Fernando del Paso
Religión y educación/ IV
La teología de la liberación
Considerada la teología como la ciencia que trata
del conocimiento de Dios y sus atributos, su ejercicio por parte de grandes
pensadores ?Platón y Aristóteles en sus orígenes,
San Agustín, San Bernardo de Claraval, Tomás de Aquino, San
Buenaventura, Duns Scoto, Melanchton, Francisco Suárez, Karl Barth?
le ha dado al mundo algunos de los escritos más admirables y complejos
de la historia. De aquí que se le niegue el carácter de "teología"
a una doctrina, como la de la "liberación", cuyos postulados y razonamientos,
cuyas premisas, parecen pecar de simples y elementales, carentes de misterio
y hermetismo.
Pero,
por un lado, guste o no, ese movimiento ha pasado ya a la historia -lo
que no quiere decir, si se me perdona la aparente redundancia, que haya
pasado al pasado- con ese apelativo: el de teología. Por el otro,
no pienso que debamos despreciar su sencillez, sus bondades, su pragmatismo,
que, en mi opinión, ganan tanto al comparárseles con la vacuidad
y gratuidad de los devaneos en los que han caído algunos de los
teólogos más insignes, al bordar en el aire sobre ángeles,
arcángeles, serafines y jerarquías, limbos, infiernos y purgatorios,
sin haberse puesto jamás de acuerdo en el número de ángeles
que caben en la punta de un alfiler.
Por último, si por ciencia se entiende "un cuerpo
de doctrina metódicamente ordenado que constituye un ramo particular
de los conocimientos humanos", tal es la definición que nos da el
diccionario, no le será posible nunca a la teología llegar
o acercarse siquiera al conocimiento de un Dios que es por definición
incomprensible, inefable, inasible, inabarcable. En todo caso se supone
que ese conocimiento ?o la sombra de él? se adquiere mediante una
relevación que, según afirma la iglesia, puede darse lo mismo
en los doctos que en los ignorantes y los humildes.
Me resulta casi inconcebible que un estudiante mexicano
de educación media superior no conozca, así sea a grandes
rasgos, los orígenes y la evolución de ese movimiento que,
enterrado -como muchos afirman- o a flor de tierra y palpitante, dormido
apenas ?como yo creo que está?, marcó un hito en la historia
de Latinoamérica.
Durante una infinidad de siglos, la Iglesia defendió
lo que se consideraba un orden establecido por la voluntad de Dios, conocida
ésta a través de la revelación en el sentido de que
los ricos eran ricos y los pobres, pobres, los privilegiados, privilegiados
y los oprimidos, oprimidos, porque ése era el deseo, el designio,
inescrutable, del Creador. Más allá de la muerte, las cosas
serían distintas: de los pobres de espíritu sería
el reino de los cielos, del cual estarían excluidos los ricos, pues
más fácil sería pasar un camello por el ojo de una
aguja, que permitir el ingreso de un rico al paraíso. El hambre,
la miseria, la opresión, la desesperanza sobre la Tierra: para todo
había una versión particular del cielo que todo lo compensaría.
Sin embargo, tras haberse multiplicado en ese mundo, en
este planeta, los atisbos de un infierno no futuro, sino presente, una
parte de la Iglesia católica comenzó a preguntarse si en
verdad es la voluntad de Dios que los pobres sean pobres y los ricos sean
ricos. Después de todo, si no se mueve la hoja de un árbol
sin la voluntad de Dios, y la teología tiene como objeto y fundamento
la verdad revelada, ésta bien podría manifestarse a algunos
fieles como una voluntad distinta a la que siempre se le había atribuido
al Creador.
Ese fue el caso, sin duda, de algunos sacerdotes.
