Carlos Bonfil
Muhammad Alí
En sus 156 minutos de duración, Muhammad Alí,
de Michael Mann, cubre, en una suerte de tríptico narrativo, diez
años en la vida del controvertido boxeador estadunidense Cassius
Clay, de 1964 a 1974. A manera de prólogo y de epílogo, dos
peleas históricas: el encuentro con Sonny Liston, a quien le arrebata
el título de campeón mundial de peso completo, y el memorable
combate africano, Rumble in the jungle (Box y tambores), donde se
enfrenta al texano George Foreman en Kinshasa, Zaire. La parte intermedia
de la cinta describe un combate más, no menos violento, con el gobierno
de su país, el cual lo despoja de sus licencias de boxeo y lo condena
a cinco años de prisión bajo fianza, por negarse a ser reclutado
para la guerra de Vietnam. ¿Por qué habría de pelear
contra un país surasiático?, pregunta el boxeador frente
a las cámaras, y añade célebremente: "Ningún
Vietcong me ha tratado jamás de negro".
En 1996, el realizador Leon Gast conquistó el Oscar
con su documental Cuando éramos reyes (When we were kings),
sobre la pelea de 1974 en África, con comentarios de Spike Lee,
Norman Mailer (autor de The fight), y los propios protagonistas;
en tanto el fotógrafo y cineasta William Klein exploraba la personalidad
del pugilista en otro documental, Ali, the greatest. La leyenda
requería todavía de un consagratorio punch hollywoodense,
y lo consigue con la experiencia más reciente de Michael Mann. En
Alí aborda el director, sin tintes melodramáticos,
diversas facetas del personaje, desde su amistad con el militante negro
Malcolm X (Mario van Peebles), hasta su relación casi filial con
el cronista deportivo Howard Cosell (estupendo John Voigt). Su vida sentimental
queda apenas esbozada; incluso un conato de conflicto conyugal se despacha
en dos minutos, como un peso muerto en la biografía apasionante.
Interesa mucho más su postura intransigente frente a las autoridades
estadunidenses, a las que tacha de racistas e intolerantes. En breves apuntes
se describe la política de segregación racial durante los
años sesenta y los disturbios urbanos que provoca la muerte de Martín
Luther King, y con mayor detalle, la ejecución de Malcolm X. La
cinta evoca también, de modo muy esquemático, las posturas
políticas de ambos líderes, el pacifismo del primero y la
opción radical del segundo, meditadas a su vez por Cassius Clay,
quien claramente elige el lenguaje radical en sus apariciones televisivas.
Algo también insuficientemente desarrollado es su elección
de la fe musulmana y las posturas y gestos simbólicos que de tal
opción se derivan: el abandono de su nombre familiar Clay, "nombre
de esclavo", a favor primero de un Cassius X -a la manera de su amigo y
mentor Malcolm X--, y luego del nombre árabe definitivo. (Imagine
el lector cuál sería el impacto de una elección semejante
en nuestro siglo, luego del 11 de septiembre). La película podía
haberse atenido a describir la turbulenta vida amorosa del protagonista,
a mostrar una media docena de peleas bien filmadas y un repertorio de anécdotas
pintorescas, y con ello habría cumplido de sobra con los requerimientos
de la industria hollywoodense. Por suerte, el realizador va un poco más
lejos y endosa, a su manera, un señalamiento político todavía
vigente, y más oportuno aún de cara al radicalismo conservador
que hoy busca legitimarse en Estados Unidos. No es por supuesto una intención
política lo que domina en la cinta, pero la tonalidad crítica
sí es un rasgo primordial en el retrato de Alí, el rebelde
intransigente, el que rechaza el apellido familiar impuesto, y también
servir a la patria de quienes lo discriminan, y "venerar a un Jesucristo
rubio de ojos azules".
El actor Will Smith encarna con brío y soltura
al boxeador estrella -su verbo fanfarrón (big mouth infatigable),
sus desplantes públicos, su narcisismo autopromocional: "Soy el
más grande, soy el más guapo, soy el rey". El juego entre
Smith y John Voigt posee tal calidad y sutileza que muy pronto eclipsa
al resto de las interpretaciones. Los encuentros boxísticos están
filmados con destreza, sin abusar de la cámara lenta y sin recurrir
a otros artificios técnicos. La estrategia de fatigar al adversario
fingiéndose prematuramente derrotado, antes de asestar el ataque
decisivo se vuelve, en términos visuales, una estrategia narrativa
afortunada, atractiva incluso para el espectador no aficionado al box.
Se pueden reprochar a la cinta los múltiples cabos sueltos en la
narración y en la reflexión política, los personajes
secundarios prescindibles, la figura femenina meramente ornamental, y una
edición que de haber sido menos complaciente, habría reducido
considerablemente la duración de la cinta y aumentado su atractivo.
El Malcolm X, de Spike Lee, dura más tiempo, pero aprovecha
cada minuto para profundizar en su retrato y en el comentario político
que de él deriva. Muhammad Alí tiene un arranque estimulante
que es toda una promesa, pero sólo la cumple parcialmente --con
buenos actores y con intenciones todavía mejores.