Rolando Cordera Campos
La guerra y la paz
Después de enterar al mundo que Rusia dejó de ser el adversario y que Putin es su amigo, el presidente Bush firmó el tratado de "aliento planetario", como lo llamase el inefable Berlusconi, entre la OTAN y el otrora imperio del mal. Con la firma romana del pasado 28 de mayo, la OTAN recibe a Rusia como participante en sus deliberaciones, más de 50 años después de haber sido creada para "contener" el comunismo.
La firma no es un colofón de cortesía al raudo viaje del presidente Bush por la Europa "hasta los Urales", como dijera De Gaulle, sino una muestra eficiente de lo mucho que el mundo cambia luego del terrible trauma destructivo del 11 de septiembre. La capacidad de recuperación de los poderes reales, su notable labilidad frente a lo inesperado, por destructivo que haya sido, es una lección obligada para aquellos que, como nosotros, queremos estar y seguir en el mundo, por salvaje y ajeno que pueda parecernos éste, que recoge los primeros latidos de la globalización.
Uno de los aspectos relevantes de este vuelco es y será el endurecimiento de las políticas internas de los grandes países. Esta dureza, que desde luego se expresará en la política migratoria, se extiende ya a otras zonas de la seguridad interior y de la vida de los ciudadanos. Aquí, en el control y la vigilancia de la población, los estados del mundo se darán la mano cotidianamente, intercambiarán información a ritmos inusitados y forjarán asociaciones binacionales o multilaterales en una dirección básica: el combate a un terrorismo que adquirirá a su vez nuevas vestimentas, lenguajes, apariencias.
Estas mutaciones interminables del "enemigo" declarado empiezan a verse y sentirse en Pakistán y su litigio con India, donde los radicales islámicos que quieren "liberar" Cachemira se confunden con los que antes lo hicieron en Afganistán contra los rusos y resultaron en el infierno talibán. Se trata de fuerzas irregulares regularmente auspiciadas por los gobiernos paquistaníes, que han llegado a constituir una ominosa red de violencia. Según algunas estimaciones, los incorporados a la guerra santa en Pakistán llegan a 500 mil, muchos de los cuales ya actúan en territorio cachemiro bajo dominio indio.
Lo anterior es historia vieja. Lo nuevo es que Pervez Musharraf es aliado activo de Estados Unidos y su coalición contra el terror. Como era de esperarse, Bush y su secretario de Estado advirtieron pronto a su aliado sobre la necesidad de poner coto a estos fanáticos, que para Estados Unidos son desde luego terroristas, aparte de recordarle que sus simulacros bélicos y nucleares contra India deben parar, porque en la zona hay tropas estadunidenses que serían dañadas por una guerra en escala mayor, nuclear o no.
El terrorismo tiene ya mil caras, pero los países débiles no pueden darse el lujo de coquetear con ninguna de ellas. El ofrecimiento de Libia de indemnizar a las víctimas de la tragedia aérea de 1988 sobre Escocia, a cambio de que la ONU y Estados Unidos le quiten las sanciones y lo borren de la lista de países terroristas, puede ser inusitado, pero no será el único sino el primero de una larga serie. Con todo, es claro que la alianza global no las tiene todas consigo para lidiar con tantas máscaras y distinguirlas para fines tácticos.
El terror tiene resultados unívocos en la mayor parte de los casos, destruye y aterroriza, pero sus implicaciones y orígenes son multivariados y tienen que entenderse del modo más matizado posible. La complejidad endemoniada de desplegar una guerra no formal, con enemigos y en territorios que se mueven como en un calidoscopio, no necesita exagerarse.
La guerra fría debe quedar atrás, decretan ante el mundo los jefes de los grandes bloques nucleares. Las bombas siguen guardadas y darán mucho qué hacer y de qué hablar todavía. Pero hoy parece más cercana la entrada del planeta a nuevos panoramas y perspectivas, diferentes en sentido y calidad a las frustráneas detentes del pasado de la guerra fría.
Tranquilizar a sus colegas europeos, dar visos de que el unilateralismo también podría quedar a un lado, acercarse a los diferendos ambientales, comerciales y financieros que han puesto a Europa al borde de otro ataque de nervios, será la agenda que empezará a desahogarse en estos días, luego del gran show en technicolor montado por el dueño de la televisión italiana. Luego de que el ranchero texano que vive en la Casa Blanca se reponga del jet lag, y del caviar y el paté que le asestaron sus un tanto nerviosos anfitriones de la atribulada Rusia y la intranquila Europa.
Se acabó la guerra fría, pero no la ideología, como cantaba Sabina. Lo que se remueve es el piso de donde emanaron las visiones y profecías del pasado. Las que nutrían las ambiciones de cambio total o gradual, así como los despropósitos ideológicos que llevaron a dos tragedias mundiales, un holocausto y millones de personas desterradas o asesinadas en hornos y estepas heladas.
Luego vino la división del mundo por casi 50 años, que también escindió la mentalidad y el carácter de grandes núcleos. Sin desaparecer, las ideologías y las visiones cambian de código y buscan retóricas, pero nadie puede presumir de haberlas encontrado. Mirar atrás sigue siendo tentador para muchos, pero los que ejercen el poder internacional piensan en otras cosas, otros dilemas, otros senderos. Y marcan el rumbo.
De nuevo se quiere alcanzar la "paz perpetua" por medio de la guerra, pero esta vez contra blancos móviles y difusos, que se escudan en la población civil de los miserables de la Tierra que no quieren ser, gracias a la globalización de la imagen, los condenados eternos. Hay un cruce de caminos ardientes en esta nueva tentativa metropolitana por implantar la paz duradera. La guerra no tiene apellido ni va a ser mundial, pero la alianza no logra diferenciar entre lo que es propio de la ira que producen la injusticia y la pobreza extrema y masiva, o el dolor por la tierra o el hermano perdidos o muertos en combates sin fin ni final, y lo que articula la conspiración destructiva de un terror al que no le importa sumar demonios y enemigos, a medida que los gobiernos solicitan su incorporación al convenio global al que convocan no sólo Estados Unidos y su alianza atlántica, sino los adoloridos pobladores de la Rusia "eterna", que lucha por salir de su marasmo y confusión para reclamar un lugar de primera en el teatro del mundo nuevo.
Cómo se desplegarán nuestras relaciones con esta orquesta que no acierta a saber cuál sinfonía tocar, debe ser parte de una reflexión que no hemos empezado. Para nosotros, que gastamos enormes cantidades de pólvora y verbo para entrar al concierto global, sin haber podido cosechar aún los frutos prometidos, la política internacional se encoge en vez de avanzar en correspondencia con nuestro carácter de país frontera.
Sin darnos cuenta, hemos estado a punto de ahogarnos en el Caribe, al que al parecer confundimos con el Atlántico, y ahora nos metemos de cabeza, pero sin mucho cerebro, en una guerra del agua que sólo nos traerá más crudas. Nuestra guerra no es la de las fuerzas especiales o los cohetes teledirigidos, pero no podemos decretarnos al margen. Eso se acabó, porque la verdad es que esa neutralidad nunca fue cierta. Lo que sí urge es ir contra la paz de una modorra que nos puede dejar atrás, más atrás, de donde creíamos estar en días pasados, cuando inauguramos la política de la amistad que ahora el amigo Bush ha convertido en oferta para todos. En esta distribución no tenemos nada asegurado.