Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 10 de junio de 2002
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Secuestrada y recluida en un manicomio

Se urdió una trama contra Gabriela Rodríguez para declararla demente y despojarla de sus bienes

JAIME AVILES /I

Esta es la historia de Gabriela Guadalupe Rodríguez Segovia, una mujer católica de 46 años de edad, que el 2 de noviembre de 2000 fue secuestrada, según testimonios recabados en la capital regiomontana, por sus hermanos para ser internada en un hospital siquiátrico de Monterrey y despojada de sus bienes.

Fuentes cercanas al caso señalan como presuntos implicados a los empresarios regiomontanos Alejandro, Jaime, Javier y Marcelo Rodríguez Segovia, así como a los médicos José de Jesús Castillo Ruiz y Ricardo Chapa Vázquez, propietarios del Centro Avanzado de Salud Anímica (Casa) -el manicomio donde fue recluida Gabriela-, y cuatro individuos más, cuyos nombres se desconocen, que participaron en el plagio haciéndose pasar por agentes de la Policía Ministerial de Monterrey.

Para internar a una persona en un hospital siquiátrico en contra de su voluntad, sus familiares deben presentar una solicitud a un juez acompañada de un dictamen médico, explica Gonzalo Aguilar Zinser, del bufette jurídico Aguilar y Quevedo. Antes de dar su autorización, el juez debe llamar a un perito médico para confirmar el diagnóstico. En el caso de Gabriela esto no ocurrió.

Días antes del secuestro, sus hermanos emprendieron contra ella un juicio de interdicción -así se llama el procedimiento- en Saltillo, Coahuila, pero el juez de turno desechó la demanda. No obstante, los Rodríguez Segovia continuaron con sus planes y en abril de 2001, seis meses después de privar a su hermana ilegalmente de su libertad, acudieron al juzgado cuarto de lo familiar, en Monterrey, instancia que en agosto resolvió contra Gabriela, declarándola demente, incapaz de cuidar de sí misma y de administrar sus bienes.

 Una indagación periodística realizada en medios jurídicos reveló que estos atropellos son frecuentes en México, donde, en palabras de un abogado que prefirió el anonimato, "los jueces ven a los siquiatras como dioses y les creen todo lo que digan sin preocuparse de si es verdad". Casos ha habido, citaron otras fuentes, en que por venganza "alguien compró a un siquiatra y a un juez y metió tres años al manicomio a un tipo que se negó a pagar una deuda".

 Gina Batista, periodista que dedicó varios años al seguimiento de este tipo de problemas, recordó que hace tan sólo unas semanas "un señor al que su esposa logró que lo declararan demente salió del manicomio, contrademandó a su mujer y recuperó sus bienes". El individuo, añadió Batista, "llevaba tres años encerrado, por lo que en el caso de Gabriela, que apenas tiene un año y medio adentro, hay muchísimas esperanzas de que aún esté mentalmente sana y pueda recobrar su libertad".

Breve historia de Gabriela

Unica hija, que no hija única, del matrimonio formado por Jesús Rodríguez -un próspero molinero de Saltillo que vendió sus negocios a Maseca poco antes de morir- y Angélica Segovia, que aún reside en la capital de Coahuila, Gabriela nació en Monterrey el 12 de diciembre de 1955, pero siempre vivió bajo el acoso de sus cinco hermanos varones.

Después de pasar parte de su infancia y adolescencia en colegios privados en el extranjero, casó a la edad de 19 años con Jaime Manuel Gutiérrez Sada, un muchacho, entonces de 22, que pertenecía como ella al jet set del municipio regiomontano de San Pedro Garza García, considerado, por su ingreso promedio per cápita, el más rico del país.

 Con Gutiérrez Sada tuvo dos hijos, Jaime y Marcelo, pero se divorció en 1995, debido a los problemas conyugales creados por él y a las presiones de sus propios hermanos, quienes a fin de apresurar la separación de la pareja intervinieron los teléfonos de su cuñado para grabarle conversaciones con otras mujeres, que más tarde obligaban a Gabriela a escuchar para convencerla de que debía formalizar la ruptura, según testimonio de Lourdes Susana González, que estuvo internada con ella en Casa durante tres semanas.

En el marco de la crisis conyugal, Gabriela, que desde muy joven manifestaba tendencias depresivas -que le ocasionaron problemas con el alcohol, del que sin embargo consiguió librarse a la edad de 30 años-, empezó a desarrollar anorexia y se hizo adicta al rivotril, un tranquilizante que a las pocas semanas de uso provoca dependencia.

A raíz de su divorcio -en el cual, por maniobras legales de su ex cónyuge, perdió la custodia de sus dos hijos, que fueron enviados a estudiar al Distrito Federal-, Gabriela obtuvo por primera vez un empleo, en el área de participación ciudadana del DIF municipal de San Pedro, gobernado entonces por Fernando Margáin, actualmente senador. Corría el año de 1997.

Meses después, el municipio quedó en manos de la señora Teresa García de Madero -hoy embajadora de México en Canadá-, y el DIF pasó al esposo de ésta, Manuel Madero Madero. Como la alcaldesa era tía de Gabriela, ésta no tuvo problemas para conservar su trabajo. Un sábado a principios de 2000, en un bar de San Pedro, Gabriela conoció a un músico y cantante de blues, hombre de su misma edad, también divorciado, del que se enamoró en seguida.

Alejandro Fonseca Pérez, nacido en Laredo, Tamaulipas, en marzo de 1955, se fue a vivir con ella en marzo de 2000. Pero de inmediato, recuerda, ''descubrí la pésima relación que tenía con sus hermanos''. Estos, agrega, volvieron a hostigarla sin piedad, ''diciéndole que estaba viviendo en pecado mortal, y que a ellos no les importaba lo que hiciera en este mundo, pero iban a hacer lo imposible con tal de salvar su alma''.

