Olga Harmony
Dos directores jóvenes
El Universo Calámide y la Tierra de la Calamidad son dos espacios imaginarios en los que el humor -el verdadero humor a la manera de Swift- de Gerardo Mancebo del Castillo Trejo ubicó sus ácidas críticas al mundo que lo rodeaba (la última obra que escribió, inacabada, El día que raptaron a Epifanía, parodia de una comedia shakespereana con todos los embrollos delirantes que el autor jugaba en sus textos, fue tristemente terminada por un segundo y llevada a escena como un desfile de modas, con lo que se eliminó cualquier atisbo de subversión). Como afirma David Olguín en el programa de mano de Conato de amor o El por qué de romperle el hocico a los caballos, el malogrado y talentoso dramaturgo ''superaba el dolor con la risa" y en este último texto suyo llevado a escena -y por fortuna terminado por el propio Gerardo-, se manifiesta el absurdo que ya planeaba en sus otras historias calámides y le sirve para hablar de la futilidad del amor y mofarse de las maneras cortesanas del siglo XVIII, con no pocas miradas de reojo a lo que en nuestra actualidad acontece.
Entiendo que en el original el Conde de Hocico y su invitada -o no-, la Marquesa de Habladas, son dos enanos. La obvia resolución sería presentarlos en un escenario de muebles y accesorios gigantescos, pero el director Rubén Ortiz y su escenógrafo Hugo González optaron por olvidar el tamaño de los personajes y ubicarlos en altos sitiales de una mesa en forma de herradura por la que se desplazarán los actores y a cuyos lados sientan a parte del público -al que se dotó de corbata para los señores que no la lucían y joyas falsísimas para las mujeres- con lo que el texto cobra otra dimensión. Por lo menos para mí, que fui ubicada en la sillería externa: la estúpida superficialidad, los cotilleos, las intrigas palaciegas y los devaneos amorosos de los protagonistas se dan en un plano superior e inaccesible para los mansos comensales que no pueden intervenir en nada.
A lo mejor mucho de lo que pasa en este país, tan calamitoso como el ficticio, me da la idea de una metáfora política que se ve reforzada por algunas frases del diálogo: ''Estas tierras calámides -dice el Conde de Hocico con acento ranchero- son mías y costaron el sudor de muchos pueblos". Es acusado de nuevo rico por la Marquesa, quien a su vez sufre el reproche de ser una recomendada. En medio del absurdo, con un vestuario -de Cordelia Dvorak, que es una estilización grotesca de la ropa dieciochesca-, los actores Dora García y Guillermo Navarro juegan a la ordinariez mientras hablan de buenos modales, el dedo meñique de la Marquesa siempre en alto. Rubén Ortiz incluye a la soprano Rocío Navarrete -ésta sí con un blanco vestido y peluca de la época- que entona arias para subrayar ciertos momentos, muchas veces con la chispa de prolongar algún grito, como el del conde cuando es pellizcado. El director maneja con limpidez los diferentes tonos de que imbuye a sus dos actores y el viejo absurdo retorna a escena a través de dos talentos jóvenes.
Otro joven director regresa sobre un exitoso texto estrenado hace relativamente poco y que dio lugar a una conocida película para subvertirlo sin hacer mayor cambio. Entre Villa y una mujer desnuda, de Sabina Berman, fue escrita (y vista también por un público de gozosas mujeres y acompañantes masculinos más bien contritos) como lo que es, un alegato contra el machismo. En la cinta que se hizo, se eliminó un elemento perturbador y que apenas apunté en mi artículo sobre el estreno, por no vender la trama. Me refiero al chiste político de que Andrea sea nieta de Plutarco Elías Calles y que por ella sea otra vez derrotado Villa. Además, ver a doña Micaela Arango convertida en la empleada doméstica de la que es símbolo de la revolución institucionalizada, quien además le queda a deber el salario, es otra intencionalidad política de la autora que ahora el director, Carlos Corona, acentúa para que no vuelva a pasar desapercibida, con el atuendo que la mujer se coloca a su salida de la casa: apunte y reivindicación muy oportunas.
La comedia de Sabina siempre me ha gustado mucho. No creo oportuno comparar su propia escenificación con la de Corona, ni las actuaciones del estreno con las actuales, porque cada actor y cada actriz tienen sus propias características y las proyectan de manera diferente. También el teatro círculo -esta vez con una excelente escenografía de Juliana Faesler- obliga a trazos muy diferentes que el escenario a la italiana, pero hay algo en que deseo insistir, más allá del sentido lúdico que Corona agrega a un texto que lo es en sí mismo. Se trata de la mirada viril a una obra feminista. El director, sin alterar el texto, destaca la figura de Adrián, haciendo que se desplace más que los otros personajes por el escenario; junto a la gracia que Enrique Singer imparte a su personaje, es un subrayado escénico al personaje masculino que no se puede obviar. Y la acción final que le adjudica al desesperado escritor otorga una lectura muy importante de cómo el hombre joven y moderno ve el fenómeno del machismo.