Secuestrada y recluida en un manicomio
Se urdió una trama contra Gabriela Rodríguez
para declararla demente y despojarla de sus bienes
JAIME AVILES /I
Esta es la historia de Gabriela Guadalupe Rodríguez
Segovia, una mujer católica de 46 años de edad, que el 2
de noviembre de 2000 fue secuestrada, según testimonios recabados
en la capital regiomontana, por sus hermanos para ser internada en un hospital
siquiátrico de Monterrey y despojada de sus bienes.
Fuentes
cercanas al caso señalan como presuntos implicados a los empresarios
regiomontanos Alejandro, Jaime, Javier y Marcelo Rodríguez Segovia,
así como a los médicos José de Jesús Castillo
Ruiz y Ricardo Chapa Vázquez, propietarios del Centro Avanzado de
Salud Anímica (Casa) -el manicomio donde fue recluida Gabriela-,
y cuatro individuos más, cuyos nombres se desconocen, que participaron
en el plagio haciéndose pasar por agentes de la Policía Ministerial
de Monterrey.
Para internar a una persona en un hospital siquiátrico
en contra de su voluntad, sus familiares deben presentar una solicitud
a un juez acompañada de un dictamen médico, explica Gonzalo
Aguilar Zinser, del bufette jurídico Aguilar y Quevedo. Antes de
dar su autorización, el juez debe llamar a un perito médico
para confirmar el diagnóstico. En el caso de Gabriela esto no ocurrió.
Días antes del secuestro, sus hermanos emprendieron
contra ella un juicio de interdicción -así se llama el procedimiento-
en Saltillo, Coahuila, pero el juez de turno desechó la demanda.
No obstante, los Rodríguez Segovia continuaron con sus planes y
en abril de 2001, seis meses después de privar a su hermana ilegalmente
de su libertad, acudieron al juzgado cuarto de lo familiar, en Monterrey,
instancia que en agosto resolvió contra Gabriela, declarándola
demente, incapaz de cuidar de sí misma y de administrar sus bienes.
Una indagación periodística realizada
en medios jurídicos reveló que estos atropellos son frecuentes
en México, donde, en palabras de un abogado que prefirió
el anonimato, "los jueces ven a los siquiatras como dioses y les creen
todo lo que digan sin preocuparse de si es verdad". Casos ha habido, citaron
otras fuentes, en que por venganza "alguien compró a un siquiatra
y a un juez y metió tres años al manicomio a un tipo que
se negó a pagar una deuda".
Gina Batista, periodista que dedicó varios
años al seguimiento de este tipo de problemas, recordó que
hace tan sólo unas semanas "un señor al que su esposa logró
que lo declararan demente salió del manicomio, contrademandó
a su mujer y recuperó sus bienes". El individuo, añadió
Batista, "llevaba tres años encerrado, por lo que en el caso de
Gabriela, que apenas tiene un año y medio adentro, hay muchísimas
esperanzas de que aún esté mentalmente sana y pueda recobrar
su libertad".
Breve historia de Gabriela
Unica hija, que no hija única, del matrimonio formado
por Jesús Rodríguez -un próspero molinero de Saltillo
que vendió sus negocios a Maseca poco antes de morir- y Angélica
Segovia, que aún reside en la capital de Coahuila, Gabriela nació
en Monterrey el 12 de diciembre de 1955, pero siempre vivió bajo
el acoso de sus cinco hermanos varones.
Después de pasar parte de su infancia y adolescencia
en colegios privados en el extranjero, casó a la edad de 19 años
con Jaime Manuel Gutiérrez Sada, un muchacho, entonces de 22, que
pertenecía como ella al jet set del municipio regiomontano
de San Pedro Garza García, considerado, por su ingreso promedio
per cápita, el más rico del país.
