Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 3 de junio de 2002
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Atrapa el juego de azar a Monterrey

Florecen en la ciudad decenas de centros clandestinos; mujeres, principales clientes

ROSA ELVIRA VARGAS Y DAVID CARRIZALES ENVIADA Y CORRESPONSAL

Monterrey, NL. Apostarle al azar, dicen quienes se dedican a eso, es excitante. Y ganar produce una especie de descarga eléctrica que recorre el cuerpo, y eso se parece a la felicidad.

La fortuna sonríe al ganador. Además de dinero, recibe la fugaz admiración y envidia de sus compañeros de juego. No hay emoción comparable a gritar ''¡línea!'', ''¡premio!'' o ''lotería!'' Si se consiguió una vez, podrán ser otras, muchas más. Pero si en esta jugada no llegó el número o la carta de la lotería esperados, tendrá que venir en la siguiente ronda, con otro cartón o renovando el conjuro. Todo se resume en la ilusión de ganar.

Y no hay más. Esa es la lógica, el razonamiento primario de todo jugador. No hay que preocuparse ni demostrar angustia. Es el azar y contra lo que éste disponga no hay nada más que esperar en la próxima ronda. O al siguiente día.

Regresan siempre. Y las horas de la mañana, de la tarde, el día entero si es posible, transcurrirán como un pestañeo.

Por favor, que nada robe la atención. Que no suene un celular, que no aparezca un despistado o un marido iracundo buscando a su mujer. Aquí sólo se trata de ver, de no despegar los ojos del billete del juego de números o de las cartas de la lotería. ''¡Que nadie grite antes...! ¡Que el dinero sea para mí...!'', implora para sí el ávido jugador.

Día a día Monterrey desmonta su antigua fama de tacaña. Cientos de miles de pesos, quizá millones, se juegan en los centros de lotería clandestina, los tan de moda Caliente (juego de números) y los books, así como en los casinos que, se asegura, con mínima discreción han sentado sus reales en la ciudad.

Jugar, apostar y esperar un golpe de suerte tiene, sobre todo a las mujeres, inmersas en una rutina febril, compulsiva, frenética.

Y los testimonios sobran. Lo mismo apuestan hasta perder el dinero del gasto, el de las colegiaturas o el de la renta, a cambio de buscar incesantes los favores de la diosa fortuna. En ocasiones ganan, claro, pero casi nunca compensan lo que ya han perdido en las largas sesiones de juego.

Monterrey es hoy, a no dudarlo, un enorme casino. Por cultura, evasión o vacuidad, o todo junto, pero mucha gente juega. Y nadie, por lo menos en la apariencia, se siente culpable. Instalarse en un Caliente, visitar los centros de lotería o robarle tiempo a la compra del mandado para jugarse parte ?o todo? el presupuesto familiar en las lotes que funcionan bajo gigantescos manteados en los mercados rodantes, son cosas asumidas, diríase mecánicas.

Es pura diversión, escape, emoción, dinero. Pero si lo anterior no diera la dimensión precisa del arraigado vicio por el juego de los regiomontanos -ludopatía, señalan ellos mismos el nombre científico, y lo dicen entre divertidos y resignados- ahí están los vuelos que diariamente ?regulares y chárters? van a Las Vegas desde la Sultana del Norte -y que se ofrecen a precios verdaderamente risibles- o los autobuses, que también a un costo ridículo hacen trayectos hasta de 14 horas con el único propósito de llevar a sus pasajeros hasta las ''maquinitas'' de los barcos-casino de Lake Charles, en Louisiana.

''La adicción por el juego tiene ya dolorosos costos en Monterrey. No sólo se trata de pérdidas económicas, sino también de desintegración familiar, de la nula atención de los hijos, la separación de las parejas y el abandono de trabajos y estudios, que son ya parte de esos saldos'', describe el periodista Francisco Tijerina Elguezabal.

Y es que, cuando a un centro de juegos como caliente le resulta redituable abrir sus puertas desde las 10 de la mañana o cuando en algunas de las loterías más grandes pueden darse el lujo de tener guarderías infantiles integradas para que las señoras puedan jugar sin preocuparse de los huercos, entonces todo se entiende.

Aquí, por lo menos, nadie duda que los regios son los más grandes jugadores de todo México. También lo saben en Las Vegas. Así, un viaje de cuatro días y tres noches, con un buen hotel incluido, en temporada regular cuesta 450 dólares por persona, pero llegan a ofrecerse paquetes desde 250 dólares.

