Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 8 de junio de 2002
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Política
Ilán Semo

De cómo ganar y perder rating súbitamente

Es curioso que la política más aparentemente racional, el pragmatismo, sea a la vez la más compleja de descifrar. En el siglo xx, Estados Unidos ha hecho de ella un obvio atributo de sus enigmas. Entre 1910 y 1940, las relaciones entre México y Estados Unidos son esencialmente cambiantes y, con frecuencia, explosivas. En 1911 Washington apoya el ascenso de Francisco I. Madero a la Presidencia de la República; dos años más tarde su embajador en la ciudad de México es el principal instigador del golpe de Estado en su contra. Victoriano Huerta no corrió con mejor suerte. Los envíos de armas apuntalaron a la dictadura en 1913; un año después, una escuadra de navíos de guerra llegó a Veracruz para derribarlo. Francisco Villa, la versión más cercana a un Robin Hood mexicano en las pantallas de Hollywood entre 1910 y 1915, se convierte en 1916, súbitamente, en un forajido perseguido por Pershing en la sierra de Chihuahua después del ataque a Columbus. Las relaciones con Carranza resultaron más complejas. El coahuilense sabe cómo aprovechar una circunstancia excepcional: Estados Unidos se halla atareado en diversos frentes durante la Primera Guerra Mundial. Carranza, el más conservador de los líderes de la Revolución, fija las reglas elementales de un futuro nacionalismo radical: en la negociación lo único que respeta y entiende Estados Unidos es la fuerza propia y, sobra decirlo, la capacidad y la habilidad de aplicarla. En 1920 la situación había cambiado visiblemente. Washington se halla entre los vencedores de la conflagración mundial y en México alienta la rebelión de Obregón contra Carranza. La factura no tarda en llegar. Los Tratados de Bucareli fijan, para el presidente mexicano, el otro extremo de las relaciones posibles entre ambos países: ceder antes que adentrarse en la incertidumbre. Calles comenzó su mandato con un enfrentamiento en torno al petróleo. Después impone una carta máxima: es el único que puede o sabe cómo preservar la estabilidad de una sociedad amenazada por la sombra de las rebeliones armadas. Entre 1935 y 1938 Cárdenas muestra que la variante radical del nacionalismo tiene una ventaja doble: un consenso nacional asombroso y una relación con Washington regida no por la condescendencia, sino por la negociación. Tiene a su favor otra situación excepcional: el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Entre 1940 y 1988 Estados Unidos cifra, por su influencia económica y su hegemonía política, el eje central de las relaciones de México con el mundo. También cambian las máximas que rigen a los actores en ambos países. La capacidad del gobierno -de cada uno de los gobiernos sexenales- para cobrar consenso nacional parece estar ligada no a la posibilidad del conflicto abierto, como fue para Villa, Carranza y Cárdenas, sino a una dialéctica de concesión y contención ritualizada, en la opinión pública mexicana, por la retórica del nacionalismo y la real singularidad de la política internacional de México. Incluso en esa reducida franja de autonomía, dos presidentes se descalabran estrepitosamente: Luis Echeverría y José López Portillo. Del otro lado se halla: el otro, la amenaza. A partir de 1989, Carlos Salinas de Gortari se propone lo inverosímil: pasar de las cenizas del viejo nacionalismo a un estado de partnership. En ello se basa para asesinarar perredistas, dilapidar empresas estatales y acariciar el sueño de un dominio transexenal. Lo asombroso del salinismo es la seducción que ejerce entre 1990 y 1993: el centro la absorbe y adquiere visibilidad y legitimidad en Washington. La crisis de 1995 acaba con el espejismo o la pesadilla salinista, pero no con el nuevo estatuto que ha cobrado la relación con Estados Unidos en el imaginario público de la sociedad mexicana. La campaña de Vicente Fox a la Presidencia se basa, en gran medida, en este hecho. El idilio inicial entre Bush y Fox acentúa la transformación de la percepción que se tiene en el país sobre la nueva misión del político mexicano en Estados Unidos. El sueño es efímero y dura hasta el 11 de septiembre. El viraje estadunidense que sigue al ataque a las Torres Gemelas recuerda pautas que evocan a los años 50: xenofobia, cero condescendencia con el Sur y regreso a una visión del mundo anclada en the west and the rest. Ese west es blanco y mayoritariamente protestante. Fox nunca entiende el viraje y sigue administrando la relación con EU en los términos del idilio de un partnership. Los saldos del desencuentro entre el espejismo y sus realidades se miden por su rating que no deja de caer. La (nueva) opinión pública mexicana, digamos a partir de los años 90, se mueve así de manera pendular rechazando dos extremos: la filiación simplemente subalterna y el enfrentamiento abierto. 

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