse para siempre, fue un refugio habitado
por osos. Tal vez también por los lobos y otros animales, pero fueron
los osos los amos con quienes los nómadas tuvieron que compartir
la cueva. Pared tras pared, los arañazos de las garras de oso: las
huellas de las patas muestran dónde caminó una osa con su
osezno, sintiendo el camino en la oscuridad. En la más amplia y
central de las cámaras de la caverna, que tiene unos 15 metros de
alto, hay en el piso hundimientos o depresiones del barro, en los que los
osos se tiraban a dormir durante su hibernación anual. Se han encontrado
aquí 150 cráneos de oso. Uno de ellos está situado
solemnemente -quizá gracias a los cro-magnon- sobre una especie
de nicho de roca en la parte más alejada de la cueva.
Silencio.
En el silencio, la amplitud y el tamaño del lugar
comienzan a contar más y más. La caverna tiene medio kilómetro
de largo y 50 metros de ancho. Pero las mediciones geométricas no
aplican porque uno está dentro de algo que es un cuerpo.
Las rocas erguidas o sobresalientes, las paredes que cierran,
con sus formaciones, los pasajes, los espacios huecos que se han ido mostrando
en el proceso geológico de la diagénesis, semejan, a un grado
asombroso, los órganos y los espacios al interior de un cuerpo humano
o animal. Lo que todos tienen en común es que parecen formas creadas
por el agua que fluye.
Los colores de la cueva son también anatómicos.
Las rocas carbonatadas tienen el color del hueso y las tripas, las estalagmitas
son color escarlata o muy blancas. Los cortinados y las formaciones de
calcita son naranja y están pegajosas. Las superficies destellan
cual húmedas de mucosidad.
Ha crecido una estalagtita enorme (crecen a una tasa de
un centímetro por siglo) y semeja algo como los intestinos, y en
algún punto de su descenso los tubos sugieren las cuatro patas,
la cola y el tronco de un mamut en miniatura. Podría haberse perdido
la referencia muy fácilmente, por lo que algún pintor de
antaño, con cuatro breves trazos de rojo, nos acercó al diminuto
mamut.
Muchos de los muros que se habrían prestado para
ser pintados siguen sin mácula. Los 400 extraños animales
figurados aquí están distribuidos tan naturalmente como en
la naturaleza. No hay una disposición pictórica como en Lascaux
o Altamira. Hay más vacío, más secrecía, quizá
mayor complicidad con lo oscuro. Y aunque estas pinturas son 15 mil años
más tempranas, son, en su mayoría, tan hábiles, atentas
y gráciles como cualquiera de las pinturas ulteriores. El arte,
parecería, nace como un potrillo que de inmediato echa a andar.
O, para ponerlo menos vívido (todo es tan vivo en la oscuridad):
el talento para crear arte acompaña a la necesidad de tal arte;
arriban juntos.
Me arrastro al interior de un pabellón bajo en
forma de taza -tiene cuatro metros de diámetro- y ahí, pintados
con rojo sus costados ondulantes e irregulares, se hallan tres osos -un
macho, una hembra y un osezno- como en algún cuento de hadas que
habrá de contarse muchos milenios después. Me acuesto ahí,
observando. Tres osos, y detrás de ellos dos pequeñas cabras
montaraces. El artista conversó con la roca a la luz oscilante de
su tea de carbón de palo. Una protuberancia permitió que
la pata delantera de uno de los osos se lance hacia nosotros con un peso
imponente que lo tiende hacia adelante. Una fisura sigue precisamente la
línea del lomo de una cabra. El artista conocía estos animales
completa e íntimamente; sus manos pudieron visualizarlos en la oscuridad.
Lo que la roca le dijo es que los animales -como todo lo otro que existía-
estaban dentro de la roca, y que él, con pigmento rojo en el dedo,
podía persuadirlos a llegar a la superficie de la roca, a la superficie
de su membrana, para tallarse contra ella y teñirla con sus olores.
Hoy, debido a la humedad de la atmósfera, muchas
de las superficies pintadas se han vuelto tan sensibles como una membrana,
y podrían borrarse con un trapo. De ahí la reverencia.
Traducción y nota: Ramón Vera Herrera