Edward W. Said
Reflexiones sobre Estados Unidos
No conozco un solo hombre o mu-jer estadunidense musulmán
o de origen árabe que no sienta que está en territorio enemigo
y que el momento actual nos ofrece una experiencia especialmente desagradable
de aislamiento, de una hostilidad muy extendida enfocada a un blanco muy
específico. Pese a las ocasionales declaraciones oficiales de que
el Islam, los árabes y los musulmanes no son enemigos de Estados
Unidos, todo lo demás en la situación actual parece exactamente
lo contrario. Cientos de jóvenes árabes y musulmanes han
sido elegidos para interrogatorio y en número excesivo han sido
detenidos por la policía o la FBI. En las revisiones de seguridad
en los aeropuertos, por lo regular se separa de la fila a cualquier persona
que tenga nombre árabe o musulmán para darle atención
especial.
Se han reportado muchos ejemplos de conducta discriminatoria
contra árabes; hablar árabe o incluso leer un documento en
ese idioma capta de inmediato una atención indeseable. Y por supuesto,
los me-dios han presentado un número abrumador de "expertos" y "comentaristas"
sobre el terrorismo, el Islam y los árabes, cuya repetitiva y reduccionista
cantilena es tan hostil y distorsiona en tal forma nuestra historia, sociedad
y cultura, que los propios medios se han vuelto poco más que un
arma en la guerra contra el terrorismo en Afganistán y en otras
partes, como parece ocurrir ahora con el proyectado ataque para "acabar"
con Irak. Ya hay fuerzas estadunidenses en varios países de importante
población musulmana como Filipinas y Somalia; continúa la
campaña contra Irak e Israel prolonga su sádico castigo colectivo
al pueblo palestino, todo lo cual cuenta al parecer con gran aprobación
en Estados Unidos.
Impresiones equivocadas
Si
bien esto es cierto en varios aspectos, también puede dar impresiones
equivocadas. Estados Unidos es mucho más de lo que George W. Bush,
Donald Rumsfeld y los otros dicen que es. He llegado a detestar la idea
de que debo aceptar la imagen de un país envuelto en una "guerra
justa" contra lo que Bush y sus consejeros han etiquetado en forma unilateral
como terrorismo, en la cual se nos ha asignado el papel ya sea de testigos
silenciosos o de inmigrantes puestos a la defensiva que debemos sentirnos
agradecidos de que se nos permita vivir aquí.
Las realidades históricas son diferentes: éste
es un país de inmigrantes y siempre lo ha sido. Es una nación
regida por leyes que no fueron dictadas por Dios sino por sus ciudadanos.
Salvo los más masacrados de los americanos nativos ?los indígenas
que poblaban este suelo?, todo aquel que vive hoy aquí como ciudadano
estadunidense fue en sus orígenes un inmigrante venido de otra parte,
incluso Bush y Rumsfeld. La Constitución no estatuye diferentes
niveles de nacionalidad, ni formas aprobadas y desaprobadas de "conducta
estadunidense", ni siquiera esas actitudes u opiniones que se han llegado
a considerar "no estadunidenses" o "antiestadunidenses". Esas son invenciones
de los talibanes locales que quieren reglamentar la conducta y la expresión
en formas que me recuerdan en forma estremecedora al antiguo régimen
de Afganistán. Y por más que Bush insista en la importancia
de la religión en el país, no está autorizado a imponer
tales puntos de vista a los ciudadanos ni a hablar en nombre de todos cuando
hace proclamaciones en China o en cualquier otro lado acerca de Dios, el
país y él mismo. La Constitución separa expresamente
la Iglesia del Estado.
Hay algo peor. Al aprobar la Ley de Patriotismo, en noviembre
pasado, Bush y su aquiescente Congreso suprimieron o abrogaron secciones
enteras de las en-miendas constitucionales primera, cuarta, quinta y octava,
instituyeron procedimientos judiciales contra individuos que no conceden
el derecho a una defensa apropiada ni a un juicio justo; que autorizan
investigaciones secretas, espionaje y detenciones ilimitadas, y que, a
juzgar por el trato dado a los prisioneros de Guantánamo, deciden
en forma unilateral si son prisioneros de guerra o no y si se les aplica
la Convención de Ginebra o no, decisión que no puede ser
tomada por una nación en lo individual.
