Ugo Pipitone
Atizapán y Monterrey
Uno se pregunta a veces cuán sensato sea tanto
insistir en temas económicos, siendo evidente que ninguna economía
existe en el vacío institucional. Si el plasma celular (llamémoslo
instituciones), en que viaja el núcleo (llamémoslo economía),
lleva en su corriente sustancias tóxicas (llamémoslas corrupción),
no debería asombrar que en el largo plazo instituciones enfermas
puedan ser el principal obstáculo a la eclosión de economías
sanas. Cualquier cosa que esto quiera decir.
A contacto con la corrupción, todo lo mejor, establecido
en libros o en prácticas de vida vivida de un pueblo, se descompone.
En el lugar de la confianza en el Estado, el temor constante hacia él;
en lugar que saber que ahí se concentra lo mejor de una sociedad,
saber que existen altas posibilidades que ahí se tolere lo peor;
en el puesto de la imagen colectiva de lo civilizado, el delirio interminable
del depredador cívico incrustado en las instituciones: gobierno,
policía, justicia, sindicatos, partidos, etcétera.
¿Es posible una economía endógenamente
dinámica en un contexto de instituciones in-eficientes y no-creíbles?
La pregunta es relevante porque si la respuesta fuera negativa, tal vez
habría llegado el momento de entender que las instituciones son
por lo menos tan esenciales como la economía para salir del atraso.
Digámoslo brutalmente: con instituciones nigerianas no es imaginable
la economía holandesa. Y, por cierto, con instituciones holandesas
no sería imaginable una economía como la nigeriana. Y uso
Nigeria como ejemplo para no mencionar ejemplos más cercanos que
podrían inducir reacciones de patriotismo, o sea, de autoabsolución.
La economía ciertamente es esencial y vivir mejor
sin producir más es un sueño guajiro. ¿Pero tiene
sentido echar más y más agua en una manguera agujerada en
que el resultado (en términos de calidad de vida y de convivencia)
nunca está a la altura del esfuerzo? ¿No será el subdesarrollo
una versión moderna del suplicio de Sísifo, donde las instituciones
ocupan el lugar de la roca que siempre cae? Financiar el desarrollo dice
Monterrey. ¿Para qué? podría preguntar alguien que
supiera que instituciones de mala calidad son las serpientes (que no ofrecen
conocimiento) de cualquier posible paraíso.
Y lleguemos a Atizapán. Por desgracia de sus habitantes,
símbolo actual de lo que nos avergüenza. De acuerdo, Atizapán
no es México; pero tampoco es Saturno. Derivemos las enseñanzas
mínimas. Primera: la corrupción no desaparece con la salida
del poder del partido que la convirtió en una bella arte. Segunda:
el hijo que se rebela victoriosamente contra el padre, carga a veces una
parte no pequeña de sus vicios. Y, corolario, reconocerlo es medida
mínima de decencia. Tercera: si no se emprende una guerra a ultranza
contra la corrupción en un ciclo de transición política,
entonces ¿cuándo?
Digamos que es poco decente tratar los casos de corrupción
más escandalosos, como ese de Atizapán, como si expresaran
patologías individuales que no reflejan un gigantesco problema nacional.
Como si las personas fueran siempre y sólo individuos, sobre todo
en estos casos, para no turbar el sueño de los justos que, por una
especie de reflejo adquirido, reacción a la mención de todo
problema con tranquilizadoras monsergas patrióticas.
México tuvo (literalmente) encima un régimen
político cuyo afán constructivo pronto se agotó para
dejar lugar a una mezcla de actos individuales de depredación y
colectivas ceremonias patrióticas. Un oleaje de corrupción
que, partiendo de las instituciones, terminó por envolver cada aspecto
de la vida social del país. A conclusión de ese prolongado
ciclo histórico, la relación sociedad-instituciones toca
uno de sus puntos más bajos. Pero eso no es asombroso. Lo que sí,
es ese lenguaje tranquilo y reposado que viene de las nuevas autoridades,
como si la tarea incumplida por décadas (la institucionalización
de las instituciones) no nos estuviera estrangulando en el presente. Como
si el tiempo fuera irrelevante. Como si denuncias y promesas electorales
se aplacaran en una cotidianeidad condescendiente con lo peor.