MAR DE HISTORIAS
La otra vida de María Félix
CRISTINA PACHECO
Estaba segura de haber hecho lo correcto. El problema era convencer a Felipe, explicarle mis razones antes de que él me acabara con sus burlas. Me armé de paciencia, volví a sentarme frente al tocador e imaginé que era Felipe, y no yo, quien se reflejaba en el espejo:
"šNo tienes que decírmelo! Soy la primera en reconocer que fue una locura gastar cinco mil pesos en publicarle una esquela a Olga ahora que ya no puede darse cuenta de nada. Me vas a prestar el dinero: Ƒsí o no?"
Mi tono seguía siendo brusco. No me costó trabajo adivinar lo que me respondería Felipe: "ƑNo puedes pedírmelo de otra manera? Piensa que, si accedo, será por hacerte un favor. Después de todo no tengo ninguna obligación con esa tipa, aunque haya sido nuestra prima. No querrás convertirla en un ángel sólo porque murió. reconócelo: era chocante, estirada".
Levanté la mano y me acerqué al espejo, como si fuera a golpear a Felipe en la cara. Me sorprendió verme tan agresiva. Reconocí que con esa actitud iba a echarlo todo a perder. Cerré los ojos, respiré hondo y consideré la posibilidad de que Felipe reaccionara de otra manera. Quizá sólo me iba a decir con su tonito de hermano mayor: "Antes de ordenar la esquela debiste pensarlo dos veces. ƑQué caso tuvo publicarla? Olga perdió a todos sus amigos y desde que se enfermó se apartó de la familia, como si nosotros hubiéramos tenido la culpa de lo que pasaba".
Me chocó aceptar que Felipe tenía razón. No pensaba reconocerlo cuando estuviera frente a él. Lo importante era pasar por encima de eso y convencerlo de que me prestara el dinero. Lo mejor sería mostrarme sumisa y hasta fingirme arrepentida. Cambié de posición frente al espejo. Incliné la cabeza y me froté las manos, como niña asustada ante el profesor que espera su respuesta.
ƑCuánto tiempo podría quedarme así? No mucho. Necesitaba sacarle el dinero a Felipe antes de que mi cuñada apareciera en la miscelánea. En presencia de Lidia sería mucho más difícil explicarle a mi hermano las razones que me llevaron a cometer lo que él juzga una locura. Seguí con el ensayo: "Reconozco que desde tu punto de vista tienes razón. Pienso de otra manera porque viví con Olga. No puedes imaginarte cómo sufría con su enfermedad. Avanzaba por minutos, desordenándole los músculos. Y luego, la asfixia..."
ƑQué diría entonces Felipe? "Pobre Olga, me imagino que sufrió mucho, pero Ƒqué tiene que ver eso con la esquela? Fue un capricho tuyo publicarla. ƑQué otra cosa le prometiste? ƑUna urna en Catedral, una cripta en el panteón, un velorio en Bellas Artes, un entierro con mariachi?... Si así fue, de una vez te digo que aunque Olga haya sufrido muchísimo no pienso prestarte más que los cinco mil pesos. Dije pres-tar-te, Ƒoíste?"
ƑY si la descripción de los sufrimientos de mi prima no bastaban para ablandar a mi hermano? Entonces no tendría más remedio que contarle la historia de Olga durante los once meses que vivió en mi casa.
II
La nuestra no es una familia unida. Llevaba años sin ver a Olga. La reconocí una mañana en el banco. Seguía siendo altiva y guapa. La puse al tanto de las noticias familiares: "Mi mamá murió, Felipe se casó y tiene cuatro hijos, yo soy empacadora en un laboratorio y vivo sola. ƑTú sigues en Monterrey?" "Sí. Vine a arreglar un contrato para la fábrica de plásticos donde trabajo".
Recordé su anhelo de convertirse en estrella de cine a partir de que alguien descubrió su parecido con María Félix. Era evidente que no había colmado su sueño y decidí no mencionarlo. Sólo le pregunté cuánto tiempo iba a quedarse en la ciudad. "Me voy mañana. Mis jefes nunca quieren pagar más de tres noches de hotel".
