Vilma Fuentes
La dictadura del nuevo orden sexual
Qué cara habría puesto Henry Miller si hubiese podido leer algunas de las novelas que aparecen ahora por centenas. Frente a ellas, las entonces vanguardistas y atrevidas descripciones sexuales de Miller aparecen ahora como los tímidos balbuceos de un espíritu puritano que descubre el sexo. Acaso se preguntaría si no se equivocó al entreabrir esas puertas tras las cuales la obscenidad aplasta cualquier asomo de erotismo, cuando el escritor pierde la maestría de la palabra.
En cuanto a Nabokov, sin duda sonreiría con su irónica crueldad al abrir alguna de las novelas hoy a la moda, tan obedientemente sometidas al nuevo orden sexual, donde la mecánica se impone al deseo libre de constricciones. Tal vez pensaría en la efímera existencia de las mariposas que coleccionaba, tan frágiles y huidizas como el erotismo, diciéndose que la novela erótica llegó a su apogeo y a su fin, al menos por un buen tiempo, con Lolita.
Joyce, Miller, Nabokov y otros fueron perseguidos por la censura en sus países el siglo pasado. En épocas más lejanas, Sade fue encarcelado y Baudelaire y Flaubert sufrieron procesos a causa de sus obras. Cabe señalar, sin embargo, que muchos escritores hallaron en Francia un editor durante la primera mitad del siglo XX. Editores que, como Girodias o Pauvert, afrontaron proceso tras proceso perseguidos por los censores de la época.
Estos escritores conocieron la censura. Luchaban aún por algo y contra algo, a sabiendas de que lo prohibido encerraba un misterio y era un aliciente. Era cierto, como me dijo Lawrence Durrell durante una cena, que en siglos anteriores había habido literaturas consideradas libertinas. Pero no había una militancia. Ni una obligación. Y menos aún una industria.
En la actualidad, en cambio, parece que fuera condenable no hablar de sexo, en los términos más crudos posibles, desde la primera página. Abstenerse daría la impresión de una pudibundez atrasada y anticomercial. Así, dignas literatas describen sus clítoris de entrada antes de pasar a sus ciclos menstruales, sus partouzes, sus aventuras sáficas, sus menopausias... Las dimensiones milimétricas de los sexos masculinos. Cada uno trata de ir más lejos en una carrera de procacidad en la que los literatos no siempre tienen el aliento necesario. Lo curioso, cuando uno los escucha, es que estos hombres y mujeres de letras creen estar revolucionando el orden moral cuando no hacen más que someterse a su dictadura. No corren ningún riesgo, excepto el de aburrir al lector. Por fortuna para algunos de ellos, el público parece solicitar este tipo de libros -que antes se vendían en los sex-shop y ahora se venden en librería disfrazados en literatura. Esto, en el caso de que el público no sea la víctima de la propaganda de este orden moral que se escandaliza cuando un muchacho o una chica de 20 años confiesan, ante las cámaras de televisión, que aún son vírgenes. Quizá la aparición del sida, después de un periodo de total libertad sexual gracias a la píldora anticonceptiva, ha contribuido a este consumo de textos e imágenes pornos que sustituyen la miseria de fantasmas y realidad sexuales. Habríamos pasado, entonces, de la represión del acto sexual por miedo a la procreación y a la vida a su prohibición por miedo a la muerte.
Sin embargo, ante este nuevo orden moral comienzan a escucharse las voces de algunos intelectuales que rechazan la dictadura de ese orden políticamente correcto, conforme y único con el que se pretende uniformar a todo el mundo. La literatura y el erotismo son algo más y algo distinto a la simple formulación del acto sexual en términos procaces. Y es evidente que la reflexión al respecto se ha iniciado.
En este sentido, no puedo dejar de aludir a una de las últimas escenas -cronológicamente hablando- realmente eróticas que tuve oportunidad de leer. Todo el misterio del deseo y la muerte yacían en esas líneas trazadas con la escritura más sobria, púdica y secreta. Me refiero a la escena descrita en la ŀuvre au noir, de Marguerite Yourcenar, donde el cuerpo por primera vez públicamente desnudo de una mujer sirve de altar para una misa negra. La mujer, adulta, después de una vida de santidad conyugal, cae en las redes de una secta. Alrededor crece el asedio militar. Todos los pertenecientes a la secta herética saben que morirán. Y la mujer acepta exponer su cuerpo en un primero y último deseo.