Bárbara Jacobs
El impulso del arte
Para desatorarse hay entre escritores una variedad de recursos. Cervantes se desdobló y entró a su estudio en la figura del amigo que lo ve cabizbajo y le pregunta qué le pasa. El se abre de pecho y le confía que no sabe cómo presentar la historia de su personaje pues, aparte de que lo cree sin gracia, no lo llenó de saber (ni a la historia en sí misma tampoco) como para que a la hora de presentarlos pudiera justificarse con citas de grandes poetas y filósofos, como hacen otros escritores en los prólogos a sus propios libros.
Te creía inteligente -se burla de él su amigo-; pero ahora me doy cuenta de que eres un tonto. Lo único que tienes que hacer es inventar las frases que quieras y atribuírselas a nombres sonoros. ƑPor qué te ahogas en un vaso de agua? Para cuando te descubran, si es que, tu libro ya estará circulando y nadie va a venir a cortarte las manos por tu ocurrencia o fechoría o como quieras llamarla, Ƒo temes que sí?
La cosa es que el zarandeo, aunque imaginario y autoinfligido, desatoró al ya de por sí Manco de Lepanto. Es más, referirlo, construyó el prólogo que tenía atorado. En él, confiesa lo que nos ocurre a otros atorados, cómo muchas veces tomó la pluma y la dejó, "por no saber qué escribir", por ejemplo; o formula su súplica de una manera tan poética que, por más que el contenido sea dramático, dadas las circunstancias artificiosas de la situación en la que la escribe, resulta más bien melodramática y en todo caso a lo que mueve es a risa. Dice: "ƑDe qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?"
Bueno, ese es Cervantes. Corriendo en el tiempo y saltándome unas cuantas épocas, me encuentro con un Somerset Maugham también atorado que, para justificar la publicación de su propio diario dedica la mitad del prólogo a hablar del de Jules Renard; una cuarta parte a establecer las diferencias entre los diaristas ingleses y los franceses, para, por fin, quedarse apenas con unos cuantos párrafos para sí mismo. En el camino, sin embargo, establece uno que otro principio del arte de escribir tan sabios que detenerse en ellos desatoraría hasta a los desatorados.
Por elegir uno, hablaré del de la pasión. Maugham sostiene -y a ver quién lo desmiente- que la clave para que un escrito funcione es cargarlo de pasión, así sea la del odio. Se dice fácil; pero, a ver, atrévete a dejar que se desate en ti la emoción que de verdad te mueve a contar una historia determinada, y cárgala de ella. Si la historia es sobre tu mamá, digamos, y la emoción que te lleva a contarla es el odio, quiero verte en acción. Pero también quiero ver qué cosa muerta escribirías si no le infundieras la emoción verdadera que te llevó a componerla. Es más, lo que te desatoraría no sería sino que te atrevieras a reconocer cuál es la pasión que te impulsa a escribir algo determinado; reconocerla, claro está, y dejar que tu pluma sea guiada por ella. Fácil. Pero pon en duda que desatora, a ver.
Otro que relata el proceso de un buen desatore que experimentó es Truman Capote, en uno de sus últimos libros. Qué énfasis hace en lo que significa arriesgarse: y en cómo desatora. No habla de escritura automática, porque detrás de cada línea que él escribió había años de preparación y de riesgos puestos en práctica. Pero sí habla de respirar profundo y atreverse, cosa que desatora; por lo menos, al que tiene algo que decir. Este quita disfraces y entrega el potencial completo, o lo que compone nace muerto. Propone tener a mano todos tus colores -es decir, todas tus habilidades- para mezclarlos o, cuando convenga, aplicarlos simultáneamente. Se atreve a pasar de la ausencia del escritor en lo que escribe, a su presencia central; pero, para resumir lo que traía en la cabeza como método para desatorarse, citaré las palabras a las que él mismo recurre, y que son de un personaje de Henry James: "Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la locura del arte", especie de resignación; pero mecha. Es decir, encendida; mecha encendida.