José Cueli
Ese toro vidamuerte
En la plaza de toros de Madrid -en la segunda corrida de feria- apareció Guitarrero, un aparatoso cárdeno, bragao, meano, de impresionante y astifina arboladura que partía por mitad moscas y capotes en el aire con sobrado poder. La plaza ardía y el toro se revolvía musical y perseguía lo que se moviera, una y otra vez, demostrando su sangre brava, hoy tan escasa, antes de atisbar a los caballos y ponerse al primero de sombrero y al segundo arrancársele a galope desde los medios, aguantar la vara, dormirse en el peto apoyado en los riñones y salir a buscar más pelea y comerse a los banderilleros en salidas de largo y luego cenarse a su futuro matador, pasando sin descanso de largo, con encastada nobleza, toreándose solo, en acto y presa torera, a ritmo y son de guitarra madrileña y su matador, El Cid. Los aficionados enloquecidos con este Guitarrero y con los cascabeles y cuerdas que sacudía en la cabeza. El Cid trató de meterle la espada, pero, cara iba a cobrar su muerte -faltaba más-, no cualquiera iba a pasar por encima de esa arboladura y, švenga torero! A pinchar, pinchar, pinchar, descabellar y descabellar, hasta volver al guitarrón tacos de suadero salpicados de moronga que resbalaban por la pantalla televisiva y el toro seguía en busca del movimiento, el juego de la vida-muerte-muerte-vida que son las corridas de toros, cuando los toros son toros y no bueyes de arado, y el público emocionado, triunfalmente lo despide en medio del clamoreo en la vuelta al ruedo, como a este Guitarrero de Hernández Pla. Excepcionalmente bravo.