Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 24 de marzo de 2002
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Angeles González Gamio

El viernes de Dolores

Entre las conmemoraciones de la Cuaresma, esta fecha solía ser de las más significativas en los tiempos de nuestros abuelos -bisabuelos, para las nuevas generaciones-; los preparativos comenzaban días antes, cuando se untaban con agua de semillas de chía objetos de barro de graciosas formas, que el día del festejo estarían recubiertas de un fina pelusilla verde; asimismo, en platos y macetillas se sembraba trigo, lenteja, cebada y amaranto, preservando algunas del contacto con el aire, para que nacieran amarillas, y las demás al sol, a fin de que desarrollaran su verdor.

El día señalado la actividad comenzaba muy temprano por la mañana, cuando se acudía al desembarcadero de Roldán, en el corazón del barrio de La Merced, a comprar las flores que traían en sus canoas los productores de Iztacalco, San Juanico y Santa Anita. Amapolas, claveles, rosas y nardos en grandes manojos eran cargados por muchachos y "mozos de cordel" que portaban grandes cestos y ofrecían sus servicios a los compradores; muchos aprovechaban para comprar hortalizas recién cosechadas y se refrescaban con las aguas que vendían por doquier las mujeres conocidas como chieras, en sus hermosos puestos adornados con grandes hojas y flores.

De regreso en casa, se colocaba una mesa recargada a la pared y se apilaban cajones de madera de distintos tamaños, con el fin de crear gradas. En la pared clavaban una tela blanca dándole forma de pabellón, debajo del cual se colgaba un cuadro de la Virgen y encima un crucifijo. El improvisado altar se cubría con lienzos blancos adornados con moños y listones de colores. En la colocación del altar solía participar toda la familia; algunos se ocupaban de dorar naranjas y formar banderitas con popotes y hojillas de plata y oro volador, otros en hacer las aguas de colores con las que se llenaban copas, botellones y cuanto vaso de cristal había disponible.

Como no existían las anilinas actuales, nuestros queridos ancestros se tornaban en alquimistas caseros para teñir las aguas con productos naturales: para las coloradas, los pétalos de amapola; para las tornasoladas, lo mismo, añadiendo una piedrecilla de alumbre. Las moradas se lograban con la grana o la cochinilla, y las carmesí con palo de Campeche. El sulfato de cobre amoniacal o la caparrosa daban distintos tonos de azul; el mismo sulfato con unas gotas de ácido clorhídrico o pimpinela daba las verdes, y las amarillas se conseguían con la planta llamada zacatlascalli.

Con todo listo se iniciaba la decoración, en la que desempeñaban papel importante grandes velas de cera, de las que por lo menos debía haber una docena, adornadas con las banderitas de plata y oro volador y colocadas en candelas con los cabos cubiertos de papel picado multicolor. Iban ocupando su lugar el barro con su linda cubierta de chía en germinación y demás vegetales que se habían preparado, al igual que las naranjas doradas, los recipientes de aguas de colores, las flores y lamparitas de aceite que hacían reverberar con brillantes destellos los coloridos líquidos. Como remate, al pie del altar se formaba un tapete de semillas de salvado, al que se le dibujaban elaboradas figuras y se adornaba con pétalos de rosa.

Por la noche llegaban los invitados para participar en la ceremonia, en la que se prendían las velas y las lamparitas de aceite, y entre exclamaciones de admiración degustaban vasos de espumosa horchata con sus rajas y polvo de canela, agua de chía, tamarindo, limón y jamaica.

Todo este ceremonial, que nos describe con enorme gracia don Antonio García Cubas, prácticamente se ha perdido en las ciudades, aunque por fortuna en localidades pequeñas, principalmente indígenas, se conservan costumbres semejantes. Un dato positivo es que poco a poco esta tradición ha estado renaciendo y cada día más instituciones culturales colocan altar de Dolores.

El Instituto Mora, en su hermosa casona que fuera residencia de don Valentín Gómez Farías, situada en una primorosa plaza del tradicional barrio de Mixcoac, presenta un altar de Dolores del artista Víctor Cruz Lazcano, con el impactante título: Cuchillos penetrantes de dolor que traspasaron el corazón de la afligidísima madre de Jesús. Por su parte, el museo del Carmen, en San Angel, expone 22 acuarelas de imágenes devocionales, veneradas en distintos países latinoamericanos, alrededor del altar de Dolores.

En los mercados de los dos barrios arriba mencionados se puede disfrutar la auténtica comida de estas fechas: caldo de habas con su chorrito de aceite de oliva y briznas del chile que le apetezca, los indispensables romeritos con tortitas de camarón, o un rico pescado frito.

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