Con Gutiérrez Sada tuvo dos hijos, Jaime
y Marcelo, pero se divorció en 1995, debido a los problemas conyugales
creados por él y a las presiones de sus propios hermanos, quienes
a fin de apresurar la separación de la pareja intervinieron los
teléfonos de su cuñado para grabarle conversaciones con otras
mujeres, que más tarde obligaban a Gabriela a escuchar para convencerla
de que debía formalizar la ruptura, según testimonio de Lourdes
Susana González, que estuvo internada con ella en Casa durante tres
semanas.
En el marco de la crisis conyugal, Gabriela, que desde
muy joven manifestaba tendencias depresivas -que le ocasionaron problemas
con el alcohol, del que sin embargo consiguió librarse a la edad
de 30 años-, empezó a desarrollar anorexia y se hizo adicta
al rivotril, un tranquilizante que a las pocas semanas de uso provoca dependencia.
A raíz de su divorcio -en el cual, por maniobras
legales de su ex cónyuge, perdió la custodia de sus dos hijos,
que fueron enviados a estudiar al Distrito Federal-, Gabriela obtuvo por
primera vez un empleo, en el área de participación ciudadana
del DIF municipal de San Pedro, gobernado entonces por Fernando Margáin,
actualmente senador. Corría el año de 1997.
Meses después, el municipio quedó en manos
de la señora Teresa García de Madero -hoy embajadora de México
en Canadá-, y el DIF pasó al esposo de ésta, Manuel
Madero Madero. Como la alcaldesa era tía de Gabriela, ésta
no tuvo problemas para conservar su trabajo. Un sábado a principios
de 2000, en un bar de San Pedro, Gabriela conoció a un músico
y cantante de blues, hombre de su misma edad, también divorciado,
del que se enamoró en seguida.
Alejandro Fonseca Pérez, nacido en Laredo, Tamaulipas,
en marzo de 1955, se fue a vivir con ella en marzo de 2000. Pero de inmediato,
recuerda, ''descubrí la pésima relación que tenía
con sus hermanos''. Estos, agrega, volvieron a hostigarla sin piedad, ''diciéndole
que estaba viviendo en pecado mortal, y que a ellos no les importaba lo
que hiciera en este mundo, pero iban a hacer lo imposible con tal de salvar
su alma''.
Los nuevos cuñados de Fonseca eran, desde niños,
miembros del Opus Dei, y uno de ellos, Jaime, es actualmente diácono
de esa congregación, lo que lo faculta a dar la comunión.
''A Gabi, que también es muy religiosa, le podían
muchísimo las cosas que le decía su hermano, y esto la deprimía
con gran facilidad'', apunta el músico.
El suicidio
La
noche del sábado 23 de septiembre, siempre del 2000 Gabriela y Alejandro
estaban cenando -''como a eso de las ocho, temprano, porque luego yo me
tenía que ir a tocar'', precisa Fonseca-, cuando en una mesa cercana
descubrieron a uno de los sobrinos de ella. ''Vámonos -me dijo-,
no quiero que le vaya con el chisme a mi hermano.''
Pero Fonseca no estuvo de acuerdo. Así que discutieron,
salieron de allí enojados y Gabriela regresó a su casa, donde
el mundo se le vino encima: su madre no había querido verla desde
que hizo novia del músico, sus hijos tampoco tenían contacto
con ella, sus hermanos le hacían vida imposible, y Alejandro, su
amante, su único aliado, la había mandado a volar. Así
que después de darle muchas vueltas al asunto abrió el botiquín
del baño y se tragó una farmacia.
Seis días después de la pelea, de llamarla
a toda hora, de buscarla en todos los hospitales de Monterrey ?Cristina
Colunga, la empleada doméstica, le había dicho que estaba
internada, pero que no sabía dónde?, la noche del viernes
29 Fonseca escuchó el timbre de su teléfono celular y contestó.
Era Gabriela. Estaba en la ciudad de México. Uno de sus hermanos
acababa de dejarla al cuidado del doctor Ricardo Colín, en la clínica
San Rafael, un conocido hospital psiquiátrico, que apesta a orines,
ubicado por el rumbo de Tlalpan.