En
los programas de estudios de enseñanza media superior, debería
enseñarse cómo fue que una parte de la Iglesia de América
Latina comenzó a tomar conciencia de las espantosas realidades de
nuestro continente, y de la posibilidad de combatirlas. Cómo fue
que en la primera reunión plenaria de la Conferencia Episcopal de
América Latina, que se efectuó en Río de Janerio en
1955, se comenzó a reconocer los gravísimos problemas sociales
del continente, y cómo, en 1967, en su encíclica Populorum
Progressio, que fue calificada por el Wall Street Journal como
"marxismo recalentado", el papa Juan XXIII hizo una fuerte crítica
contra el orden económico internacional, y afirmó que el
progreso humano es una evidencia de la labor de Dios en la Tierra.
A esto siguieron la segunda plenaria de la CELAM, en Medellín,
Colombia, en la cual los obispos denunciaron la violencia institucionalizada
y exigieron cambios radicales y rápidos, profundos, y en 1971 el
Sínodo Mundial de Obispos, el cual señaló que la obligación
de luchar por la justicia está implícita en el Evangelio.
En esas dos décadas -los sesenta y los setenta-
el florecimiento de cruentas dictaduras latinoamericanas y con ellas el
terror ejercido por ambas partes, opresores y oprimidos, fortaleció
esa toma de conciencia, colectiva por una parte de la Iglesia, individual
por parte de los primeros enunciadores de la Teología de la Liberación:
poco antes de Medellín, el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez
esbozó los postulados de la teoría, pero a la teoría
se había adelantado el sacerdote colombiano Camilo Torres, muerto
en combate en febrero de 1966.
Torres fue una entre muchas víctimas de la violencia
-en su caso, como en el de otros, de la ajena y la propia-: según
Phillip Berryman, en su libro Liberation Theology, tan sólo
entre 64 y 78 hubo en América Latina 41 sacerdotes asesinados -seis
de ellos guerrilleros-, 22 desaparecidos, 485 arrestados, 46 torturados
y 253 expulsados de sus países. No figuró en esa lista, por
haber sido asesinado en 1980, el arzobispo Oscar Romero, de El Salvador,
y tampoco, desde luego, monseñor Gerardi, de Guatemala.
No
formaría parte de esta enseñanza, desde luego, el elogio
a la violencia, aunque no estaría por demás recordar el apoyo
abierto de la Iglesia a "las guerras justas" en las que ha intervenido
directa o indirectamente a lo largo de la historia, y el hecho por demás
significativo de que algunos de los principales caudillos de nuestra guerra
de independencia, como Hidalgo, Morelos y Matamoros fueron sacerdotes que
se levantaron en armas, así como lo que dicen ciertos textos sagrados.
Por ejemplo, el Eclesiástico -no el Eclesiastés: el
Eclesiástico, libro canónico del Antiguo Testamento-, el
cual, en el versículo 22 del capítulo 34 dice:
"Mata a su prójimo quien le arrebata el sustento:
vierte sangre quien le quita el jornal al jornalero."
La historia de la Teología de la Liberación
nos proporciona abundantes ejemplos de sacerdotes que en su lucha contra
los caciques y los gobiernos, los terratenientes, las empresas multinacionales,
los asesinos, los militares y los paramilitares, nunca se levantaron en
armas y acudieron tan sólo a "la espada de Dios, que es su palabra",
como el propio Romero, Helder Cámara, Méndez Arceo, Leonardo
y Clodovis Boff, Ernesto Cardenal y otros más.
Motivo de análisis deberán ser, por supuesto,
en estos programas, los argumentos de los más importantes detractores
de la Teología de la Liberación, con objeto de determinar,
en lo posible, si son sustentables las acusaciones de quienes han considerado
a sus abanderados como comunistas.
Yo diría que, en principio de cuentas, no es ateísmo
lo que se les puede endilgar: sucede que esos sacerdotes, muchos de los
cuales probablemente nunca leyeron a Hegel, Marx, Lenin o Gramsci, encontraron
una coincidencia entre el propósito del marxismo y el cristianismo
de luchar por una sociedad más justa, y pensaron que algunos de
los principios económicos del marxismo no eran incompatibles con
el Evangelio. El fracaso rotundo de los regímenes comunistas de
Europa no invalida el objetivo en el que se resumen todas las aspiraciones:
justicia social.