En los balnearios de Pantitlán, a mediodía
ya era imposible dar una brazada; sólo quedaba salpicar al vecino
Gozoso hacinamiento en Las Termas y el Olímpico
MARIA RIVERA
Los micros avanzan veloces por avenida Central,
que luce desierta la mañana de Sábado de Gloria. Grupos de
muchachos, casi adolescentes, descienden frente al balneario Las Termas,
de Pantitlán, entre risas. Familias vestidas con shorts,
camisetas y sandalias llegan en viejos vehículos con cuanta parafernalia
requiere un día de campo como Dios manda: ropa, comida, ollas, sillas,
sombrillas, mesas, hieleras y bañeras de bebé que fungirán
de chapoteaderos para los más pequeños. Algunos son de las
colonias vecinas, pero la mayoría viene de "lejos": Valle de Aragón,
Neza, Iztapalapa, Xico o Chimalhuacán. La ocasión
lo amerita, son las únicas vacaciones que tendrá la mayoría
en el año.
Y
bueno, ¿qué cristiano resistiría la tentación
de darse un buen chapuzón y tomarse unas cervezas heladas para festejar?
Albercas y áreas verdes por sólo 40 pesos la entrada.
Se detienen para echar una ojeada a los puestos ambulantes,
que ofrecen una amplia variedad de trajes de baño, salvavidas, juguetes
y cremas solares. Los precios del vestuario -90 pesos las prendas de adultos
y 30 las infantiles- lo vuelven inaccesible. Habrá que conformarse
con el de años anteriores, aunque la licra haya dado de sí
y se baje en cada clavado, dejando al aire los encantos, o usar shorts
y playera. Aquí nadie viene en plan de víctima de la moda,
sino a pasarla bien. "Te va a quedar rebonito", dice la mamá a su
hijo mientras mete tijera a un pantalón y lo convierte en bermuda.
El niño no luce muy convencido del tamaño de la prenda, pero
se la pone y corre hacia las albercas.
Tortas de romeritos, tacos de papa...
En un santiamén las áreas verdes se vuelven
multicolores. Con toallas, ropa y lazos, cada grupo arma su tienda de campaña
y delimita su territorio. En el centro las mujeres empiezan a preparar
la comida. Tortas de romeritos, tacos de papa y sandwiches de huevo, "porque
hay que guardar vigilia", acompañados de litros y más litros
de Coca-Cola. Alrededor, los hombres ponen a enfriar las cervezas y se
preparan para la primera siesta de la jornada.
El desparpajo con el que llevan sus cuerpos los bañistas
es digno de admiración. Nadie parece inmutarse por los kilos de
más. Los hombres muestran los abultados vientres como si nada. En
las mujeres hay hasta una pizca de orgullo por sus redondeadas formas.
Entre más, mejor, parecen decir. Por estos rumbos la palabra anorexia
no se ha escuchado mencionar.
A mediodía conseguir un sitio bajo el sol es una
hazaña. Un metro cuadrado es una inmensidad. Casi un páramo.
Ni hablar en las albercas, ahí cada centímetro se cotiza
alto. Intentar una brazada es materialmente imposible, a menos que se quiera
terminar liado a golpes. Niños, adolescentes y adultos permanecen
parados. La mayoría se dedica a lo único que puede: salpicar
de agua al vecino. "¡Acá hay lugar!", grita una señora
a su prole mientras señala la esquina de un chapoteadero donde se
amontona una veintena de pequeños. Los cuatro hijos se lanzan de
cabeza y quién sabe cómo pero rompen aquella ley de la física
que dice que dos cuerpos no caben simultáneamente en el mismo espacio.
Tal vez dos no, pero 24 criaturas, sí.
Los salvavidas apenas tienen trabajo. Aquí nadie
corre peligro de ahogarse, por una sencilla razón: no puede hundirse.
De lo único que se quejan es de que entre el cotorreo y las cervezas
los padres se olvidan de sus retoños y éstos, al sentirse
perdidos entre un mar de gente, acaban llorando. "Si viera lo que tardamos
en hallar a los baquetones; se acuerdan de sus hijos hasta que se van a
ir", se queja un vigilante harto de sus labores de nana.
Claudia Hernández cuenta que viven en la Agrícola
Oriental, a escasas cuadras del balneario. Su marido es chofer de un microbús
y ella atiende una cocina económica. La entrada costó la
mitad de lo que gana en una semana de trabajo, pero cree que valió
la pena. "Mírelos", dice apuntando a sus hijos. Las risas y los
encendidos rostros de los muchachos le dan la razón.
Le sorprende que le pregunten por la higiene. A nadie
parece importarle el color que toma el agua conforme transcurren las horas.
La más clara es la de la alberca que tiene dos metros de profundidad.
Ahí sólo se meten los avezados en la natación y las
parejas, que con el pretexto de "no vaya a ser que me hunda", se vuelven
uno solo. La otras piscinas no lucen aptas para espíritus delicados.
La única que se queja es Clara, la fotógrafa.
El año pasado a esas horas había vendido el doble de fotos,
relata. "Ya no viene tanta gente como antes, ha de ser porque subieron
la entrada 10 pesos..."
En
el Olímpico, música viva
A pocos metros de Las Termas se encuentra el balneario
Olímpico, otro de los sitios obligados para los capitalinos de escasos
recursos. Está un poco menos concurrido, por el agua fría
de sus albercas, pero nadie se atrevería a decir que se puede nadar.
También ahí, encontrar sitio para acomodarse es imposible.
Los madrugadores son los únicos que lucen a sus anchas, el resto
se las arregla con un sitio donde extender su toalla y acomodar su ropa.
La diferencia es que aquí hay música en
vivo. Los que desisten del remojo se mueven al ritmo de Sam el Gordobic's
y su grupo La Dieta. Los músicos hacen honor a su nombre, sin duda
son artistas de peso. Eso sí, de que ponen sabor tropical a la tarde
que ni qué. Los éxitos de la Sonora Dinamita, Celia Cruz
y Pepe Arévalo y sus Mulatos hacen que tiemblen las llantitas y
se alegren los corazones.
Los mayores sacan a relucir sus mejores pasos; el resto
se defiende. Como buenos chilangos, cumbias, baladas y boleros las bailan
estilo rock and roll. Después de tres piezas y miles de vueltas,
las bailarinas piden paz para recuperar el equilibrio. El calor arrecia,
y a desembolsar los 26 pesos de un par de chelas, porque ni modo
de comprar cubas de a 30. Hay cariño, pero tampoco es para tanto.
Cuando llegan las pegaditas, a media tarde, todas son reinas. Los arrumacos
aparecen y la noche luce esperanzadora. Cuando el amor llega así
de esa manera, uno no se da ni cuenta...y menos con un six pack
entre pecho y espalda.
Al caer la tarde las mujeres se multiplican para desarmar
el tinglado, vestir a los hijos y mantener vigilados a los señores,
que más para allá que para acá miran a las vecinas
con ojos tiernos. Las familias se encaminan hacia la salida entre risas,
olvidando si llegarán a la quincena después del festejo.
Sin futuro, se vuelcan en el presente. Mañana Dios dirá;
hoy, ¿quién les quita lo bailado... y lo nadado?