MAR DE HISTORIAS
CRISTINA PACHECO
Seguro de vida
A las nueve de la noche sería la ceremonia de premiación. Media hora antes mis colegas y sus familias intercambiaban saludos y presentaciones en el vestíbulo del teatro. El doctor Riquelme iba de un grupo a otro explicando lo que todos sabíamos:
-Nuestro auditorio está en remodelación y preferimos dar los reconocimientos aquí. Es un teatro amplio, agradable; pero desde luego el año que entra regresaremos a nuestra guarida.
El doctor Riquelme pronunciaba la última palabra con un dejo gracioso que hacía reír, sobre todo a los ajenos al gremio. Posesionado de su papel de anfitrión, un minuto antes de la hora convenida nos invitó a ocupar nuestros lugares.
Durante unos segundos se escucharon pasos, risas y felicitaciones. De pronto se apagó la luz. Se oyó un clamor de asombro y cesaron los flashes de las cámaras. El doctor Riquelme, a punto de entrar en la sala, se dirigió al recepcionista:
-ƑQué sucede?
-Lo siento, doctor: siempre que llueve se nos va la luz.
Para deslindarse de toda responsabilidad y demostrar que estaba listo a resolver emergencias, el recepcionista encendió una lámpara de pilas. La lucecita provocó aplausos y risas. El empleado se sintió fortalecido y aseguró que en unos minutos se normalizaría la situación.
-ƑCuántos? -insistió Riquelme.
En vez de responder directamente el empleado ordenó:
-Marcial: echa a funcionar la planta y diles a aquellos que se traigan las velas y todo lo demás.
-šQué romántico! -dijo la doctora Pavía, generosamente maquillada.
Alguien cantó: "Con el apagón / qué cosas suceden..." Nuevas risas. Dos empleados del teatro se apresuraron a distribuir las velas. Otros dos aparecieron con charolas sobre las que tintineaban copas de vino blanco. El doctor Riquelme lució su ingenio:
-Con este servicio creo que definitivamente nos olvidamos de la guarida-. Levantó una copa y brindó: -šPor el apagón y por los galardonados!
A los cinco minutos nadie parecía recordar la ceremonia. Una señora lamentó no haber llevado alguna prenda de abrigo. Un caballero le ofreció su saco. La joven a mi derecha hablaba por el celular: "No es mi culpa que esté lloviendo y se fuera la luz". Me alejé para no seguir escuchando la incómoda explicación.
En medio de las conversaciones cruzadas escuché una frase que me estremeció:
-ƑPodría ayudarme con algo? Mi esposo murió y no tengo dinero para el entierro.
Antes de volverme reconocí la voz asordinada y metálica que había oído semanas antes a las puertas del hospital. La mujer llorosa, vestida de luto, también me reconoció. Pero lejos de intimidarse le reiteró su petición al doctor Juárez. Vi a mi colega sacar un billete de la cartera y disculparse:
-Lo siento. No traigo más.
La viuda tomó el billete, se persignó con él, lo ocultó en su seno y se alejó despacio rumbo a la salida. La señora Juárez se acercó a su esposo:
-ƑQué quería esa mujer?
-Dinero para enterrar a su marido-. Suspiró: -Pobre gente.
La luz se encendió de nuevo. Hubo júbilo y confusión entre la concurrencia. Desde la puerta la viuda me sonreía. Interpreté el gesto como una invitación y, con el pretexto de buscar algo en mi automóvil, salí tras ella.
II
La viuda caminaba pegada a la pared. Sus sandalias de plástico producían un rumor provocativo sobre el piso mojado. Cruzó frente a una farmacia. La luz que salía del local hizo brillar las gotas de lluvia en su cabello negro y crespo. Atravesó la calle de prisa. Pensé que huía y corrí tras ella. Al sentirme cerca, sin volverse a mirarme, susurró:
-Está lloviendo más y no quiero que se le moje el trajecito.
