Olga Harmony
El fantasma del hotel Alsace
Por una serie de circunstancias que no vienen al caso, no pude presenciar, en un primer momento, la escenificación del excelente texto en que un poeta, Vicente Quirarte, rinde homenaje a Oscar Wilde al reproducir literaria y dramáticamente lo que pudieron ser los últimos días de éste. A destiempo, pero con la esperanza de que aún pueda ser útil a Quirarte y al director Eduardo Ruiz Saviñón en alguna de las giras programadas, escribo este artículo, porque siempre es bueno dejar testimonio de lo bueno que se puede ver en teatro.
En esta primera obra como dramaturgo, Quirarte logra reproducir ese mundo de decadencia y soledad del gran poeta amargado, pobre y envejecido (entonces se era viejo a los 46 años, sobre todo si la sífilis -en su momento no controlable- y los excesos minaban el cuerpo del otrora dandy), mezclado con los fantasmas que el ajenjo producían en su mente. El autor hace, en tiradas que son casi monólogos, que su personaje pase de la queja plena de lirismo a las brillantes ingeniosidades de quien -según una anécdota que parece ser cierta- exclamó cuando le sirvieron champaña en su lecho mortuorio: ''Muero como viví, más allá de mis posibilidades". Quirarte le hace decir, ante el sensible y bondadoso Jean Dupoirier, frases como ''Sólo una gente tonta es brillante a la hora del desayuno" o ''Por recuperar mi juventud lo haría todo, menos levantarme temprano, hacer ejercicio o ser útil a la sociedad". Las quejas por su desamparo las deja el histrionismo de Wilde para sus momentos de soledad.
Data de muy poco tiempo la revalorización del escritor, opacado por el personaje y su historia, porque es muy reciente la aceptación social de la homosexualidad. Sabido es que el brillante escritor, el dandy mimado por la sociedad de su época, casado y con hijos, tuvo una intensa relación amorosa con el joven y bello lord Alfred Douglas, hijo del marqués de Queensberry, que lo acusó de sodomía y a quien el imprudente Wilde abrió juicio por difamación, que perdió y fue apresado y obligado a trabajos forzados en la cárcel de Reading. A su salida, cubierto de ignominia, se refugió en Francia con el nombre de Sebastián Melmoth y murió poco después por causa de una meningitis. Es este último Wilde al que retrata Quirarte, el que en su doloroso tiempo final no puede apartar de su mente al traicionero Douglas, en escenas como cuando el generoso pero ya viejo Dupoirier le confiesa su amor por la jovencísima camarera Constanza, cuyo nombre le recuerda al escritor a la fiel esposa perdida. En la extraña escena en que se le aparece su amigo Bram Stoker (y que puede ser producto del ajenjo como la de la hada verde del ajenjo, dado que éste, quien todavía vivía, le acababa de dejar unas monedas de oro) como heraldo de la muerte, el autor juega con el mundo gótico entonces tan de boga, en que ambos comparan el vampirismo de Drácula con el posible de Dorian Gray: para Stoker el modelo de vampiro es el odioso actor Henry Irving, que lo sometiera a tantas humillaciones y para Wilde el vampiro es el innombrable Douglas que causó su ruina.
En una escenografía de Flavia Hevia y Enrique Enríquez, con una pared movible con un tapiz que es el único lujo de la habitación de pocos muebles y lecho de hierro con el pabellón del dosel desgarrado, que es movido a la par que la pared para dar diversos ángulos al trazo, Eduardo Ruiz Saviñón desplaza con mucho acierto a sus actores. Destacan escenas como la muy erótica del hada verde del ajenjo que juega corporalmente con los barrotes horizontales con que se dotó al dosel, la juguetona persecución de Wilde a Constanza, la distancia respetuosa y física que el hostelero conserva hacia su huésped y la manera de servirlo, las puertas al horror en la escena con Stoker.
Mauricio Davison es un actor que suele no gustarme, por su grandilocuencia y las impostaciones de su voz, pero en este papel de un Wilde siempre histriónico, hasta cuando está solo, en medio del delirio y prácticamente moribundo, su habitual desmesura es lo que se requería. El contraste (muy buscado y en todo un acierto del director) con la tímida presencia de Gilberto Pérez Gallardo, quien regresa a los escenarios universitarios con este montaje, como Jean Dupoirier, resalta ambas actuaciones. Excelente Elena de Haro, como Constanza, el garçon seducido por Wilde y el hada del ajenjo, en cuyos contrastes intervienen el vestuario de Adriana Olivera, pero no sólo eso, sino su capacidad actoral. Discreto (menos en su horrible barba roja, que afortunadamente se nota poco en su escena), José Roberto Hill como Stoker.