''Le dijeron que la habían llevado a ese lugar
porque necesitaban hacerle unos estudios que eran imposibles en Monterrey'',
recuerda Fonseca. ''Pero nunca le hicieron nada y todo el tiempo que estuvo
nadie la visitó, ni sus hijos ni sus hermanos ni su mamá,
nadie.'' Pasados diez días, el doctor Colín, siquiatra de
amplio prestigio, la dio de alta. Sin embargo, añade el músico,
''nadie la fue a recoger. Ahí la dejaron otra semana, hasta que
otro de sus hermanos la trasladó a una casa de señoritas
del Opus Dei, una simple casa de asistencia que queda en Germán
Gedovius número 15, Circuito Pintores, en Ciudad Satélite''.
La mañana del 17 de octubre, Fonseca la encontró
en ese sitio. ''Ni siquiera tenía cuarto. La habían puesto
en un catre debajo de la escalera y la dejaron sin dinero ni tarjetas de
banco. Y nadie la iba a visitar. Yo fui a recogerla, porque ella me lo
pidió. Me dijo: 'no sé qué hago aquí, ya me
quiero ir a Monterrey'.''
El secuestro
Al día siguiente, en efecto, regresaron a la ciudad
del Cerro de la Silla. De inmediato Gabriela se reintegró a su trabajo
y su tío, presidente del DIF de San Pedro, la saludó con
una buena noticia: por su ''excelente desempeño profesional'' había
decidido ascenderla al cargo de jefa de relaciones públicas. Todo
volvía a normalizarse.
El 29 de septiembre, sin embargo, Gabriela recibió
la visita de su hermano, Alejandro Rodríguez Segovia. Fonseca estaba
presente y escuchó la conversación. ''Le dijo que de una
vez por todas terminara conmigo, que si no quería entender le iban
a quitar la casa, que no iban a permitirle que siguiera viviendo en pecado
mortal y que iban a hacer hasta lo imposible con tal de salvar su alma.
Gabriela le contestó que no le podían hacer nada, porque
la casa era de ella y que por el contrario, ella los iba a demandar. Pero
su hermano le dijo algo que se me quedó muy presente: que ellos
tenían muchas influencias y que nunca pisarían un juzgado,
cosa que hasta hoy, todavía, es cierta''.
Así estaban las cosas cuando la noche del jueves
2 de noviembre, a las 22:40, hora en que Fonseca se encontraba con Gabriela
y dos personas más, llegaron tres hermanos de ella -Jaime, el diácono
del Opus Dei, Javier y Marcelo Rodríguez Segovia- en compañía
de cuatro hombres armados que, sin identificarse, dijeron ser agentes de
la Policía Ministerial. ''Uno de ellos me apuntó con una
pistola y me obligó a salir a la calle. Desde afuera oí que
Gabi les gritaba: 'yo no me voy con ustedes si no me enseñan
la orden de un juez'. Pero de nada le valió. A la fuerza la subieron
a una camioneta y se la llevaron. A mí me dijeron que me largara
o que me iban a meter a la cárcel''.
Sólo 24 horas más tarde, ya se verá
cómo, Fonseca descubriría que Gabriela estaba en un hospital
siquiátrico llamado Centro Avanzado de Salud Anímica (Casa),
dirigido por el doctor José de Jesús Castillo Ruiz, sito
en Padre Mier 1015, esquina con Miguel Nieto, en el centro de Monterrey.
Y tiempo después averiguaría que la noche del secuestro,
al llegar a ese lugar, a Gabriela, por instrucciones de Castillo Ruiz,
le aplicaron una inyección de cinco miligramos de haldol, somnífero
muy poderoso, y que una vez drogada la condujeron a la planta alta de la
tétrica casona, de la que ya se hablará, y la encerraron
con llave en un cuarto del que, durante los próximos cuatro meses,
no habría de salir excepto para ir al baño...