Adolfo Sánchez Rebolledo
Cosas que faltan
La expresión "transición democrática" comenzó a usarse profusamente en México a partir de 1988, cuando millones de personas, al regreso de unos fraudulentos comicios, comprendieron que el cambio político deseable también era posible.
Uno de los primeros textos en emplear el término con un significado político concreto define la transición democrática mexicana "como un proceso profundo de cambio, en el cual cada una de las partes que actúan como sujetos y protagonistas hace uso de su fuerza relativa para ampliar y fortalecer una nueva institucionalidad más justa. Se concibe la transición democrática como el periodo de sustitución pacífica y negociada de los viejos mecanismos verticales y autoritarios de control político, por un auténtico régimen de partidos plural, representativo, sustentado en elecciones libres, transparentes, capaces de devolver al elector el principal derecho del ciudadano: elegir a sus gobernantes."
Ahora, al cabo de 12 años, tales palabras, tomadas del primer cuaderno editado por el Instituto de Estudios para la Transición Democrática, parecen obviedades, pues el viejo sistema, sustentado en el predominio de un solo partido, no existe más; hay pluralidad y alternancia en el gobierno, aunque en cierto modo queda pendiente la tarea de construir "una nueva institucionalidad más justa" y, en definitiva, un régimen político acorde con las mismas necesidades planteadas por los incuestionables avances democráticos del último decenio. Por no hablar de la deuda jamás pagada con la desigualdad y la miseria que desvanece cualquier ilusión triunfalista.
Tenemos, en efecto, un sistema electoral que funciona ejemplarmente gracias al IFE, y un régimen de partidos que, a trancas y barrancas, da cauce a las distintas expresiones políticas de una sociedad plural. Pero hay algo que no camina en todo esto, una suerte de parálisis nacional que entorpece la evolución institucional.
Dicho de otro modo, tenemos métodos casi perfectos para elegir a los gobernantes, pero carecemos de la materia prima de la gobernabilidad: una idea, un programa constitucional, unos objetivos compartidos que nos permitan construir el resto del edificio democrático.
Y no me refiero, por supuesto, a la antigua noción de "proyecto nacional" que subsumía las diferencias legítimas en torno a los objetivos comunes "superiores", sino al piso básico que haga posible el entendimiento de las fuerzas políticas en la diversidad bajo el imperio del derecho, a fin de que la democracia no se convierta poco a poco en un verdadero estorbo.
No es posible, por ejemplo, que sigan intocadas las relaciones entre los distintos poderes de la Unión como si éstas ya fueran magníficas y apropiadas. El Poder Ejecutivo no quiere abandonar por completo prácticas y privilegios remanentes del presidencialismo y el Legislativo no sabe cómo afirmar su independencia sin convertirse en una traba. Algo anda mal.
El Presidente va por un lado y el Congreso por el otro, y no hay puentes que los acerquen, un espacio para debatir y otro para acordar. Por ejemplo: el Ejecutivo entiende el binomio democracia/globalización como una unidad trasparente, no problemática. En su afán por adaptarse a la corriente dominante y acelerar la integración pasa por alto que éste es un país con leyes y hasta ahora soberano, no una empresa orientada por los criterios de cálculo-beneficio. El Legislativo da la impresión de que carece de una idea del mundo actual y no sabe cómo reaccionar ante una realidad que cambia todos los días. La política exterior es el caso extremo de este choque de visiones encontradas.
El Ejecutivo da por un hecho que las viejas nociones son inútiles y se inventa sobre la marcha nuevos "principios" que aplica a voluntad, aunque formalmente no esté autorizado para ello. Si la democracia, parece decir, es un viraje completo, un cambio de paradigmas, éste debe llevarse de inmediato a todas las esferas y propiciar nuevos alineamientos con el mundo real, particularmente con Estados Unidos de Norteamérica, sin detenerse por ordenamientos anacrónicos.
El Legislativo, por el contrario, piensa que México no puede abandonar las tesis constitucionales en materia de sus relaciones exteriores sin claudicar a intereses ajenos a los nacionales, pues en el fondo está la gran cuestión de la soberanía como fundamento del Estado nacional, que muchos dan por muerto, aunque nadie discuta la existencia todopoderosa de Estados Unidos y sus siempre preminentes intereses nacionales.
El gobierno actúa como si el llamado principio de autodeterminación y no intervención, pilares de la política exterior mexicana, hubieran caducado definitivamente bajo el impulso democratizador en el orbe, pero no hemos presenciado un debate serio sobre este tema y las alternativas que ofrece a un país como México, tan integrado ya social y económicamente a la potencia del norte. Tampoco el Congreso se ha atrevido a ir a fondo en estas cuestiones y se deja llevar por los asuntos de última hora, sin tomar el toro por los cuernos.
Hemos avanzado en los procedimientos de la democracia, pero la cultura política, fuera del momento electoral, sigue dominada por valores y actitudes intolerantes, cuando no autoritarias. Hay, por increíble que parezca, "desencanto", no porque no se hayan resuelto todavía los problemas vitales de la nación, sino porque éstos ni siquiera se han planteado con seriedad.