URIBE: ¿TRIUNFO DE LA VIOLENCIA?
La
mayoría absoluta obtenida por el candidato Alvaro Uribe en los comicios
presidenciales celebrados ayer en Colombia puede representar una nueva
vuelta de tuerca en la violencia que agobia a ese país desde hace
cuatro décadas.
El político antioqueño llegará al
Palacio de Nariño precedido por sus promesas de guerra total y frontal
contra las organizaciones guerrilleras, empezando por las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC), contra las cuales el virtual presidente
electo tiene motivos personales de encono: su padre resultó muerto
en 1983, en un intento de secuestro atribuido a esta agrupación.
En un entorno social de incertidumbre y exasperación
por la persistente violencia y el empantanamiento del proceso de paz entre
la comandancia de las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana, Uribe
tejió una campaña electoral centrada en la recuperación
de la autoridad del Estado, el desalojo de los guerrilleros de la zona
de distensión --medida en la que se adelantó el propio Pastrana--,
el incremento en ciento por ciento de los efectivos de las fuerzas armadas,
y la creación de una red de soplones que auxilie a Ejército
y policía a aislar, perseguir y reprimir a las organzaciones insurgentes.
Supo, en suma, explotar el hartazgo de los colombianos
ante la violencia y el miedo de las clases medias a las guerrillas; escogió
el papel de candidato de la guerra, y de esa forma logró una abrumadora
victoria en las urnas: es el primer aspirante presidencial en 11 años
que no se verá obligado a refrendar su victoria en una segunda vuelta
electoral.
Cualquier ciudadano medianamente informado, colombiano
o no, sabe que entre las promesas de una campaña electoral y las
acciones desde una Presidencia hay, de manera casi inevitable, una gran
distancia. Pero si Alvaro Uribe Vélez se empecina en cumplir a rajatabla
sus propósitos de campaña, no sólo no logrará
derrotar militarmente a las guerrillas, sino que agravará y ahondará
el infierno en que se debate su país, y se verá, más
temprano que tarde, presidiendo un régimen militarizado --o peor
aún: paramilitarizado-- e incluso puede ser que provoque el desbordamiento
del conflicto interno más allá de las fronteras del país
y genere, de esa forma, un problema regional de consecuencias obligadamente
trágicas.
Cabe esperar, por el bien de los colombianos y los latinoamericanos
en general, que una vez instalado en el poder el nuevo mandatario sea capaz
de percibir las complejas realidades de su país con una lucidez
mayor que la exhibida como candidato.
Asimismo, hacer votos para que Uribe se dé cuenta
de que las insurgencias armadas son síntoma de enfermedades nacionales
más hondas --la terrible desigualdad social, la miseria que impera
en el campo y permea las grandes urbes, la corrupción de la clase
política y la ineptitud de las autoridades en general-- y que la
apuesta principal de su mandato sea la paz y no el recrudecimiento de la
guerra que ofreció siendo candidato.