Ilán Semo
Reforma cultural
Entre los hechos que describen las transformaciones de
lo político en México durante la segunda mitad del siglo
xx, uno notorio es el cambio de las preferencias cinematográficas.
A principios de los años cincuenta, de cada cinco películas
que atraían a la mayoría del público, dos eran mexicanas.
Sesenta por ciento se distribuía desigualmente entre las producciones
de Hollywood y la cinematografía europea. Hacia finales de 2000,
las estadísticas habían cambiado radicalmente. En el año
uno de la alternancia en el poder, las cintas estadunidenses atraían
más de 80 por ciento de la atención del público; las
mexicanas, menos de 7 por ciento.
¿Cuál es la función que cumple la
cinematografía? entendida como esa gigantesca industria que glorifica
iconos e iconografías, disemina gustos y moralidades, y valida mitos
y mitologías- en la producción de imaginarios y subimaginarios
públicos- La respuesta no es sencilla, y varía seguramente
de ciudad en ciudad, de región en región e, incluso, de comunidad
en comunidad. Es obvio que la centralidad que ocupan las imágenes
y las narrativas cinematográficas sólo es comparable a las
que se escenifican en las pantallas televisivas. El cine procura, simultánea
y masivamente, mitologías y realidades, ilusiones y explicaciones,
utopías y sus métodos, saldos de infiernos y de paraísos,
y obviamente guiones para la organización del mundo afectivo. Léase:
un lenguaje y una gramática para las representaciones que la gente
se hace de (y en) su vida cotidiana. Lo inverso es todavía más
válido: el cine finca estilos y escenografías que rigen la
figuración y la actuación en la realidad. Toca a los historiadores,
por ejemplo, desentrañar si la serie de El Padrino se inspiró
en los usos y costumbres de la vida de los mafiosi, o si más
bien los mafiosi contemporáneos se han inspirado desde entonces
en las cintas de Coppola.
Afirmar que las pantallas y los micrófonos ocupan
hoy -al menos en los sitios de producción del imaginario público-
un lugar tan esencial como el que ocuparon los púlpitos y los altares
en los siglos xvi y xvii es, digamos, un lugar común. Pero la aplicación
indiscriminada -e inevitablemente burda- de este argumento a la historia
política de la segunda mitad del siglo xx, habla de un fenómeno
cuyo único símil visible es el reorden del imaginario que
ocurrió entre los siglos xvi y xvii con la diseminación de
los iconos y las iconografías del catolicismo después de
la llegada de los españoles. La ya antigua noción que acuñó
S. Gruzinsky para describir ese proceso -"la colonización del imaginario"-
resulta siempre insuficiente. No evoca esa otra transformación en
que los colonizados acabaron imponiendo su propio mundo simbólico
a los colonizadores. Sin embargo, alude a la súbita interrupción
entre la vida cotidiana de una sociedad y el complejo mundo de sus representaciones.
Una interrupción que, a lo largo de más de un siglo, se transformó
en un ostensible vacío.
La comparación es sin duda excesiva. Pero uno de
los efectos de la sobredosis cotidiana de cinematografía estadunidense
a la que se halla expuesta la sociedad cifra acaso otra forma de interrupción
entre los lenguajes de la vida cotidiana y su forma más popular
de representación. Es un efecto que se ha vuelto una suerte de automatismo.
Uno simplemente ya no "piensa" en él. La distancia que separa a
los sitios, los colores, los ambientes, los gestos, las gesticulaciones,
las miradas, los lenguajes y las escenificaciones de Terminator
de nuestros propios terminators se ha vuelto una costumbre mediada
por la mecánica de la ilegibilidad. Cuando la relación entre
la vida cotidiana y sus representaciones masivas se interrumpe, se interrumpe
también la capacidad elemental de apropiación y elaboración,
no de esas representaciones, sino de las formas elementales de la propia
vida cotidiana.
La noción de "producción nacional" puede
parecer hoy anacrónica. No en el caso de la cinematografía.
Cualquier reforma cultural que aspire a un mínimo de coherencia,
sólo puede tener en su centro al (enésimo) esfuerzo por habilitar
las posibilidades de existencia de una industria cinematográfica
que sea mínimamente nacional. Finalmente, se trata de la industria
que cifra el principal punto de encuentro entre el mundo cotidiano y sus
representaciones.