No supe qué contestarle y la seguí avergonzado, como un estudiante decidido a disfrutar por vez primera el amor mercenario. La lluvia arreció y sin ponernos de acuerdo entramos en una fonda.
Quedé de espaldas a la calle. No tenía más alternativa que mirar el rostro ancho y oscuro de la viuda. Ella esperó a que una joven malhumorada dejara sobre la mesa verde las tazas de café. Le ofrecí la azucarera de plástico:
-No tomo. Tengo alta el azúcar-. Leyó mis pensamientos y agregó: -Debo cuidarme mucho. Mis hijos me necesitan.
Era casi la misma frase que había utilizado semanas antes, la noche en que me abordó a las puertas del hospital. Cuando se me acercó y escuché su murmullo supuse que me ofrecía su cuerpo. Me costó trabajo entender que sólo aspiraba a venderme una parte de él:
-Doctor: piense que hay muchas personas que esperan un trasplante. Si vendo uno de mis riñones tendré dinero para las medicinas de mi esposo. Está muy mal: necesita que lo operen de urgencia porque si no...- Gimió unos instantes. -No lo hago nada más por Antonio. Pienso en mis hijos: ellos lo necesitan.
No recuerdo lo que le dije aquella noche. Le entregué cincuenta pesos y me alejé dolido, incapaz de procesar su historia.
III
Bebimos el café en silencio, evitando mirarnos. Al fin ella habló de nuevo.
-Le agradezco que no haya dicho nada. -Sacó de su bolsa el billete que le había dado el doctor Juárez y, con desánimo, lo asentó en la mesa: -Cincuenta pesos.
-Nada por el entierro de un marido-. Para demostrarle que había descubierto sus artimañas, agregué: -Recuerde que aquella noche le di lo mismo por un solo riñón.
La viuda empujó el billete hacia mí:
-Tómelo, ya no le debo nada.
-Discúlpeme, no quise ofenderla-. Actué como si fuera yo quien debía justificarse: -La pésima situación económica está llevando a la gente a cometer locuras, cuando sería mejor que buscaran empleo. Usted es fuerte, joven, Ƒpor qué no...?
-Me juzga y apenas me conoce.
Intenté defenderme:
-Sé de usted lo suficiente: que vive de sorprender incautos. Y lo hace muy bien: me impresionó mucho que quisiera venderme su riñón. Pensando en lo que podría sucederle, aquella noche no dormí. Nunca imaginé volver a verla, y menos utilizando como pretexto el entierro de su esposo para sacar dinero. šQué repertorio!
Sus ojos se humedecieron. Yo estaba decidido a no dejarme conmover y sonreí con ironía:
-Esta vez, Ƒqué?- Le hablé más bajo: -ƑVa a inventarme que su madre está tendida? ƑCuánto cree que sacará con esta nueva historia?
Echó la cabeza hacia atrás y me miró sombría:
-Lo de mi esposo es cierto: Antonio murió.
-ƑCuándo?
-Tres días después de que lo abordé a usted afuera del hospital-. Suspiró: -Sacrificó su vida por la fábrica. Cuando se enfermó lo mandaron a descansar a la casa. šUn pretexto para echarlo! Luego no le dieron ni un centavo para las medicinas. Antonio se fue sin saberlo. El primer viernes que me mandó a pedir un préstamo, su jefe ni siquiera me recibió. Decírselo a mi viejo hubiera sido como matarlo. Entonces se me ocurrió lo del riñón. Conseguí trescientos en la calle. Le dije a mi esposo que cada semana le mandarían de la fábrica esa ayuda. Llorando, llamó a sus hijos: "Vean: los patrones no me fallan. Así me agradecen los veintitrés años de trabajo honrado. Aprendan la lección".
-ƑQué dirían esos muchachos si supieran que usted pide...?
-Lo saben y están orgullosos de que su padre, hasta después de muerto, siga dándonos todo lo que necesitamos.