Unos justifican su afición en el hecho de que desde niños, en las ferias de Zuazua, Escobedo, Villa de Santiago, El Carmen, Marín, Linares y otros pueblos pequeños, donde siempre había juegos de azar, sus papás los llevaban y hasta los estimulaban a jugar, mientras ellos hacían lo propio en los palenques, la baraja o las carreras de caballos.

Algunos más recuerdan cómo en los atrios de las iglesias, curas y laicos que los asistían organizaban en las kermeses las carpas para jugar la lotería mexicana y de esta manera hacerse de fondos para su labor religiosa.

Y este juego se mantiene hoy pujante mediante una modalidad de esa misma lotería, pero ahora jugando grandes cantidades de dinero y en inmensos locales que ejercen la fuerza de un imán casi exclusivamente en las mujeres.

Como sea, aquí todo gira, desde hace mucho, en torno a la suerte. Las primeras legislaciones de Nuevo León consignan la existencia de una lotería estatal, similar a la que hoy organiza y controla el gobierno federal para enviar dinero a la asistencia pública. Y está también la más antigua rifa del país que realiza una institución privada, el Sorteotec, en la que cada tres meses juegan 500 mil boletos.

Apuestas clandestinas en las peleas de perros, gallos o en las carreras de caballos proliferan por todo Nuevo León. Ahora mismo, en la feria anual regiomontana, por los palenques corren a diario cientos de miles de pesos.

Uno de los más preocupados por este fenómeno es el párroco Teodoro Colunga Chávez, quien en sus sermones cotidianos trata de corregir a los fieles adictos que acuden a una lotería instalada frente a su templo de San Judas Tadeo, en la colonia Tres Caminos de Ciudad Guadalupe.

De entrada critica la endeble legislación vigente, porque no precisa cuál es el juego permitido, institucional, y aquel que se aparta de la ley. Ello, dice, porque los esporádicos operativos policiacos para clausurar locales pareciera que, en todo caso, buscan que la gente vaya a los sitios que están "protegidos" o "amparados" bajo argucias legales o componendas.

Pero más que eso, al sacerdote le mortifica la desintegración familiar que propicia la creciente afición femenina al juego. "A veces resulta que volvemos a los tiempos antiguos. Las señoras iban por el marido a la cantina, y ahora son los niños quienes van por la mamá a la lotería para decirle: ya volvimos de la escuela, ya estamos aquí."

Las 300 loterías de la zona metropolitana

En enormes locales que alguna vez tuvieron otro uso -salones de fiestas, bodegas-, sin nada en el exterior que los delate, funciona el juego de lotería. De unos 10 años a la fecha se impuso una moderna combinación de todas las barajas de la lotería mexicana en un solo cartón ?con las 54 figuras distribuidas en sencillas, dobles o triples?, y eso sacó de la monotonía a las tradicionales partidas de lote.

Las transformó en un juego más dinámico y atractivo, porque ahora se trata de hacer pozos o combinaciones de las cartas cantadas, los cuales suman 30 por cada tabla.

Aquí la proporción de la concurrencia es de nueve a uno, entre mujeres y hombres.

El jugador llega familiarmente a la jugada. Empleados y concurrencia se conocen de años y se saben afines. Todo es armonía. Cincuenta pesos, de entrada, para tener derecho a las primeras partidas; cada uno recibe su maletín personal, que ha logrado integrar con la perseverancia de su afición. Después se pagará por cada ronda.

En esos bolsos están los cartones, las fichas metálicas pequeñas con las que se marcan las cartas, y otras de plástico más grandes con las que se corona cada pozo logrado. Ah, también un utilísimo imán en forma de cepillo para el cabello que servirá, al final de cada partida, para levantar de un solo movimiento las fichas colocadas en cada cartón.

Las loterías chicas reúnen un promedio diario de 100 personas. Las hay, sin embargo, con capacidad superior a 200 jugadores, pero existen unas 10 en las que cada día los visitantes superan el millar.

Estas últimas se distinguen por tener los nombres de las cartas: el cántaro, la corona, la estrella, la palma, aunque, claro, eso lo saben los jugadores, pues no hay ningún letrero que las distinga. Se dice que todas éstas, hasta sumar unas 70, son de un solo dueño: Miguel Pulido, a quien además le adjudican la propiedad de un casino clandestino que funciona con toda pompa -así lo refieren diversos testimonios-, a un costado de la avenida Garza Sada, al sur de la ciudad, junto a un hotel llamado La Quinta.

Más allá de las que Pulido tiene como propias, aquí es vox populi que de algún modo él ejerce control y marca pautas de operación en las casi 300 loterías clandestinas que funcionan en la zona conurbada de Monterrey.

Todas -porque a fuerza de asiduidad los jugadores llegan a enterarse- se mantienen en operación mediante dádivas o moches, como se les llama, a las autoridades de la Procuraduría General de la República y de Gobernación.

