Carlos Bonfil
Detrás del sol
Desde el clásico del cinema novo brasileño, Vidas secas (1963), de Nelson Pereira dos Santos, hasta el éxito internacional de Walter Salles, Estación central, nominado al Oscar en 1998, el tema del sertón (sertao), desierto al noreste del país, ha sido una constante, casi una obsesión, en numerosas ficciones, fábulas y metáforas políticas, entre las que también destaca Paisajes de la memoria (Memorias do sertao, 1997), de José Araujo. En El diablo y el buen Dios en la tierra del sol (1963), Glauber Rocha afirmaba incluso que en esa región olvidada de Brasil el mar bien puede convertirse en desierto, y el desierto en mar. Ese territorio hostil es ahora el escenario de una tragedia social en la cinta más reciente de Salles, Detrás del sol (Abril despedazado, su título original, más sugerente). Basada en un relato del escritor albanés Ismail Kadaré, la cinta narra una historia de rivalidades tribales, con dos familias, los Ferreira y los Breve, enfrentadas a lo largo de generaciones por disputas territoriales. Las diferencias se resuelven a punta de escopeta y cada caído reclama la venganza puntual en la piel de un miembro de la familia enemiga. Fatalidad ancestral exacerbada por el fanatismo religioso, supersticiones plagadas de simbolismos -una ejecución a la hora señalada, en la luna llena siguiente, condicionada por el viraje de la sangre al color amarillo en una camisa tendida al sol, la prenda del ajusticiado, el recordatorio del honor familiar ultrajado. Y una regla más: "No cobrarás más sangre de la que perdiste", por lo que la justicia familiar se obliga a ser selectiva, inclemente y exacta.
Walter Salles ofrece aquí lo que en un inicio semeja una cinta áspera y violenta, distante en muchos aspectos de su experiencia anterior, Estación central. Era fácil en aquella cinta sucumbir al encanto del niño en busca de su padre por un territorio hostil; en Detrás del sol, otro niño, Pacú, encarna un personaje trágico más complejo, encaminado por amor fraternal a la autoinmolación y a la evasión poética. El y su hermano Tonho (Rodrigo Santoro) son protagonistas involuntarios, víctimas expiatorias, de un autoritarismo patriarcal que se empeña en mantener viva una tradición de venganza. La obstinación del padre su vuelve exasperante, la abnegación materna y la obediencia filial, convenciones melodramáticas que remiten a una experiencia como El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein. La acción se sitúa sin embargo en 1910, por lo que el cliché aparente es apenas reflejo de una realidad aún más dramática, la de un atraso cultural sólo comparable a la miseria imperante, y una ley del talión y una sucesión de desventuras tribales inspiradas en la tragedia griega -familias de Atridas en un páramo inexpugnable-, o en algún drama shakespeariano.
El contrapunto de esta fatalidad es, sin embargo, una historia de amor bastante inocua. Tonho, el joven condenado a un desenlace trágico, descubre la llegada providencial -deus ex machina, Angel de fuego (Rothberg, 1991)- de una joven lanzallamas, estrella de un circo ambulante, que con su entrega amorosa podría derribar la fatalidad ancestral. Se consuma entonces la fatalidad verdadera: la cinta de Salles, que prometía mayor complejidad, y una fuerza y un lirismo semejantes a los de Lavoura arcaica (A la izquierda del padre, 2001), portentoso drama familiar de Luiz Fernando Carvalho, se vuelve un melodrama de emociones fáciles y desarrollo previsible. Como si al lado de una solvencia narrativa innegable y una limpieza estilística tuviera que afirmar el realizador su corrección política y el maniqueísmo tranquilizador que garantiza el exitoso acceso a los festivales internacionales de cine.
El tema que maneja aquí Walter Salles -el sertao, espejo de desarraigo cultural y de miserias sociales-, tema vigoroso en el cine brasileño desde hace 40 años, y con raíces todavía más lejanas, es más interesante que las románticas conclusiones a las que llega el director al término de ese manejo. El estupendo trabajo de fotografía de Walter Carvalho padece el lastre de los acrobáticos efectos que enfatizan la perfecta comunión de dos almas. Y es que transitar de Vidas secas a un remedo de La laguna azul hollywoodense no puede ser estimulante largo rato, por mucho que la actriz Flavia Marco Antonio rivalice en belleza con Brooke Shields y el galán Rodrigo Santoro con cualquier García Bernal de exportación instantánea. En varias ocasiones Salles ha refrendado el vigor de su oficio, si no siempre la originalidad de su inspiración poética. El también autor de Tierra extranjera y El primer día es sin duda uno de los talentos más interesantes del cine brasileño actual, y una personalidad por lo demás fascinante: director, empresario exitoso y generador de proyectos propios y ajenos siempre sorprendentes, como la biografía del Che Guevara, próxima cinta suya, protagonizada precisamente por Gael García Bernal. A la luz de los arrebatos lírico-sentimentales de su cinta más reciente, cabe esperar del guerrillero sallesiano absolutamente todo.