Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 19 de marzo de 2002
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Economía
Ugo Pipitone

Atizapán y Monterrey

Uno se pregunta a veces cuán sensato sea tanto insistir en temas económicos, siendo evidente que ninguna economía existe en el vacío institucional. Si el plasma celular (llamémoslo instituciones), en que viaja el núcleo (llamémoslo economía), lleva en su corriente sustancias tóxicas (llamémoslas corrupción), no debería asombrar que en el largo plazo instituciones enfermas puedan ser el principal obstáculo a la eclosión de economías sanas. Cualquier cosa que esto quiera decir.

A contacto con la corrupción, todo lo mejor, establecido en libros o en prácticas de vida vivida de un pueblo, se descompone. En el lugar de la confianza en el Estado, el temor constante hacia él; en lugar que saber que ahí se concentra lo mejor de una sociedad, saber que existen altas posibilidades que ahí se tolere lo peor; en el puesto de la imagen colectiva de lo civilizado, el delirio interminable del depredador cívico incrustado en las instituciones: gobierno, policía, justicia, sindicatos, partidos, etcétera.

¿Es posible una economía endógenamente dinámica en un contexto de instituciones in-eficientes y no-creíbles? La pregunta es relevante porque si la respuesta fuera negativa, tal vez habría llegado el momento de entender que las instituciones son por lo menos tan esenciales como la economía para salir del atraso. Digámoslo brutalmente: con instituciones nigerianas no es imaginable la economía holandesa. Y, por cierto, con instituciones holandesas no sería imaginable una economía como la nigeriana. Y uso Nigeria como ejemplo para no mencionar ejemplos más cercanos que podrían inducir reacciones de patriotismo, o sea, de autoabsolución.

La economía ciertamente es esencial y vivir mejor sin producir más es un sueño guajiro. ¿Pero tiene sentido echar más y más agua en una manguera agujerada en que el resultado (en términos de calidad de vida y de convivencia) nunca está a la altura del esfuerzo? ¿No será el subdesarrollo una versión moderna del suplicio de Sísifo, donde las instituciones ocupan el lugar de la roca que siempre cae? Financiar el desarrollo dice Monterrey. ¿Para qué? podría preguntar alguien que supiera que instituciones de mala calidad son las serpientes (que no ofrecen conocimiento) de cualquier posible paraíso.

Y lleguemos a Atizapán. Por desgracia de sus habitantes, símbolo actual de lo que nos avergüenza. De acuerdo, Atizapán no es México; pero tampoco es Saturno. Derivemos las enseñanzas mínimas. Primera: la corrupción no desaparece con la salida del poder del partido que la convirtió en una bella arte. Segunda: el hijo que se rebela victoriosamente contra el padre, carga a veces una parte no pequeña de sus vicios. Y, corolario, reconocerlo es medida mínima de decencia. Tercera: si no se emprende una guerra a ultranza contra la corrupción en un ciclo de transición política, entonces ¿cuándo?

Digamos que es poco decente tratar los casos de corrupción más escandalosos, como ese de Atizapán, como si expresaran patologías individuales que no reflejan un gigantesco problema nacional. Como si las personas fueran siempre y sólo individuos, sobre todo en estos casos, para no turbar el sueño de los justos que, por una especie de reflejo adquirido, reacción a la mención de todo problema con tranquilizadoras monsergas patrióticas.

México tuvo (literalmente) encima un régimen político cuyo afán constructivo pronto se agotó para dejar lugar a una mezcla de actos individuales de depredación y colectivas ceremonias patrióticas. Un oleaje de corrupción que, partiendo de las instituciones, terminó por envolver cada aspecto de la vida social del país. A conclusión de ese prolongado ciclo histórico, la relación sociedad-instituciones toca uno de sus puntos más bajos. Pero eso no es asombroso. Lo que sí, es ese lenguaje tranquilo y reposado que viene de las nuevas autoridades, como si la tarea incumplida por décadas (la institucionalización de las instituciones) no nos estuviera estrangulando en el presente. Como si el tiempo fuera irrelevante. Como si denuncias y promesas electorales se aplacaran en una cotidianeidad condescendiente con lo peor.

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