Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 22 de junio de 2002
  Primera y Contraportada
  Editorial
  Opinión
  Correo Ilustrado
  Política
  Economía
  Cultura
  Espectáculos
  CineGuía
  Estados
  Capital
  Mundo
  Sociedad y Justicia
  Deportes
  Lunes en la Ciencia
  Suplementos
  Perfiles
  Fotografía
  Cartones
  Fotos del Día
  Librería de La Jornada
  Correo Electrónico
  Búsquedas
  >


 

Política
Ilán Semo

Política y memoria

Si se les compara con las revoluciones de los siglos XVIII y XIX, las transiciones políticas que se escenificaron en las últimas dos décadas del siglo XX resultaron comedidas con el pasado. En 1789, Robespierre inauguró un método devastador para asegurar el paso del régimen monárquico a la República: la guillotina.

 Hegel se inspiró en este regicidio para cifrar la apología más sombría que acompañó a los modernos a lo largo de su historia: "La violencia -escribió el filósofo alemán- es la partera de la historia". En 1917, los bolcheviques hicieron suya la fórmula, sólo que cometieron no un juicio sino un crimen: la ejecución de la familia Romanov urdida en el clandestinaje.

La Revolución Mexicana, debe reconocerse, fue menos radical y más tolerante con los representantes del antiguo régimen: los envió al exilio. Porfirio Díaz optó por acabar sus días en París, y dos años más tarde, Victoriano Huerta hizo lo mismo en Estados Unidos.

Nada de eso sucedió en las complejas y relativamente pacíficas transiciones que se inauguraron con el derrumbe del franquismo en los años 70. Franco murió de vejez, y el franquismo se replegó para transformarse en una derecha que desde entonces admite el juego democrático, y que hoy encabeza Aznar. Desde entonces, las transiciones políticas contemporáneas cifran no sólo nuevos procedimientos para propiciar el cambio de mentalidades y estructuras, sino que, a su manera, despliegan una refutación de esa historia que desde la revolución francesa entendió el acceso al futuro como una aplicación sistemática de la glorificación de la violencia social.

En América Latina los intentos más notables por ajustar cuentas con el pasado transcurrieron en Argentina y Chile. A primera vista sus resultados no parecen esenciales. Sin embargo, no es casual que los militares argentinos no jueguen hoy el terrible papel que desempeñaron tradicionalmente durante las graves crisis que afectaron a ese país en el siglo XX. Tal vez su enjuiciamiento político redundó efectivamente en su descrédito como actores políticos.

En México, lo asombroso del foxismo es su radical indiferencia frente a los innumerables reclamos provenientes de los más diversos sectores de la sociedad por cifrar la legitimidad del nuevo régimen en una revisión del pasado. Los más recurrentes han sido, en rigor, cuatro: los crímenes cometidos por Luis Echeverría en 1968 y 1971; los saldos de la guerra sucia; la corrupción salinista y el origen de los gastos de la campaña electoral de Francisco Labastida durante la contienda presidencial. Otros, igual de críticos, como el Fobrapoa y la investigación de las matanzas de Acteal y Aguas Blancas, hazañas zedillistas finalmente, no parecen haber cobrado el mismo consenso en la opinión pública.

Clasificadas arbitrariamente, las demandas para reordenar la relación entre el presente y el pasado del país parecen tocar dos nudos esenciales del régimen que logró evadir o postergar la emergencia de un estado de derecho durante más de medio siglo: la violencia sistemática y paralegal que el Estado ejerció contra la sociedad y las redes profundas de la corrupción.

Desde el asesinato de Luis Donaldo Colosio tres presidentes (Salinas, Zedillo y ahora Fox) recurrieron al mismo "método" para evadir o impedir la posibilidad de fincar juicios políticos: nombrar a un fiscal especial dedicado a desactivar el proceso jurídico. A costa de repetirlo, el hecho se ha convertido en un ejercicio o una señal de desdén jurídico. En política, la mejor manera de no hacer frente a un problema es nombrar una comisión para estudiarlo; en la tramitación de justicia, la misma máxima consiste acaso en nombrar un fiscal especial.

Las atribuciones de la figura de la "fiscalía especial" son todo menos evidentes. Aislados de las redes esenciales de la estructura jurídica, subordinados al poder que de facto los nombró -el Ejecutivo- y cercados por las fuerzas a las que deben enjuiciar, los fiscales especiales registran una historia esencialmente circular: conducir al rebaño jurídico a través de la selva de las complicidades. Siempre para llegar al mismo sitio: el mutismo jurídico, la desactivación del juicio político.

Vistos desde una perspectiva formal, de los cuatro grupos de reclamos que apuntan a una revisión del antiguo régimen, hay uno al menos que no ameritaría mayor duda para ser enviado directamente a la Suprema Corte de Justicia: la investigación sobre los crímenes cometidos por Luis Echeverría en 1968 y 1971. ¿Qué más evidencias pueden aportarse sobre el caso? En los 10 años anteriores tres comisiones de la verdad, dos comisiones oficiales de legisladores y una comisión senatorial han reunido las evidencias necesarias y suficientes para iniciar al menos los procedimientos de un juicio formal. Existen además cuatro solicitudes perfectamente legales y documentadas para llevar el caso a la Suprema Corte. ¿Qué más se necesita?

El principio de impunidad jurídica fue la regla de oro que a lo largo del siglo XX privilegió al estado de cohecho sobre el estado de derecho. Todo indica que su erradicación tendrá que volver a manos de la sociedad.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
Día Mes Año