En estos centros de juego hay poca ventilación y escasa luz. Como si se tratara de un largo salón de clases, se distribuyen las mesas, de unos dos metros de largo, y a un lado la mesa que lleva las partidas. Una persona anuncia el premio en juego y el tipo de combinación para esa ronda, con el propósito de hacerlo más emocionante. Otra más extrae de una ánfora las cartas, que siempre canta por pares.

En las loterías regulares o pequeñas un jugador invierte en promedio, en una visita, 300 pesos, pero en las grandes pueden llegar a gastar hasta 800 y mil pesos.

Lo curioso es que muchos, casi todos en realidad, sospechan, intuyen, que en las loterías se hace trampa. Dicen que es muy desproporcionado el monto en metálico del premio contra el número de jugadores que están en la sala, y también que de algún modo se manipulan las cartas.

Pero nada los aparta. Entre el consumo espaciado de algún refresco, café o un bocadillo, las lotes son el sucedáneo favorito, fuga y encuentro.

En los calientes, palabras mayores

Sobre la avenida Gonzalitos se ubica uno de los tres calientes o centros de juego que funcionan en Monterrey. Este es el más grande. Tiene capacidad para más de mil 500 personas en el área del juego de números, que es la más concurrida. Tanto, que en días especiales se forman filas hasta de dos horas para lograr un sitio en las mesas de juego. El interior es un hervidero.

También hay ahí un salón adyacente para los que gustan de las apuestas deportivas o books. Pero el juego de números es el atractivo principal. Se trata de una adaptación del keno, que se juega en Estados Unidos, aunque aquí la compañía que instala el software y vende el equipo a caliente es la brasileña Tecnobingo. El auge de esta derivación de la apuesta surgió en España.

De este modo, a todo lujo y confort, sin que alguien pueda quejarse de frío o calor, en mesas redondas se sientan -¿será cábala?- siete personas. El objetivo, llenar los 15 números de un boleto, distribuidos en tres líneas, entre un total de 90 cifras que están en juego.

También gana un monto menor el primer o primeros jugadores que llenen una de las tres líneas. Pero cuando alguno de ellos logra completar el boleto antes de los primeros 40 números, la bolsa del ganador, el acumulado, como se le denomina, puede ser de un millón de pesos o más.

En los calientes el tiempo se va como agua. Y el dinero también. Los boletos cuestan 10, 15 o 20 pesos, según lo disponga la mesa. Cada partida dura aproximadamente siete minutos. Y tres o cuatro minutos más son suficientes, una vez que hay ganador y se distribuyen nuevos boletos para reiniciar la partida.

Una a una, o en grupos, las mujeres hacen su arribo. Van decididas -en caliente la proporción entre ellas y ellos es más o menos de 70-30-. Saludan a las otras jugadoras y de inmediato, se conozcan o no, tienden un lazo de solidaridad, de invocación a la suerte y de conjuros compartidos.

Las más asiduas, expertas y prácticas extraen de su bolsa un rollo de cinta adhesiva, que utilizarán para fijar al cristal de la mesa el o los boletos que llevarán en juego. Otras, antes de sentarse, dan tres vueltas en torno a su silla para llamar a la suerte, y algunas más le tienen fe a sentarse sobre un boleto ya jugado que por alguna razón consideren especial.

"Comenzamos", se escucha en las bocinas. Deseos recíprocos de buena suerte, y entonces, en el salón, no se escucha nada más que la voz que anuncia los números. Y cada quien, a buscar y marcar los números en sus boletos. Al rato alguien grita: "¡línea!" Se verifica que así sea y la partida continúa, hasta que llega el número preciso para quien hizo "¡premio!" Y así, una y otra y otra vez, durante 16 horas al día.

Si alguno siente que está cerca de ganar, que esta vez sí puede lograrlo, en voz baja menciona el número que espera. Sus compañeros de mesa entienden la señal, y como en susurro repiten y repiten ese número para invocarlo. El jugador, durante ese trance, rascará además sobre el billete, en un silencioso gesto de implorante caricia.

En tales condiciones, y como prácticamente nadie va a caliente a someterse a la tiranía de un simple boleto, para incrementar las probabilidades en las mesas se juegan generalmente, de manera simultánea, dos o tres. Pero esto tampoco es suficiente.

Alguien ideó la posibilidad de llevar un mínimo de seis boletos por medio de una computadora a la que sólo hay que alimentar con el número de la serie asignada, y ella se encargará de todo. En el mismo salón hay una área de éstas para los que van en grande, porque en esas máquinas cada apuesta requiere una inversión mínima de 60 pesos.