La invité a cenar. "No puedo. Tengo que levantarme muy temprano y la central camionera está muy lejos del hotel". Me reí: "Pero queda muy cerca de la unidad donde vivo. En la noche llegas de una vez con tu maleta, duermes en mi casa y por la mañana te acompaño a la terminal". En aquel momento cómo íbamos a imaginarnos que a Olga le quedaban 11 meses de vida y su viaje postergado sería el último.
No podría describir el infierno que se abrió para nosotros, a partir de la jaqueca y la sensación de asfixia que obligó a Olga a levantarse de la mesa. Le di una pastilla y le sugerí que durmiera. No quería hacerlo por miedo a demorar su regreso a Monterrey: "Lo único que están esperando para quitarme el trabajo es una falla. ƑPrometes despertarme a las seis?"
Durante varios días, al salir del sueño alterado por la fiebre, Olga me hizo la misma pregunta. No se daba cuenta de su situación. Al fin la convencí de que debíamos ir a un hospital.
Allí permaneció el tiempo suficiente para que los médicos dictaminaran sobre su enfermedad y me pusieran ante el veredicto fatal: "Lo mejor que puede hacer por ella es llevársela a su casa y darle todo lo que quiera: morirá en unos meses".
No iba a poder sola con la situación. Llamé a Felipe. Me negó su ayuda y me pidió que no volviera a su casa: "Es por mis hijos. No puedo arriesgarlos". Le aclaré que la enfermedad de Olga no era contagiosa. "No estés tan segura. Es más, si yo fuera tú la mandaría a otra parte". El recuerdo del hospital afirmó mi decisión de seguir al lado de Olga.
No me explico cómo pude sobreponerme a la tensión de aquellos meses. Creció a medida que Olga iba perdiendo fuerzas y sus músculos se desordenaban. La deformidad enturbió su cara. Tapé los espejos y así los mantuve aun después de que mi prima perdió fuerzas y ya no pudo levantarse de la cama.
Por las mañanas, cuando me iba al trabajo, dejaba en el buró lo que Olga pudiera necesitar en mi ausencia. Al volver, por la tarde, la fruta, las gelatinas y el pan permanecían intactos. Conseguir que Olga comiera me llevaba horas, entre otras cosas porque ella -que sólo conservaba inalterable la voz- me hacía toda clase de preguntas acerca de la familia y de mi vida. Un día me atreví a interrogarla acerca de la suya.
Sus ojos, cada vez más desorbitados, se llenaron de lágrimas. Permaneció en silencio mientras gesticulaba para ordenar los músculos de su cara y poner los labios, hinchados y deformes, en posición de darle cauce a las palabras: "Ƒrecuerdas el día en que los abuelos celebraron sus bodas de oro?". Respondí: "šcómo no! Hubo misa, banquete, baile...". Entonces ella mencionó: "Hubo un mago. ƑTe acuerdas? Hacía flores con pañuelos. Me pidió ayudarlo en una suerte con espejos. Me puso uno enfrente y dijo que me parecía a La Doña".
Me reía, sorprendida de que mi prima hubiera satisfecho mi curiosidad de no sé cuántos años. "Ah, fue él..." Mi entusiasmo se deshizo en el grito desgarrador de Olga: "Me envenenó y empecé a imaginarme cosas: primero que podía ser como ella y después, su doble. Recordaba todas sus fotos y las ponía junto a mí, frente al espejo, para ver si era cierto. Luego tuve la ilusión de conocer a María Félix con la esperanza de que ella me dijera, con su vocezota: Ay, niña, špero si somos idénticas! ƑCrees que me lo hubiera dicho?" "Claro que sí". Adivinó que le mentía, pero sonrió.
El lunes 8 de abril, por la mañana, encontré a Olga muerta. Tenía un espejito entre las manos. Salí corriendo en busca de ayuda. En la escalera tropecé con una vecina: "ƑYa sabe la noticia? La Doña amaneció muerta". En ese momento se me ocurrió publicar la esquela. Me fui al periódico e imaginé la dicha de Olga al ver colmado, en la muerte, su sueño de acercarse a la estrella.