Hermann Bellinghausen
Oneida y los monos
En primavera, "cuando los monos lanzan sus lamentos" como
dijera el compañero Li Tai Po en una de sus cosas, la transversal
del río halla la cuenca menos caudalosa que en tiempo de lluvias,
y eso siempre ayuda. Era de madrugada.
-La carga va a ser mucha, más vale no.
Castel tenía la costumbre de no terminar sus frases,
suponiéndolas, sin fundamento, sobrentendidos. La mitad de las veces
"no encontraba la palabra", tal vez porque la pensaba en otro idioma (hablaba
varios) y al castellano tenía que llamarlo con tiempo, tañéndole
una campana.
Nadie comentó nada. Nos entremiramos a los ojos
Arni, yo y los Pardo. Seguimos cargando el balandro, callados. Tenía
Castel la costumbre de decir puras obviedades. Como si no estuviéramos
viendo y resolviendo que la carga era mucha. Su generación todavía
se educó viendo películas mexicanas, donde Joaquín
Pardavé oye que tocan a la puerta, dice alguien toca, voy a abrir
la puerta, y lo vemos caminar y abrirla. O Libertad Lamarque exclama, ay,
me desmayo, y se desmaya.
Nosotros, más jóvenes, pertenecíamos
a la generación de los comprensivos, pero a veces nos cansaba la
cháchara circular de Castel. Repetía hasta cinco veces en
un rato que el juego de sala que compró en Tabasco le salió
a mitad de precio y cupo perfecto en la planta baja de su charanga de interés
social, aunque ahora, por el sofá, ya no cerraba la puerta de la
cocina.
-No es tan grave. Estoy pensando quitarla, ¿no
creen?
-Sí, Castel, es buena idea.
Dije, por ahorrarle el silencio que los demás,
malvados, se habían confabulado en recetar a sus choradas. Era la
quinta vez, digo, que decía lo de su pinche sala. Pero qué
me costaba seguirle la corriente. Me daba pena, por él, que no la
necesitaba.
Al momento en que el cupo del balandro quedaba satisfecho,
y eso que no dejamos fuera de las redes y los contenedores un sólo
bulto, rugieron los monos, que para anunciar el alba son más confiables
que los gallos. Llevábamos buen tiempo.
Combatiendo a su modo nuestro mutismo, Castel no dejaba
de repetir lo que todos sabíamos. Qué calor, eh. Qué
cansado. Está tranquilo, el río. Anoche no llovió.
Los Pardo, con cara de fastidio. Arni, entornando sus
ojitos miel, lo miraba con toda la ternura de su burla, y luego volteaba
hacia mí para compartirme la mirada.
Encerrado en sus discursos, Castel no se enteraba de su
desfase.
-A mí se me hace que.
-Que qué, Castel, carajo -dijo uno de los Pardo,
ahíto de impaciencia.
Quizás ofendido, Castel no dijo más.
Listo el balandro, me puse a desamarrar. En esas, una
gran culebra onduló sobre la arenas y del cordelaje trepó
al balandro. Arni gritó con susto de mujer ante la fascinación
verde del reptil, que se aproximó a Castel, se le enroscó
en las piernas, subió por el tronco hasta el cuello que abrazó
y desabrazó rápidamente, y terminó enredándose
en el brazo extendido de Castel.
Hasta los Pardo quitaron la cara de fastidio.
-Les presentó a Oneida -dijo con orgullo, pero
su naturaleza le ganó y dijo enseguida:
-Es una víbora.
Nuestro azoro nos hizo perdonarle su pesadez pleonásmica.
Él giró, y puso el brazo fuera de borda. Oneida se desenroscó
graciosamente y cayó al agua con la gracia de Esther Williams. Corrimos
a asomarnos mientras el balandro arrancaba. El ofidio, verde y brillante,
cabriolaba sobre el agua, iluminada ya por los dorados rayos del alba
-Oneida es compañía de balandros. Está
amaestrada. Vino a cuidarnos el recorrido.
¿Ese era el obvio de siempre? Hablaba como si todo
fuera de lo más fácil y normal. Castel no ofreció
más explicación, y volvió a su discurso circular e
inecesario. Los demás no nos reponíamos de la aparición
de Oneida. Seguía por los costados al medianamente raudo balandro,
que se deslizaba entre el bosque de montañas, con el incesante aullar
de los monos en ambas riveras.