Adolfo Sánchez Rebolledo
Duras lecciones
Machete en mano, los campesinos de San Salvador Atenco ganaron esta partida a sus adversarios. Detuvieron el golpe que calculadamente les había lanzado el gobierno de Montiel, liberaron a sus dirigentes detenidos, abrieron una línea de diálogo que no existía y, no sin vaguedades, obtuvieron de la Presidencia la promesa de que el aeropuerto no se construirá pasando por encima de los derechos de los ejidatarios. Este saldo positivo habría resultado impensable sin la decisión de las autoridades federales de "desescalar" los acontecimientos haciendo a un lado la fuerza pública, que ya se preparaba para actuar con imprevisibles consecuencias. Sin embargo, el problema está lejos de resolverse.
Mientras se produce el esperado fallo de la Suprema Corte de Justicia, el gobierno promete elevar sustancialmente el monto de las indemnizaciones, reubicar en terrenos de mejor calidad a quienes así lo deseen y un plan para incorporar a los dueños actuales de la tierra a un "desarrollo social distinto" vinculado a la operación del aeropuerto. Pero no es tan sencillo.
Si la Suprema Corte decide en contra de la legalidad del decreto expropiatorio se cancelará definitivamente el proyecto del aeropuerto en Texcoco dando paso a otras alternativas, pero si el fallo se emite en sentido opuesto es muy probable que resurja la violencia, pues los de Atenco han dicho una y otra vez que no están dispuestos a abandonar sus tierras a ningún precio, a menos que ésta sea una táctica para sacar el máximo de ventajas en la inevitable negociación, cosa que no parece.
Si no hay un acuerdo de fondo con los propietarios rurales legítimos, la ciega aplicación de la ley solicitada por algunos servirá para enmascarar los errores y la soberbia de los políticos, no para hacer justicia. Y ése es el problema que, más allá de formas de lucha inaceptables, sigue pendiente en Atenco. Es saludable que la autoridad busque dar continuidad al proyecto sin lesionar la voluntad de los ejidatarios, dejando atrás los maniqueísmos tecnocráticos que tanto han dañado al ejercicio del buen gobierno. Es una lástima que esa disposición no existiera desde el principio.
En un plano más general, los acontecimientos de los días más recientes son reveladores de las enormes dificultades que aún nos esperan antes de tener y sentirnos en un país verdaderamente democrático, para mostrar la urgencia del trabajo sutil de educación política que falta y nadie está haciendo. Se podrá decir lo que se quiera acerca de la maduración de la sociedad política para disputar con reglas generalmente respetadas la distribución del poder, pero no existen ni la conciencia ni los mecanismos para encauzar los problemas crecientes derivados de la desigualdad agravada por la modernización.
Un orden democrático no surge por generación espontánea: el estado de derecho, invocado ritualmente cada vez que las acciones directas contradicen las reglas, está en las leyes, pero no existe como práctica universal, pues aún estamos lejos de superar la cultura creada durante décadas de simulación y mentira, cuando cualquier ciudadano sabía que por encima de todo estaban los intereses del poder y el dinero que garantizaban impunidad para unos y la "ley" para los demás.
El gran problema para crear un estado de derecho sin simulaciones, no obstante la pluralidad y el ejercicio democrático que constituyen enormes avances, es que a los ojos de amplios sectores de la ciudadanía la ley aparece separada de la justicia como instrumento para proteger la impunidad, sobre todo cuando se trata de salvaguardar los intereses de la autoridad. Por eso la transición mexicana se distingue no tanto por la creación de un nuevo orden jurídico, sino por la exigencia simple y llana de que las leyes existentes se apliquen con justicia sin plegarse a los intereses de un grupo en particular. No obstante, esa enorme tarea no se cumplirá si la vida política sigue rigiéndose con principios y valores que son ajenos al comportamiento democrático, si el ejercicio del derecho sigue a la mercadotecnia, al interés inmediato, si las fuerzas que tienen poder subordinan el interés general a sus objetivos.
En un mundo marcado por la más profunda desigualdad social resulta alarmante que ni los gobiernos ni tampoco los partidos sepan cómo tratar con los disidentes que los cuestionan desde la periferia del sistema político, muchas veces en la marginalidad más absoluta o llevados de la mano por la desesperación. La pretensión tecnocrática-liberal de que el Estado no tiene más responsabilidad que vigilar el orden ha llevado al absurdo de que se olvide de sus responsabilidades sociales, que son, justamente, las únicas capaces de crear y reproducir la estabilidad política.
Pero, Ƒqué pasa con los partidos que reivindican las banderas de la justicia social y siguen fuera de ese mundo de necesidades insatisfechas que desbordan nuestra incipiente modernidad?: el PRI sólo representa aquellas causas que puede tutelar en su propio beneficio, y el PRD, que dice actuar en nombre de los desposeídos, sólo acierta a discurrir un discurso clientelar, que tampoco los representa, o a prestar una solidaridad tardía, instrumental y poco exigente. Son duras lecciones.