Arundhati Roy
Juegos veraniegos con bombas atómicas
Cuando India y Paquistán condujeron sus pruebas
nucleares en 1998, incluso aquellos de nosotros que las condenamos, repudiamos
la hipocresía de las potencias nucleares occidentales. Implícita
en su denuncia de las pruebas estaba la noción de que a los negros
no puede confiárseles la bomba. Ahora nuestros gobiernos nos dan
el espectáculo de verlos competir por confirmar esta creencia.
Conforme las familias de diplomáticos y turistas
desaparecen del subcontinente, manadas de periodistas arriban a Dehli.
Muchos me llaman. "¿Por qué no has abandonado la ciudad?",
preguntan. "¿Qué, la guerra nuclear no es una posibilidad
real? ¿No es Delhi un objetivo prioritario?" Si existen armas nucleares,
la guerra atómica es una posibilidad real. Y Dehli es un objetivo
prioritario. Sí lo es. Pero adónde ir. ¿Es posible
irse a otra parte y comprarnos otra vida porque ésta no resulta?
Si me voy, y resulta que todo y todos -cada amigo, cada
árbol, cada hogar, cada perro, ardilla y pájaro que he conocido
y amado- son incinerados, cómo voy a seguir viviendo. A quién
voy a amar. Quién me amará a mí. Qué sociedad
me recibirá y me permitirá ser la vándala que soy
aquí, en mi casa.
Así que nos quedamos. Nos apretujamos para estar
juntos. Nos damos cuenta de todo lo que nos queremos. Y pensamos: qué
vergonzante sería morir ahora. La vida es normal sólo porque
lo macabro se ha vuelto normal. Mientras esperamos que llegue la lluvia,
el futbol y la justicia, los viejos generales y los ansiosos jóvenes
se clavan en las charlas televisivas en las que se discuten las posibilidades
de resistir un primer ataque, o un segundo ataque, como si se tratara de
un juego de mesa.
Mis amigos y yo discutimos Profecía, el
documental que narra los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki. La centella.
Los cuerpos que flotan taponeando los ríos. Los vivos sin piel y
sin cabello. Los niños chamuscados, todavía vivos, con sus
ropas adheridas al cuerpo. La espesa y negra agua tóxica. El aire
ardiente. Los cánceres, implantados genéticamente, como misiva
maligna a los que están por nacer.
Recordamos especialmente al hombre que se derritió
en los escalones de un edificio. Nos imaginamos así. Como manchas
en la escalera. Imagino a las futuras generaciones de escolapios enmudecidos
que señalan la mancha que fue alguien que escribía. No ella
o él: eso.
Pido disculpas si mis pensamientos divagan o son inconexos,
no siempre valiosos, con frecuencia ridículos.
Pienso en un perro, mezcla de razas, que conozco. Cada
una de sus patas es de color diferente. ¿Se convertirá también
en una mancha radiactiva en la escalera? Mi esposo escribe ahora un libro
sobre árboles. Tiene una sección que habla de cómo
se polinizan los higos. Para cada higo existe una avispa especializada.
Hay cerca de mil diferentes especies de avispas del higo. Cada una de ellas
entraña una sincronía precisa, exquisita, producto de millones
de años de evolución. Todas las avispas del higo serán
calcinadas por la radiación. Zzzz. Ceniza. Y mi marido. Y su libro.
Una amiga muy querida, activista del movimiento contra
las represas del valle del Narmada, está en huelga de hambre indefinida.
Hoy se cumple el decimocuarto día de su ayuno. Ella y otros que
ayunan con ella se debilitan rápidamente. Protestan porque el gobierno
derriba con bulldozers las escuelas, tala y roza los bosques, arranca las
bombas de agua, todo para forzar a la gente de las comunidades a que se
quiten, para que se construya la presa de Man. La gente no tiene adónde
ir. Por eso la huelga.
Qué acto de fe y esperanza. Cuánta valentía
entraña creer que en un mundo como el actual quedará registro
de una protesta no violenta, razonada, que se argumentó. Cuánta
valentía en creer que importará. Pero, ¿importará?
Para gobiernos que se hallan a gusto con un mundo muerto, qué les
significa un valle muerto.
El umbral del horror está atornillado tan arriba
que nada menos que el genocidio o la perspectiva de una guerra nuclear
amerita mención. La resistencia pacífica es tratada con desprecio.
El terrorismo es lo real. El principio que subyace a la guerra contra el
terrorismo, la mera noción de que una guerra es la solución
aceptada contra el terrorismo, ha permitido que los terroristas del subcontinente
asiático tengan ahora el poder de hacer estallar una guerra nuclear.
