Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 24 de junio de 2002
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Cultura
Hermann Bellinghausen

Zap Mama

Ella inventó un modo de cantar, en la corolatura más líquida de las aves del campo y el tamborileo constante de sus cuerdas vocales en acto de gemir, exhalar, o gruñir con scat, como gorila.

Un manotazo suyo desbanda del cieno opaco mantos de mariposas blancas, en un ahuyentar también flotillas de moscos, los capullos indecisos, las rémoras del bosque y hasta los zánganos, tan a gusto en los panales. Un manotazo de su lengua.

Termina la tarde en el celeste concentrado de las alas en escuadra de las ocas. Las garzas estallan a su paso.

¿Su forma de imponer silencio?: carraspea grave, contralto en tono bajo, matrona asfixiándose de vieja en sus cavernas. A partir de entonces, a ver quién se atreve a toser, estornudar. Carraspear. Tercera llamada. Oscuridad.

Un reflector cae en columna sobre el escenario. Un micrófono se cuelga del halo de luz. Una armónica campirana y nostálgica sale de ella, naciendo a la noche teatral en un solo de labios. El reflector acoge de pronto los contornos rojos de una boca. Todos saben de quién esa voz. Esa boca. Aplauden.

Ella los y las conduce adonde dominan las visiones en conjunto, ayudada de las palabras que canta y cómo resuenan en la bóveda de la Tierra. Del arrullo al tango, parece desinflarse bandoneónica, recupera el resuello en tempo y exhala las constelaciones que a la noche le venían faltando.

Viene la parte irónica de su repertorio y acumula gorgoritos de la pena que causa, en réplica a todas las penas que siente. Africa para aficionados. Y la audiencia aprende dolor. Bruselas quedó atrás. Europa se ha vuelto peligrosa.

Se está burlando de ellos; a esta gente le gusta que la traten así; aplauden, silban, realmente se excitan. Qué raros son los caminos del placer.

Ríe, y canta sin quién la detenga. Atacada de Babel con la garganta más clara, se arroja a un torbellino de lenguas. Otras voces saludan desde su propias selvas, comparsas que en el dique revientan y ella las traga, las evapora, clorofila y espuma. Contra el espejo de mano que extrae de un pañuelo blanco vuelve vaho al coro gemelo que la acompaña.

De las antenas de transmisión brotan columnas de humo y de pronto, en las más insospechadas esquinas se manifiesta el fuego. Los escuchas no se la acaban de gusto; los más afectados, deliran.

Ella zumba el güiro de la cadera izquierda, luego la derecha, con lengüetazos de fuego real que llegan por todas partes a un tiempo. Menea las caderas y el tiempo en llamas se prolonga inadvertido.

El teatro al aire libre soporta un público en vilo. Las luciérnagas en el prado, atónitas de la danza de voz que la noche contempla, son las únicas creaturas que entienden. ¿Es suficiente el estruendo de violines y violas apagafuegos que la viene a socorrer pues ella, como canta, no se ha percatado del incendio?

Acude el blues a sus venas azules, si acaso no ha sido todo, a fin de cuentas, distintas formas de cantar blues. Destaca ahora su mímesis del saxo con la alta fidelidad estereofónica de una guacamaya reina, digitalizada.

Los escuchas siguen demasiado embriagados de ella para reaccionar, así que el último aplauso corre a cargo de las luciérnagas, que se arremolinan y parten a otro lugar de la noche.

Ella, que inventó un modo de cantar en la coloratura más líquida, calla al llegar arriba. Su canto no disminuye, no decae, no pierde fuerza: simplemente desaparece. Y en el halo del reflector sobre el escenario cae su pañuelo, vacío y lento.

(Transmigrada como sólo pueden los espíritus libres, a la misma hora, en otra latitud del planeta, ella aparece entera de cuerpo y voz ante otra audiencia.) Comunidad en sí misma, la música no tiene fronteras ni conoce final.

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