Vilma Fuentes
La poesía en las calles de París
Como cada inicio del verano, desde hace 20 años se realiza la semana del Mercado de la Poesía en la plaza de Saint-Sulpice. La elección del lugar, por su organizador Jean-Michel Place, fue sin duda acertada. Frente a la monumental iglesia, a la sombra de los árboles frondosos, los pequeños estantes provisionales de madera verde se pueblan de una centena de editores, miles de visitantes y casi otros tantos poetas de ambos sexos -la mayoría dispuesta a declamar sus versos aunque no surja la clemente oportunidad-. El ambiente es cordial y da un anticipo de las vacaciones necesarias a la errancia, ese vagabundeo indispensable a la respiración poética.
Nada que ver con las gigantescas maquinarias de la Feria del Libro en Frankfurt o el Salón del Libro de París, dos encuentros de orden industrial y comercial. No en balde el Salón del Libro se lleva a cabo en el mismo Palacio de Exposiciones, donde se suceden los salones de agricultura, automóvil, electrónica y otras tecnologías.
El encanto de la plaza de Saint-Sulpice durante los primeros días del verano, en el seno de la rive gauche de París, no es nunca más hechicero. A la sombra de los árboles, alrededor de la fuente, en la terraza del célebre café de La Mairie, los paseantes abren los libros, escuchan a un poeta leer sus versos, se reconocen, se saludan sin ver pasar el tiempo durante las largas horas del atardecer.
Crucero de todos los encuentros posibles, entre el jardín de Luxemburgo y los muelles del Sena, Ƒno es acaso el lugar ideal para instalar este extraño encuentro: un mercado de la poesía? Es necesario comprender aquí la palabra ''mercado'' en su acepción tradicional, a la manera de un mercado de barrio, en el que las vituallas, carnes, verduras, quesos, cremas, chorizos, pescados, flores y frutas son expuestos ante los ojos de los clientes que vienen a adquirir sus provisiones.
Así, Ƒla poesía se ofrece como una mercancía ordinaria, un producto de más en venta, envuelto y, de ser posible, vendido? Sin duda ésa es la verdadera apuesta de los organizadores: sacar a la poesía de su torre de marfil y ponerla simplemente en la calle. Algunos aprecian, otros gritan y se escandalizan del sacrilegio. Pero, en una sociedad que se ha vuelto por completo mercantil de un extremo al otro de la Tierra, Ƒqué podría significar aun este término ''sagrado'' amenazado por un ''sacrilegio''?
Todo está en venta, todo se intercambia, sólo varía la cifra de negocios, según se trate de un barril de petróleo o un volumen de poemas. En la plaza de Saint-Sulpice los pequeños artesanos editores no poseen precisamente el perfil de los banqueros del G-8; parecen alegres, de buen humor, pero deben administrar sus cuentas si quieren sobrevivir. Ultimos de los mohicanos, hay un aspecto de reserva india en los héroes de este acto veraniego. Es sublime, vagamente patético, convivial y amargo. El vino tinto fluye con abundancia, la tradición es respetada.
Esta simpática manifestación se desarrolla durante la misma época en que tiene lugar la fiesta de la música, cuando comienza el verano y ofrece todas las calles de la ciudad a músicos profesionales como aficionados. Pero sin duda no estaríamos en Francia si la polémica no hubiese surgido de inmediato: Ƒfiesta de la música o desencadenamiento del ruido? ƑCelebración de la poesía o prostitución de la palabra exhibida en las aceras? Estas cuestiones tan graves parecen más ligeras a la tercera copa de vino. El dios que preside estas fiestas bien podría ser Baco, mientras las nueve musas dan la impresión de danzar una ronda algo caótica.
Uno espera ver aparecer, a la vuelta de uno de los corredores que se forman entre las cabañas que alojan el mercado de la poesía, la silueta titubeante de Paul Verlaine, seguida por los sarcasmos de Arthur Rimbaud. ƑQué habrían pensado del nuevo giro que han tomado las cosas? Porque si, en gran parte, son los verdaderos progenitores de estos hijos que circulan en la plaza, no es seguro que hayan previsto el nacimiento de una familia tan numerosa. La ironía de la historia pretende que los padres no reconocen nunca a sus hijos.