Un discurso brillante
Más aún: como señaló Dennis
Kucinich, representante demócrata de Ohio, en un magnífico
discurso pronunciado el 17 de febrero, el presidente y sus hombres no estaban
autorizados a declarar la guerra (la operación Libertad Duradera)
contra el mundo sin límite ni razón, a elevar el gasto
militar en 400 mil millones de dólares por año ni a derogar
las garantías constitucionales. Tampoco -añadió, y
es la primera ocasión en que un importante funcionario público
elegido por mandato popular hace tal señalamiento- "pedimos que
la sangre inocente de las personas que perecieron el 11 de septiembre fuera
vengada con la sangre de aldeanos inocentes de Afganistán". Recomiendo
con énfasis que el discurso de Kucinich, compuesto con los mejores
principios y valores estadunidenses en mente, sea publicado íntegro
en árabe para que la población de nuestra parte del mundo
en-tienda que esta nación no es un monolito para uso de George Bush
y Dick Cheney, sino que contiene muchas voces y corrientes de opinión
que el gobierno intenta silenciar o volver irrelevantes.
El problema actual del mundo es cómo tratar con
el poder sin paralelo y sin precedente de Washngton, que por cierto no
se ha cuidado de ocultar el hecho de que no necesita coordinación
ni aprobación de los demás países para perseguir lo
que el pequeño círculo de hombres y mujeres que rodea a Bush
considera que son sus intereses.
En lo que se refiere al Medio Oriente, parece que desde
el 11 de septiembre se ha dado casi una israelización de la política
estadunidense. De hecho, Ariel Sharon y sus asociados han explotado con
cinismo la atención unívoca dada por George Bush al "terrorismo"
y la han empleado como tapadera para continuar su política fallida
contra los palestinos. Lo importante aquí es que ni Israel es Estados
Unidos ni éste, por fortuna, es Israel: por tanto, aunque Israel
concentre por el momento el apoyo de Bush, es un pequeño país
cuya subsistencia continúa como Estado etnocéntrico en medio
de un mar árabe islámico requiere no tanto de su conveniente
si no infinita dependencia de Estados Unidos, sino más bien de una
adaptación a su ambiente, y no de éste a Israel. Por eso
creo que al fin muchos israelíes comienzan a darse cuenta de que
la política de Sharon es suicida, y que son cada vez más
los que adoptan como modelo de su propia perspectiva y resistencia la posición
de los oficiales de reserva que se niegan a servir en los territorios autónomos.
Este es el mejor acontecimiento que ha surgido de la intifada: prueba
que el valor y el desafío palestinos al resistirse a la ocupación
por fin comienzan a dar fruto.
El bien y el mal
Lo que no ha cambiado, sin embargo, es la postura estadunidense,
en la que Bush y su gente se identifican (ya desde el mismo nombre de su
campaña militar, operación Libertad Duradera) con
la virtud, la pureza y el bien -y el destino manifiesto- y a sus enemigos
externos con un mal igualmente absoluto. Quien lea la prensa mundial en
las semanas recientes puede apreciar que el público fuera de Estados
Unidos está al mismo tiempo perplejo y aterrorizado por la vaguedad
de la política de Washington, que se arroga el derecho de imaginar
y crear enemigos a escala mundial y luego emprende guerras contra ellos
sin conceder mayor importancia a la precisión y la definición,
a la especificación de miras, a la concreción de objetivos
o, lo que es peor, a la legalidad de tales acciones.
¿Qué significa derrotar al "terrorismo maligno"
en un mundo como el nuestro? No puede significar erradicar a todo el que
se oponga a Estados Unidos, tarea infinita y extrañamente inútil,
ni tampoco cambiar el mapa al gusto estadunidense y poner a quienes creemos
que son los "chicos buenos" en lugar de criaturas malignas como Saddam
Hussein. La radical simplicidad de todo esto es atractiva para burócratas
de Washington cuyo dominio es puramente teórico, o que, sentados
tras escritorios en el Pentágono, tienden a ver el mundo co-mo un
blanco distante para el poder de su país, muy real y prácticamente
sin rival al frente. Y es que, si uno vive a 15 mil kilómetros de
cualquier Estado maligno conocido y tiene a su disposición hectáreas
enteras de aviones de guerra, 19 portaviones y docenas de submarinos, más
millón y medio de hombres armados, todos ansiosos por servir a su
patria con el ideal de combatir lo que Bush y Condoleezza Rice insisten
en llamar el mal, lo más probable es que uno desee usar todo ese
poder alguna vez en alguna parte, sobre todo si el gobierno insiste en
pedir (y obtiene) miles de millones de dólares para acumularlos
al ya cuantioso presupuesto de defensa.
Desde mi punto de vista lo más estremecedor de
todo es que, con pocas excepciones, los intelectuales y comentaristas más
prominentes del país han tolerado el programa de Bush, y en algunos
casos flagrantes han intentado sobrepasarlo en sofisterías sobre
la propia virtud, autoelogios sin críticas y argumentos espesos.
