Ramón Vera Herrera
Nuevo emplazamiento al Estado mexicano
El 6 de mayo comenzó el descargo de pruebas requeridas
en el proceso de dictamen de las controversias constitucionales interpuestas
ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación por las autoridades
de más de 300 municipios inconformes con el procedimiento de aprobación
de una reforma en materia de derechos y cultura indígenas que no
corresponde, ni en espíritu ni en letra, con los acuerdos de San
Andrés ni con su traducción jurídica: la propuesta
de reformas constitucionales elaborada por la Comisión de Concordia
y Pacificación (Cocopa), presentada el 29 de noviembre de 1996.
Siendo incierto el fallo de la Suprema Corte, no queda
duda que el paso emprendido por los pueblos y comunidades indígenas
es un emplazamiento público, mediante los canales jurídicos
previstos, al Estado mexicano. No es el primero ni será el último.
Entre octubre de 1995 y febrero de 1996, un numeroso y
representativo grupo de comunidades y organizaciones indias del país,
entre las que se contaban como actores centrales los representantes civiles
de un ejército rebelde, consiguieron el diálogo más
amplio, plural y directo entre la sociedad civil y el gobierno federal
del que se tenga noticia en nuestro país. En febrero de 1996, este
diálogo cristalizó el documento más contundente de
compromisos firmados entre el gobierno federal y un sector de la sociedad:
los acuerdos de San Andrés.
Para ese momento, los pueblos indios del país,
gracias al resonador mundial que les confirió el EZLN, habían
ganado ya la batalla cultural por la cual la sociedad mexicana, los medios
de información incluidos, tuvo que reconocerles una pertinencia
y una visibilidad nunca antes lograda.
La llamada ley Cocopa, pese a no haberse aprobado
hasta la fecha, es la propuesta de reformas más discutida y con
más legitimidad en la historia del país.
La Consulta por el Reconocimiento de los Derechos de los
Pueblos Indios y por el fin de la Guerra de Exterminio, en marzo de 1999,
y la Caravana de la Dignidad Indígena, entre febrero y abril de
2001, son las movilizaciones más profundas de la historia reciente
mexicana, porque además de las multitudes convocadas, ambas abrieron
espacios de encuentro que permitieron una todavía mayor visibilidad
sobre las condiciones concretas de desigualdad que pesan sobre una vasta
población.
Sumando eventos a lo "nunca antes ocurrido", durante la
Caravana de la Dignidad Indígena un grupo de representantes del
EZLN y del Congreso Nacional Indígena pudo, por primera vez, dirigirse
a la nación desde el Palacio Legislativo de San Lázaro.
Pese a todo lo anterior, la visibilidad lograda no alcanza
a alumbrar todo lo que cotidianamente logran las comunidades y organizaciones
de los pueblos indios del país.
Larga lucha municipal en Oaxaca, por un autogobierno sin
mediación de los partidos. Impugnación de las políticas
públicas y propuestas para todo el sector, gracias a los caficultores
indígenas independientes. Luchas ecologistas en Guerrero, Oaxaca,
Morelos, estado de México, Michoacán, Quintana Roo, Puebla,
Tlaxcala, Veracruz y Distrito Federal, en defensa del bosque y el agua,
o contra los megaproyectos.
Una verdadera estrategia de defensa del territorio, mediante
canales legales, que ha logrado restituirle a las comunidades wixárika
de Jalisco 7 mil, 700 y, en el juicio más reciente, 200 hectáreas,
en los añosrecientes. Una reflexión amplia sobre lo que implica
la depredación y la privatización de los recursos naturales
del país y la impugnación de por lo menos dos de los contratos
de bioprospección que amenazan la biodiversidad mexicana. Una defensa
de la vida campesina y del cultivo que la sustenta, rechazando la introducción
de las variedades transgénicas del maíz, corazón de
la comunidad y pieza clave para la sobrevivencia de por lo menos 3.2 millones
de campesinos, de los cuales 35 por ciento lo siembran como autoconsumo.
Por encima de todo, la resistencia creciente, inscrita
en estrategias de autogobierno y autogestión para equilibrar, en
la medida de lo posible, aquella forma de gobernar tan entronizada en nuestro
país que no pregunta ni consulta ni permite la participación
efectiva de los afectados por los planes de gobierno.
Aunque sería muy fructífero que este emplazamiento
a la Suprema Corte prosperara, en cualquier caso este México, ya
no tan invisible, seguirá su empeño por democratizar las
relaciones entre gobernantes y gobernados.