El desplazamiento forzado, la hambruna, la pobreza, las
enfermedades y la carencia de techo y tierra son ahora la parte divertida,
asuntos de tira cómica. Nuestro ministro del interior afirma que
Amartya Sen lo tenía todo mal -la clave del desarrollo de la India
no es ni la educación ni la salud, sino la defensa (y que no se
nos olviden los embutes, ay, bienamado).
Tal vez lo que realmente quiso decir es que la guerra
es la clave para distraer al mundo del fascismo y el genocidio. Para evitarse
el trabajo de lidiar con los asuntos de gobierno que son urgentes y necesarios
de resolver.
Para los gobiernos de India y Paquistán, Cachemira
no es un problema: es su solución perenne y espectacular. Cachemira
es el conejo que sacan del sombrero cada vez que necesitan un conejo. Por
desgracia se trata ahora de un conejo radiactivo, y se les está
saliendo de las manos.
No hay duda, en Cachemira hay un terrorismo transfronterizo
patrocinado por Paquistán. Pero hay otros hijos del terror en ese
valle. Existe un incipiente vínculo entre militantes jehadis,
ex militantes, mercenarios extranjeros y locales, mafiosos del bajo mundo,
fuerzas de seguridad, traficantes de armas, políticos y funcionarios
corruptos a ambos lados de la frontera. También hay elecciones amañadas,
humillación cotidiana, desapariciones y la escenificación
de "encuentros".
Y ahora el grito llega a hasta el corazón de la
patria: India es un país hindú. Puede asesinarse a los musulmanes
bajo la benigna mirada del Estado. A los asesinos en masa no se les somete
a la justicia. De hecho, algunos harán campaña para las elecciones.
¿Es India un país hindú en el corazón de la
patria y uno secular en los bordes? Entre tanto, la Coalición Internacional
Contra el Terror hace la guerra mientras predica restricción. Mientras
India y Paquistán están a punto de desangrarse uno a otro,
muy en silencio la coalición tiende gasoductos, vende armas y hace
negocios. (Compre ahora, pague después.) Gran Bretaña, por
ejemplo, está muy ocupada armando a ambos bandos. La misión
de "paz" emprendida por Tony Blair fue en realidad un viaje de negocios
para discutir un trato de mil millones de libras esterlinas (y que no se
nos olviden los embutes, ay, bienamado) para venderle cazabombarderos Hawk
a la India. Grosso modo, por el precio de uno solo de estos bombarderos,
el gobierno podría proporcionar agua potable a uno y medio millones
de personas.
"¿Por qué no existe un movimiento pacifista?",
me preguntan ingenuamente los periodistas occidentales. Cómo puede
haber un movimiento en favor de la paz cuando para la mayoría de
la población en la India la paz significa una batalla cotidiana:
por alimento, agua, refugio, dignidad. Por otro lado, la guerra es asunto
de profesionales que pelean allá lejos en las fronteras. Y una guerra
nuclear -bueno, eso está fuera del ámbito de comprensión
de la mayoría de las personas. Nadie sabe lo que es una bomba atómica.
A nadie le importa explicarlo. Como dijo el ministro del Interior, la educación
no es una prioridad apremiante. Una parte de mí se siente agradecida
de que la mayoría de la gente no tenga ni idea de los horrores de
la guerra nuclear. Por qué tendrían que sufrir con el terror
anticipado de un holocausto nuclear. Y no obstante, es esta ignorancia
lo que hace de las armas atómicas algo muy peligroso aquí.
Es esta ignorancia lo que hace del concepto de "disuasión" un terrible
chiste.
La última pregunta que todo periodista visitante
me formula es: "¿Está usted escribiendo otro libro?" La pregunta
es una burla. ¿Otro libro?, ¿ahora? ¿Cuando pareciera
que toda la música, el arte, la arquitectura, la literatura -la
totalidad de la civilización humana- no vale nada para las fieras
que controlan el mundo? ¿Qué clase de libro podría
yo escribir?
No es sólo el millón de soldados en la frontera
que viven en una alerta pendiente de un cabello. Somos todos nosotros.
Eso es lo que hacen las bombas atómicas. Las usen o no, violan todo
lo que es humano. Alteran el significado de la vida misma.
Por qué los toleramos. Por qué toleramos
a estos hombres que usan las armas nucleares para chantajear a toda la
raza humana.
Arundhati Roy es autora de El dios de las cosas pequeñas,
novela ganadora del prestigiado Booker Prize. Su libro más reciente,
The algebra of infinite justice, Viking Penguin Books, 2001,
es una colección de ensayos que documentan los proyectos, la corrupción
y las entretelas de la construcción de megaproyectos, en particular
las represas, y los efectos sobre la vida de las comunidades campesinas
en el valle de Narmada, India. El texto es producto de una conversación
transmitida en el programa Today, por la estación Radio 4,
de la BBC de Londres, que accedió a su publicación en La
Jornada.
Traducción: Ramón Vera Herrera