Eulalio Ferrer Rodríguez
De la mirada de La Monna Lisa a la de la Torre
Eiffel
Evidentemente, La Monna Lisa ha ascendido de manera
incontenible a la cima popular de la leyenda, entre lo divino y lo terrenal.
De La Monna Lisa puede decirse que, al igual que el Partenón
ateniense y la Venus de Milo, se ha integrado a la llamada cultura de masas
(incluso, forma parte de los iconos prestablecidos por el programa Windows
de Microsoft). Lo que era una tendencia acumulada a lo largo del tiempo,
constituye hoy un fenómeno desbordante de popularidad, a la que
han contribuido decisivamente los medios de comunicación. Es el
mito hecho rito, convocando la facultad estimulada de la gente para maravillarse
y ser maravillada. En ese punto crítico en que la fama antecede
al conocimiento y otorga a la obra de arte una pródiga serie de
bendiciones. Cuando las cosas son más creídas que sabidas,
siendo arrastradas por las fuerzas sensibles que tocan simultáneamente
las orillas del entendimiento y las de la apariencia. Cuando, también,
lo bello no sólo es causa original de la admiración, sino
producto directo de ella.
¿Dónde está la seducción mayor
de La Monna Lisa? Sin duda, en los enigmas de su sonrisa, registro
excitante de la imaginación en su vínculo con la memoria
visual. Desde el altar de su simbolismo, la sonrisa de La Monna Lisa
es la pintura misma. Un enigma dentro de otro enigma, alargando o enriqueciendo
el fondo misterioso de una obra genial que ingresaría a la historia
como la primera sonrisa del Renacimiento. No importa si la sonrisa tiene
hechizo de amanecer o aire de atardecer; si se ríe de nosotros o
está llena de melancolía; si emana de la gracia o de la malicia;
si se trata de una sonrisa mitad angelical o mitad diabólica. La
sonrisa de La Monna Lisa es, sobre todo, su mayor atracción,
desde todos los puntos de referencia. Lo que en el lenguaje moderno de
la comunicación se llama el rasgo distintivo. Es el signo inconfundible
del símbolo.
¿Qué nervio del rostro humano crea la sonrisa?
¿El secreto de ella es acaso el labio inferior, adelantándose
gozoso? ¿Es influencia de los rostros griegos, quizá de los
góticos? ¿Es una sonrisa forzada o flujo natural de un alma
satisfecha? Obra maestra del modelado y la expresión, con su aire
de santa o diosa, de princesa o reina, la sonrisa de La Monna Lisa,
con sus turbaciones y sutilezas, es la sonrisa del eterno femenino,
según algunos críticos, que ha subyugado al mundo; plena
de ternura y bondad, armonizando el movimiento de los labios y de los ojos:
es la cicatriz de una leyenda que se vuelve más misteriosa y penetrante
según el tiempo pasa y la fama crece sin cesar. Curioso fenómeno
el de esta tablita de 77 por 53 centímetros, mensajera sin fronteras
de esa delgada, leve, serena sonrisa, que se ha convertido en una de las
más intensas figuraciones del misterio de la belleza femenina. Chispa
genial, en una gestación larga y perfeccionista, de la que se desprenden
emanaciones angelicales y seductoras, vinculadas a uno de los grandes genios
del arte, Leonardo. Criatura enigmática de fulguraciones divinas,
como diría Bompanil. Universo simbólico, entre lo terrenal
y lo divino, empujando al mito, ese altar de la extendida cultura de masas
en el que las cosas son famosas por buenas y buenas por famosas, moviendo
a las muchedumbres.
Otro símbolo de la cultura de masas se encuentra
también en Francia, lo que revela la sabiduría ingeniosa
de este país para elaborar marcas históricas, en la que habría
que incluir a Napoleón. El símbolo universal a que aludimos
duplica en visitas al Museo del Louvre, donde reina desde antes La Gioconda.
Se trata de la Torre Eiffel, y quien le dio nombre fue el ingeniero Gustavo
Eiffel, en 1889, como monumento emblemático de la Exposición
Universal de París. Contra lo que pudiera creerse, no fue un símbolo
fácilmente aceptado. En un delicioso ensayo, Roland Barthes se ha
encargado de comentar y describir esa torre metálica de 320 metros
de altura, única en la Europa de entonces y desafío al que
sería el Nueva York de los rascacielos. Reproduce Barthes en su
ensayo la parte sustancial de una protesta de los artistas, firmada
el 14 de febrero de 1887, y suscrita por un grupo de intelectuales que
encabezaban Guy de Maupassant, Alejandro Dumas hijo, Charles Grounod, Leconte
de Lisle y Sulli Prudhomme. Se rebelaban contra el proyecto de la instalación,
en pleno corazón de la capital, de la inútil y monstruosa
Torre Eiffel. Una protesta rotunda con todas nuestras fuerzas, con toda
nuestra indignación, en nombre del gusto francés tan mal
apreciado, en nombre del arte y de la historia francesa... Cuando los extranjeros
vengan a nuestra exposición, exclamarán sorprendidos: ¿Este
es el horror que los franceses han encontrado para darnos una idea del
gusto del que tanto presumen? Ya erguida la Torre Eiffel, Guy de Maupassant
preferiría desayunar en el restaurant por estar situado éste
en el punto en el que no podía contemplar la torre.
Sucedería que los extranjeros no se indignaron
ante la Torre Eiffel. Por el contrario, quedaron asombrados por ella y
con sus vistas, desde el único punto ciego del sistema óptico
total del cual es el centro y París la circunferencia. Como un anticipo
del turismo masivo, los visitantes hicieron de la Torre Eiffel un monumento
de atracción mágica, inserto para siempre en el lenguaje
universal del viaje. Los franceses no tardaron mucho, contagiados quizá
por la influencia extranjera, en aceptar la Torre Eiffel y hacerla suya,
recogiendo los méritos de su constructor y las funciones utilitarias
de su obra. Según Roland Barthes, en el París de los 25 puentes,
la Torre Eiffel brota como un puente vertical, sirviéndose del espacio
para acentuar el simbolismo comunicativo del puente mismo, salvador de
distancias, unión geográfica y humana; de la tierra al cielo.
Barthes es un enamorado de la Torre Eiffel, estela consagrada al hierro,
material que resume toda la pasión del siglo balzaquiano y faustiniano.
Esta imagen radiante, en el sentido de la percepción, otorga a ésta
una propensión prodigiosa que Roland Barthes resume así:
la Torre atrae el sentido, como un pararrayos atrae al rayo; para todos
los aficionados a la significación desempeña un papel prestigioso,
el de un significante puro. La Torre Eiffel no es sólo mirada de
París, en una contemplación mutua. Es mirada del mundo, monumento
mítico. Como la mirada de La Monna Lisa. Mirada, en fin,
de la cultura de masas, en un París que la recibe y la proyecta
con todos sus privilegios y servidumbres.