Un jugador timorato no invierte en caliente menos de 600 pesos por tres horas. Pero aquellos que van a las computadoras dejan diariamente cantidades incalculables. El negocio no acepta tarjetas de crédito, pero sí dispone de cajero automático que, se asegura, ha llegado a ser recargado hasta tres veces en un solo día, cuando se promocionan las llamadas partidas especiales.

Cuando alguien gana obtiene la admiración y los parabienes de quienes están en su mesa. Y en correspondencia, el o ella paga una ronda de boletos con su premio a los demás. Pero todo tiene que ser rápido, porque ya llegan los nuevos boletos, se anuncia el monto de lo que dará la siguiente partida y..."Comenzamos''.

En los mercados rodantes, el mandado en una lote

Nadie recuerda cuándo empezó a jugarse lotería en los mercados sobre ruedas o tianguis de Monterrey. Pero hoy, en cualquiera de ellos y sin disimulo, bajo enormes y calurosas mantas, decenas de mujeres le roban tiempo (y dinero, por supuesto) a la compra del mandado, para sentarse a buscar por esa vía, y a 3.50 pesos la jugada, productos diversos para la despensa y, quién quite, algo de mayor valor, como una batería de cocina o hasta una televisión.

Es mediodía de cualquier jueves en el mercado rodante que se instala en la colonia La Florida. Entre numerosos puestos de chácharas, ropa usada y saldos traídos de Estados Unidos, unas 60 mujeres juegan febrilmente. Aquí el premio no se recibe en metálico, pero lo saben, aceptan y se sienten afortunadas si al ganar se hacen de varios kilos de detergente, latas de leche evaporada, cocas, comida enlatada, jugos o una licuadora, cosas que extraen los encargados del juego de una camioneta que instalan detrás de ellos.

Aquí se usa el mismo sistema de cartas que en las loterías de salón, aunque, eso sí, lucen más ajadas y las figuras se coronan con corcholatas en lugar de fichas.

El nivel económico de las participantes es de clase media para abajo. Los que cantan las cartas juegan con el albur; las señoras y muchachas entran en la chanza. Calculan su tiempo para llegar a casa, y el dinero que están dispuestas a jugarse. Y se van triunfantes casi todas, con algún premio que a saber en realidad cuánto les costó obtenido en la lote.

Juegas siempre o nunca

Así, evadirse de la rutinaria vida doméstica se convierte en otra: la del juego. Nadie piense que quienes van a caliente no van a las loterías. No. Un día es en un lugar, otro en la lotería del barrio, luego en el tianguis. Ese es el vicio.

El juego de azar, como patología, tiene, entre otras características, el ser utilizado como estrategia para escapar de los problemas o para aliviar sentimientos de desesperanza, culpa, ansiedad o depresión (American psychiatric association, 1995). Llevada a extremos, ésta, como toda adicción, "invade, socava y a menudo destruye todo lo que es significativo en la vida de la persona".

De su experiencia cotidiana, el padre Colunga Chávez coincide con las definiciones científicas, y añade que el juego ha atraído, sobre todo a las mujeres, "falta de realización''. En la sociedad moderna los conceptos recreación ("volver a ser yo", en sentido bíblico) o diversión ("otra manera de") se han distorsionado.

Y lo analiza también desde una perspectiva más amplia. Lo que está orillando esta situación, apunta, es que ya no hay cultura cívica, que el ser humano no respeta a los demás ni a sí mismo. Los valores personales y humanos que nos inculcaban de niños ya no están, y vino la influencia de los medios de comunicación -electrónicos, sobre todo-, que comenzaron a cambiar nuestra conducta, nuestra manera de ver el mundo, la percepción que tenemos de nosotros mismos.

"Si no te autorrealizas en tu casa, con tu familia e hijos vas a buscar socialmente algo de qué pescarte, donde está tu seguridad, y ya no buscas ser creativo con tu tiempo, sino simplemente matarlo."

-¿Se presentan muchos casos de divorcio en Monterrey debido al juego?

-Si no se llega al divorcio legal, sí al espiritual. Se da una separación dentro de la misma casa.

Al principio, señala el sacerdote, a las jugadas se va con temor y temblor, "pero ya conforme se va habituando la conciencia hasta pide más. Entonces se convierte en adicción".

Pero ni modo, la vida sigue frenética, atrapando como un imán los restos de soledad, vacío y desilusión que pulverizan la esperanza de la vida en común. Y cuando eso se siente o se intuye, se vuelve inevitable darle espacio a la suerte, al azar, que puede cambiarlo todo de golpe.

"Comenzamos..."


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