Lo que no aceptan es que el mundo en que vivimos, el mundo histórico
de naciones y pueblos, es movido por la política y puede ser entendido
por medio de ella, no por enormes categorías absolutas como el bien
y el mal, con Estados Unidos siempre del lado bueno y sus enemigos en el
malo. Cuando Thomas Friedman sermonea a los árabes y les dice que
deben ser más autocríticos, a sus palabras les falta precisamente
un poco de autocrítica. Supone que en alguna forma las atrocidades
del 11 de septiembre le dan derecho a predicar a otros, como si sólo
Estados Unidos hubiera sufrido daños terribles, y como si las vidas
perdidas en otras partes del mundo no merecieran lamentos ni pudieran dar
pie también a importantes conclusiones morales.
Uno advierte las mismas discrepancias y ceguera cuando
los intelectuales israelíes se concentran en sus propias tragedias
y dejan fuera de la ecuación el sufrimiento mucho mayor de un pueblo
desposeído que carece de un Estado, de un ejército, de una
fuerza aérea o de un gobierno apropiado, es decir, de los palestinos,
cuyo castigo a manos de Israel continúa minuto a minuto, hora tras
hora. Esa especie de ceguera moral, esa incapacidad de evaluar y sopesar
comparativamente las evidencias de los pecadores y las de las víctimas
de los pecados ?para usar un lenguaje moralista que normalmente evito y
detesto? está a la orden del día, y el deber del intelectual
crítico es no caer en ella y hacer campaña activa para que
otros no caigan. No basta con decir en tono hueco que todo el sufrimiento
humano es igual y después seguir lamentando básicamente las
propias miserias; es mucho más importante ver lo que hace la parte
más poderosa y cuestionarlo en vez de justificarlo. La voz del intelectual
se opone y enjuicia al gran poder, que todo el tiempo requiere de una conciencia
que lo restrinja y clarifique y de una perspectiva comparativa, de modo
que la víctima no acabe cargando con la culpa, como suele suceder,
y el poder real no se vea animado a hacer su voluntad.
Un sermón intelectual
Hace
una semana me quedé paralizado cuando un amigo me preguntó
qué opinaba de una declaración suscrita por 60 intelectuales
estadunidenses que fue publicada en los principales diarios de Francia,
Alemania, Italia y otros países europeos pero no apareció
en Estados Unidos, excepto en Internet, donde pocos se enteraron de ella.
Esta declaración tomaba la forma de un pomposo sermón en
el que se destaca que la guerra contra el terrorismo y el mal es "justa"
y apegada a los valores estadunidenses, según los define este grupo
que se ha erigido en intérprete de nuestra nación. La declaración,
pagada y patrocinada por algo llamado Instituto para los Valores Estadunidenses,
cuyo principal objetivo ?bien dotado de recursos económicos? es
propagar ideas en favor de las familias, la "paternidad", la "maternidad"
y Dios, estaba firmada por Samuel Huntington, Francis Fukuyama, Daniel
Patrick Moynihan, entre muchos otros, pero fue escrita básicamente
por la académica feminista conservadora Jean Bethke Elshtain, y
su argumento principal sobre la "justicia" de la guerra fue inspirado por
el profesor Michael Walzer, supuesto socialista aliado del lobby
pro israelí, cuyo papel es justificar todo lo que Tel Aviv hace
recurriendo a principios vagamente izquierdistas. Al firmar esta declaración,
Walzer ha renunciado a toda pretensión de izquierdismo y, al igual
que Sharon, se alinea con una interpretación bastante cuestionable
de Washington como un virtuoso guerrero contra el terror y el mal, con
el fin de hacer creer que Israel y Estados Unidos son naciones semejantes
con objetivos similares.
Nada puede estar más lejos de la verdad, puesto
que Israel no es el Estado de sus ciudadanos sino de todo el pueblo judío,
mientras que Estados Unidos es sin lugar a dudas el Estado de sus ciudadanos
únicamente. Además, Walzer nunca tuvo el va-lor de
expresar que al apoyar a Israel apoya a un Estado estructurado sobre principios
etnorreligiosos, a lo cual con típica hipocresía se opondría
en su país si éste se declarara blanco y cristiano.
Al margen de las inconsistencias e hipocresías
de Walzer, el documento se dirige en realidad a "nuestros hermanos musulmanes"
que supuestamente entienden que la guerra estadunidense no es contra el
Is-lam, sino contra quienes se oponen a toda clase de principios, algo
con lo cual resulta difícil no estar de acuerdo. ¿Quién
pue-de oponerse al principio de que todos los seres humanos son iguales,
que es malo matar en nombre de Dios, que la libertad de conciencia es excelente,
que "el sujeto básico de la sociedad es la persona humana y la función
legítima del gobierno es proteger y propiciar las condiciones para
el florecimiento humano?" De ahí en adelante, sin embargo, Estados
Unidos resulta ser la parte afectada y, aun cuando se reconocen muy brevemente
algunos de sus errores políticos (sin mencionar nada específico
en detalle), se le presenta como una nación apegada estrictamente
a principios exclusivos de ella: que toda persona posee una dignidad moral
y un estatus inherente, que las verdades morales universales existen y
son asequibles a todos, que es importante la civilidad cuando hay desacuerdos
y que la libertad de conciencia y religión es un reflejo de la dignidad
humana esencial y es universalmente reconocida.
