Jorge Alberto Manrique
Los 100 años de don Diego Angulo
A don Diego Angulo Iñiguez lo conocí -por decir así- cuando yo era estudiante verde de la Preparatoria, en San Ildefonso, por los años 52-53, junto con la Catedral, las iglesias, los palacios, las vecindades; junto con los murales de José Clemente Orozco, Diego Rivera, Jean Charlot, con los libros.
En las horas libres algunos amigos íbamos a oír clase, de Francisco de la Maza, en la casa de los Mascarones (en San Cosme) y por la noche íbamos a escuchar las conferencias de Manuel Toussaint en el Colegio Nacional (a media calle).
De la Maza y Toussaint nos hablaban de Angulo y su Historia de arte hispanoamericana. Hablar de Angulo y leerlo era lo mismo. Luego pude comprar los dos tomos de la historia hispanoamericana. Amorosos volúmenes que han sido mi compañía de estudiante, de maestro y hasta de la maestría de emérito.
Toussaint y De la Maza me enseñaron los libros de Angulo; así lo hice con mis estudiantes y ellos con sus alumnos, como un arcaduz que sacia el agua en la rueda de la noria.
De la Maza no conocía a Angulo, pero se carteaban. Después pudo hacer un viaje a España, especialmente para buscar la huella del barroco castellano y andaluz y las relaciones mexicanas.
En Madrid, don Diego y él pudieron conversar ampliamente sobre los temas barrocos: el resultado fue el libro Cartas barrocas de Andalucía y Castilla. Viviendo yo en París, solicité a De la Maza una carta para poder visitar a don Diego, pues tendría la ocasión de ir a Madrid. Eso tuvo lugar en el verano de 1963. Don Diego me recibió en mangas de camisa, pero con corbata -él, tan atildado- excusándose por el calor de agosto. De ahí surgió una amistad entre nosotros, con el respeto que siempre le guardé.
La sabiduría de Angulo causaba pasmo. Pero más que la sabiduría, me llamó más la atención su lucidez, su perspicacia, la capacidad de relacionar los hechos artísticos. Su habilidad era discernir entre unos y otros.
Siempre que acudí a sus libros tuvo respuestas: por lo menos los atisbos acerca de una idea que podría desarrollarse. Pudo estar dos veces en México, con colegas del Instituto de Investigaciones Estéticas y amigos historiadores; pudimos tratar a su esposa, viajamos varias veces.
Don Diego no era muy amigo de los congresos y coloquios, pero una vez coincidimos en un coloquio en la Rábida, entre discursos y ponencias don Diego se daba tiempo para visitar Andalucía; estaba de plácemes por ver los lugares de sus mocedades.
Recuerdo que ahí había varios ponentes jóvenes (cualesquiera que fuera su mérito) que estaban muertos de miedo por la figura de don Diego, maestro de los maestros. Yo, por lo rápido que hablaban y con acento andaluz, no entendía nada; creía que mi idioma era el español, pero se ve que no, estaba desesperado, de pronto, don Diego alzó la voz, él tan tranquilo siempre -que nunca perdió el acento andaluz, después de vivir tantos años en Madrid- dijo: ''Pero ej que a estoj muchacho no se lej entiende naha de naha". Finalmente eso hizo que me quedara tan sereno.