Sergio Zermeño
ƑApertura o capital social?
Cuando en 1989 Carlos Salinas de Gortari anunció la inminente firma de un tratado de libre comercio en América del Norte, uno de los dirigente empresariales más importantes de México declaró: "contamos con un plazo perentorio de siete meses para preparar nuestra planta productiva y así competir dignamente..." (Vicente Mayo). šSiete meses! Se necesita soberbia o cinismo para que un hombre de negocios o un profesionista llegue a esta desmesura; siete años después los empresarios nacionales eran una especie en extinción.
Trece años después, Vicente Fox asegura en la víspera de Monterrey que "la pobreza... sólo podrá resolverse si nos abrimos al mundo". Las organizaciones de la sociedad civil, en fin, otorgan un voto de confianza condicionado al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, advirtiéndoles que "deben mostrar con hechos la promesa de alcanzar un desarrollo sustentable con equidad".
Nos estamos haciendo tontos: ni aunque nos pasen la limosna mensualmente (.07 por ciento o incluso uno por ciento del PIB de aquellos países) o nos perdonen la deuda externa detendremos la pobreza creciente de nuestro país o cerraremos la brecha con los grandes de la OCDE. Nuestro problema está en otra parte y lo sabemos perfectamente, pero la era global nos permite descargar las responsabilidades en un enemigo exterior preciso y difuso al mismo tiempo.
El turismo es nuestro primer renglón de divisas (le siguen el petróleo, la maquila y las remesas de conacionales) y, sin embargo, somos incapaces de hacer negocios con "nuestras" playas y con "nuestro" sol, como sí lo lograron los españoles entre 1950 y 1990.
Las cadenas hoteleras son, cada vez más, un contubernio entre grandes firmas trasnacionales y burocracias públicas de todos los peldaños y todos los colores; las inmensas ganancias pertenecen a las primeras, y si hay condiciones se reinvierten, y si no existen se van del país.
Si de casualidad encontramos un hotelito agradable y bien atendido en alguna playa, pronto nos damos cuenta de que su éxito depende de un mediano o pequeño empresario italiano, francés o estadunidense que sufre amargamente por permisos e impuestos. Nuestra población hace las camas, limpia los lugares, se prostituye, maneja lanchas y taxis, aunque, para decir la verdad, las grandes cadenas prefieren tener sus propias flotillas de transporte para evitar asaltos y estandarizar las tarifas (claro, siempre y cuando el presidente municipal no decrete que sus clientelas políticas deben controlar taxis y camionetas, lo que produce una relación inversa con el mejoramiento del servicio y la superación del personal).
Los vendedores ambulantes que hormiguean en las playas son evitados acondicionando asoleaderos en los terrenos de los grandes hoteles y luego haciendo un corredor hacia el mar que vigilan sus empleados, de la misma manera que hacemos corredores turísticos en las grandes ciudades o como sucede con los tráilers, que traen las mercancías mientras son escoltados, a lo largo de un corredor, por patrullas y cámaras, o con la gente con dinero, que comienza a usar rutas hipervigiladas para evitar los secuestros.
El foxismo ganó, entre otras cosas, porque puso el dedo en este renglón: habló del changarro y el vocho evocando al pequeño empresario, al pequeño hotelero (quizás lo del vocho se cumplió en parte, pero como taxi pirata con todos los peligros asociados).
Lo cierto es que a un año y medio, ningún joven sabría adónde acudir para recibir algún entrenamiento; los programas sociales apenas comienzan a cambiar sus denominaciones zedillistas, y Vamos México opta por la caridad antes que por los programas serios de superación laboral. Atacar los grandes males primero exige reconocer que existen: no somos competitivos y no lo vamos a ser durante muchísimos años; afirmar lo contrario es la soberbia que nos mata.
Dejemos de dar votos de confianza y esperar soluciones desde afuera, concentrémonos en producir algo que se venda a partir de la capacitación de nuestros jóvenes y de alguna forma de defensa de los ámbitos en los que puedan ejercerla. Las limosnas de Monterrey están condicionadas a más apertura, a destruir lo que queda de nuestro capital social. Ese consenso no es nuestro.