La frase de Lautréamont, ''bello como... el encuentro fortuito
sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un
paraguas'', es sin duda una de las enigmáticas claves del espíritu
surrealista. Más sorprendente que la búsqueda, el tropiezo
con lo inusitado se erige en principio de vida. El desconcierto surge entre
la epifanía y el choque. Se huye la causalidad porque sólo
maravilla el enigma sin respuesta, el misterio sin revelación.
Apoyada, a falta de músculos, en estos principios, tomé
la valerosa decisión de visitar la exposición surrealista
que presenta el Centro Georges Pompidou, en silla de ruedas. Sin querer
recomendar a nadie romperse el fémur, ni tratar de inocular a sanos
caminantes los gérmenes de la igualitaria envidia, un riguroso examen
de conciencia me convenció de que no sólo los inválidos
de por vida tienen derecho a pasearse sentados.
Cuando Tania ofreció conducirme al Museo de Arte Moderno, sin
temor alguno del asesino jubilado que es el ridículo, me preparé
como si fuera a una expedición en los confines del mundo. ¿Cabe
señalar que en una silla de ruedas puede cargarse con provisiones
y disposiciones que no entrarían en un bolso de mano? Así,
aparte el sombrero sobre la cabeza, llevé el bastón inglés,
un paquete de cigarros, de todos modos prohibidos en los museos, pero que
calman los pulmones con su cómplice silencio; un teléfono
portátil (¿no le salvó la vida el celular a unos alpinistas
extraviados?) y mi agenda -la mejor distracción en caso de hastío
es acaso su lectura, cuando los nombres inscritos poseen una historia y,
¿por qué callarlo?, a muchos de ellos la muerte da al fin
algún sentido.
Sé que no es bueno inspirar los malos sentimientos. Pero no puedo
dejar de decir las envidiadas ventajas que da una silla de ruedas. Todo
se abría a nuestro paso. Tania pasaba mi silla, yo en ella, a través
de la gente para situarme justo enfrente del cuadro. ¿Quién
se atrevería a protestar contra una pobre inválida?
Georges Sebbag, uno de los últimos surrealistas reconocidos por
André Breton, me lo había advertido: ''La disposición
de las obras es admirable, todo está hecho para su lucimiento, pero
no está representado el espíritu de creatividad de los surrealistas''.
Cierto, las piezas expuestas -en las diferentes salas dedicadas de manera
individual a cada artista- adquieren toda su fuerza y, como si estuvieran
iluminadas desde adentro, emanan la luz como los astros en el crepúsculo
de los tiempos. Si comprendo la exigencia de Sebbag, creo que Werner Spies,
comisario general de esta deslumbrante muestra titulada La revolución
surrealista, logra transmitir al visitante la trascendencia del movimiento
artístico más importante del siglo XX.
La exposición se abre a comienzos de los años veinte y
se termina con el exilio de eminentes actores del surrealismo a principios
de los cuarenta. La disposición cronológica muestra un primer
tiempo en el que Dada aparece como un periodo de incubación, pronto
trascendido por la práctica poética introducida por
Los
campos magnéticos de Breton y Soupault. Las nuevas técnicas
aparecen con los trabajos de Max Ernst y André Masson. Puede verse
así, en este recorrido, la incursión surrealista en los principios
hermenéuticos de la obra de Freud, exégesis del sueño
y del inconsciente no censurado. Al mismo tiempo, se descubre la porosidad
que instaura el surrealismo entre pintura, poesía y literatura.
La espontaneidad, la rapidez, el choque de imágenes inusitadas evoluciona
de una sala a otra, de año en año, con una extraordinaria
extrañeza temática de tabula rasa y adiós a
la historia.
Verdadero viaje en el tiempo a través de las obras de De Chirico,
Ernst, Masson, Magritte, Dalí, Tanguy, Miró, Giacometti,
''Picasso en su elemento'' (Breton), Brauner, Ray, Oppenheim, Dora Maar,
Bellmer, Matta, Lam y otros, al lado de manuscritos, películas,
conjuntos monográficos, vitrinas de curiosidades, reproducción
visual de actividades y juegos practicados por los artistas.
Para culminar con la sorpresa de la célebre ''pared'' del taller
de Breton, espacio que tuve la suerte de visitar gracias a Alberto Gironella
y a la hospitalidad de Elisa que tantas veces me recibió. Pared
trasladada al museo en sus mínimos detalles, tal cual él
lo dejó a su muerte y Elisa Breton conservó idéntico
para permitirnos continuar el sueño sin censuras del surrealismo.