Los nuevos cuñados de Fonseca eran, desde niños, miembros del Opus Dei, y uno de ellos, Jaime, es actualmente diácono de esa congregación, lo que lo faculta a dar la comunión. ''A Gabi, que también es muy religiosa, le podían muchísimo las cosas que le decía su hermano, y esto la deprimía con gran facilidad'', apunta el músico.

El suicidio

La noche del sábado 23 de septiembre, siempre del 2000 Gabriela y Alejandro estaban cenando -''como a eso de las ocho, temprano, porque luego yo me tenía que ir a tocar'', precisa Fonseca-, cuando en una mesa cercana descubrieron a uno de los sobrinos de ella. ''Vámonos -me dijo-, no quiero que le vaya con el chisme a mi hermano.''

Pero Fonseca no estuvo de acuerdo. Así que discutieron, salieron de allí enojados y Gabriela regresó a su casa, donde el mundo se le vino encima: su madre no había querido verla desde que hizo novia del músico, sus hijos tampoco tenían contacto con ella, sus hermanos le hacían vida imposible, y Alejandro, su amante, su único aliado, la había mandado a volar. Así que después de darle muchas vueltas al asunto abrió el botiquín del baño y se tragó una farmacia.

Seis días después de la pelea, de llamarla a toda hora, de buscarla en todos los hospitales de Monterrey ?Cristina Colunga, la empleada doméstica, le había dicho que estaba internada, pero que no sabía dónde?, la noche del viernes 29 Fonseca escuchó el timbre de su teléfono celular y contestó. Era Gabriela. Estaba en la ciudad de México. Uno de sus hermanos acababa de dejarla al cuidado del doctor Ricardo Colín, en la clínica San Rafael, un conocido hospital psiquiátrico, que apesta a orines, ubicado por el rumbo de Tlalpan.

''Le dijeron que la habían llevado a ese lugar porque necesitaban hacerle unos estudios que eran imposibles en Monterrey'', recuerda Fonseca. ''Pero nunca le hicieron nada y todo el tiempo que estuvo nadie la visitó, ni sus hijos ni sus hermanos ni su mamá, nadie.'' Pasados diez días, el doctor Colín, siquiatra de amplio prestigio, la dio de alta. Sin embargo, añade el músico, ''nadie la fue a recoger. Ahí la dejaron otra semana, hasta que otro de sus hermanos la trasladó a una casa de señoritas del Opus Dei, una simple casa de asistencia que queda en Germán Gedovius número 15, Circuito Pintores, en Ciudad Satélite''.

La mañana del 17 de octubre, Fonseca la encontró en ese sitio. ''Ni siquiera tenía cuarto. La habían puesto en un catre debajo de la escalera y la dejaron sin dinero ni tarjetas de banco. Y nadie la iba a visitar. Yo fui a recogerla, porque ella me lo pidió. Me dijo: 'no sé qué hago aquí, ya me quiero ir a Monterrey'.''

El secuestro

Al día siguiente, en efecto, regresaron a la ciudad del Cerro de la Silla. De inmediato Gabriela se reintegró a su trabajo y su tío, presidente del DIF de San Pedro, la saludó con una buena noticia: por su ''excelente desempeño profesional'' había decidido ascenderla al cargo de jefa de relaciones públicas. Todo volvía a normalizarse.

El 29 de septiembre, sin embargo, Gabriela recibió la visita de su hermano, Alejandro Rodríguez Segovia. Fonseca estaba presente y escuchó la conversación. ''Le dijo que de una vez por todas terminara conmigo, que si no quería entender le iban a quitar la casa, que no iban a permitirle que siguiera viviendo en pecado mortal y que iban a hacer hasta lo imposible con tal de salvar su alma. Gabriela le contestó que no le podían hacer nada, porque la casa era de ella y que por el contrario, ella los iba a demandar. Pero su hermano le dijo algo que se me quedó muy presente: que ellos tenían muchas influencias y que nunca pisarían un juzgado, cosa que hasta hoy, todavía, es cierta''.

Así estaban las cosas cuando la noche del jueves 2 de noviembre, a las 22:40, hora en que Fonseca se encontraba con Gabriela y dos personas más, llegaron tres hermanos de ella -Jaime, el diácono del Opus Dei, Javier y Marcelo Rodríguez Segovia- en compañía de cuatro hombres armados que, sin identificarse, dijeron ser agentes de la Policía Ministerial. ''Uno de ellos me apuntó con una pistola y me obligó a salir a la calle. Desde afuera oí que Gabi les gritaba: 'yo no me voy con ustedes si no me enseñan la orden de un juez'. Pero de nada le valió. A la fuerza la subieron a una camioneta y se la llevaron. A mí me dijeron que me largara o que me iban a meter a la cárcel''.

Sólo 24 horas más tarde, ya se verá cómo, Fonseca descubriría que Gabriela estaba en un hospital siquiátrico llamado Centro Avanzado de Salud Anímica (Casa), dirigido por el doctor José de Jesús Castillo Ruiz, sito en Padre Mier 1015, esquina con Miguel Nieto, en el centro de Monterrey. Y tiempo después averiguaría que la noche del secuestro, al llegar a ese lugar, a Gabriela, por instrucciones de Castillo Ruiz, le aplicaron una inyección de cinco miligramos de haldol, somnífero muy poderoso, y que una vez drogada la condujeron a la planta alta de la tétrica casona, de la que ya se hablará, y la encerraron con llave en un cuarto del que, durante los próximos cuatro meses, no habría de salir excepto para ir al baño...

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