Magnífico. Porque si bien los autores de este sermón
dicen que a menudo estos grandes principios se contravienen, no se hace
ningún intento sostenido por decir dónde y cuándo
ocurren tales transgresiones, o si es más frecuente la contravención
que la observación de ellos, ni nada así de concreto. Sin
embargo, en una extensa nota al pie de la página, Walzer y sus colegas
hacen una lista de cuántos "asesinatos" de estadunidenses han ocurrido
a manos de árabes y musulmanes, entre ellos los de los infantes
de marina en Beirut en 1983 y los de otros combatientes militares. Por
alguna razón a estos militantes defensores de Estados Unidos les
parece valioso hacer semejante lista en tanto que los asesinatos de árabes
y musulmanes ?entre ellos los cientos de miles muertos por Israel con armas
y apoyo estadunidenses, o los cientos de miles muertos por las sanciones
estadunidenses contra la inocente población civil de Irak? no se
mencionan ni contabilizan.
¿Qué dignidad puede haber en la humillación
israelí de Palestina, con la complicidad e incluso la cooperación
estadunidense, y dónde radica la nobleza y conciencia moral de no
decir nada mientras se asesina a niños palestinos, se mantiene bajo
sitio a millones de personas y otros millones más tienen que vivir
como refugiados sin patria? ¿O, para el caso, de los millones de
muertos en Vietnam, Colombia, Turquía e Indonesia, con apoyo y consentimiento
de Washington?
Nueva guerra fría
En conjunto, esta declaración de principios y quejas
dirigida por los intelectuales estadunidenses a sus hermanos árabes
no parece una manifestación de conciencia real ni de auténtica
crítica intelectual contra el uso arrogante del poder, sino más
bien es la descarga inicial de una nueva guerra fría declarada
por Washington, al parecer con la cooperación, irónicamente,
de esos islamitas que han afirmado que "nuestra" guerra es al lado de Occidente
y de Estados Unidos.
Hablando como alguien que tiene raigambre tanto estadunidense
como árabe, esta suerte de retórica de aerosecuestrador me
parece profundamente cuestionable. Si bien se disfraza de explicación
de principios y declaración de valores, en realidad es exactamente
lo contrario, un ejercicio de no saber, de cegar a los lectores
con una retórica patriotera que estimula la ignorancia en tanto
pasa por alto la política, la historia y los temas morales verdaderos.
Pese a su vulgar comercio de grandes "principios y valores", lo único
que hace es esgrimirlos con una bravuconería dirigida a amilanar
y someter a los lectores extranjeros. Tengo la impresión de que
este documento no se publicó en el país por dos razones:
una, porque recibiría críticas tan severas de los lectores
estadunidenses que acabaría siendo desechado entre carcajadas, y
dos, porque se le diseñó como parte de un mecanismo de muy
alto presupuesto, recientemente anunciado por el Pentágono, que
coloca la propaganda como parte del esfuerzo bélico, destinada por
lo tanto al consumo externo.
Sea como fuere, la publicación de "¿Qué
son los valores estadunidenses?" augura una era nueva y degradante de producción
de discursos intelectuales. Cuando los in-telectuales del país más
poderoso en la historia del mundo se alinean en forma tan flagrante con
ese poder, y presionan en favor de la causa que ese poder impulsa en vez
de instar a la prudencia, a la reflexión, a la comunicación
y comprensión genuinas, volvemos a los viejos malos tiempos de la
guerra intelectual contra el comunismo, que hoy sabemos engendró
tantos pactos, colaboraciones e invenciones por parte de intelectuales
y artistas que debieron asumir un papel enteramente distinto.
Subsidiados y respaldados por el gobierno (en especial
la CIA, que llegó incluso a subvencionar revistas como Encounter
y a financiar investigaciones académicas, gi-ras, conciertos
y exhibiciones artísticas), estos intelectuales y artistas de militancia
irreflexiva y acrítica dieron en las décadas de 1950 y 1960
una nueva y desastrosa dimensión a la noción de honradez
y complicidad intelectual. Y es que ese esfuerzo vino aunado a una campaña
interna para ahogar el debate, intimidar a los críticos y restringir
el pensamiento. Para muchos estadunidenses como yo, se trata de un episodio
vergonzoso de nuestra historia, y debemos estar en guardia contra su retorno
y oponernos a él.
Traducción: Jorge Anaya
© Edward W. Said