Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 2 de marzo de 2002
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Mundo
Edward W. Said

Reflexiones sobre Estados Unidos

No conozco un solo hombre o mu-jer estadunidense musulmán o de origen árabe que no sienta que está en territorio enemigo y que el momento actual nos ofrece una experiencia especialmente desagradable de aislamiento, de una hostilidad muy extendida enfocada a un blanco muy específico. Pese a las ocasionales declaraciones oficiales de que el Islam, los árabes y los musulmanes no son enemigos de Estados Unidos, todo lo demás en la situación actual parece exactamente lo contrario. Cientos de jóvenes árabes y musulmanes han sido elegidos para interrogatorio y en número excesivo han sido detenidos por la policía o la FBI. En las revisiones de seguridad en los aeropuertos, por lo regular se separa de la fila a cualquier persona que tenga nombre árabe o musulmán para darle atención especial.

Se han reportado muchos ejemplos de conducta discriminatoria contra árabes; hablar árabe o incluso leer un documento en ese idioma capta de inmediato una atención indeseable. Y por supuesto, los me-dios han presentado un número abrumador de "expertos" y "comentaristas" sobre el terrorismo, el Islam y los árabes, cuya repetitiva y reduccionista cantilena es tan hostil y distorsiona en tal forma nuestra historia, sociedad y cultura, que los propios medios se han vuelto poco más que un arma en la guerra contra el terrorismo en Afganistán y en otras partes, como parece ocurrir ahora con el proyectado ataque para "acabar" con Irak. Ya hay fuerzas estadunidenses en varios países de importante población musulmana como Filipinas y Somalia; continúa la campaña contra Irak e Israel prolonga su sádico castigo colectivo al pueblo palestino, todo lo cual cuenta al parecer con gran aprobación en Estados Unidos.

Impresiones equivocadas

Si bien esto es cierto en varios aspectos, también puede dar impresiones equivocadas. Estados Unidos es mucho más de lo que George W. Bush, Donald Rumsfeld y los otros dicen que es. He llegado a detestar la idea de que debo aceptar la imagen de un país envuelto en una "guerra justa" contra lo que Bush y sus consejeros han etiquetado en forma unilateral como terrorismo, en la cual se nos ha asignado el papel ya sea de testigos silenciosos o de inmigrantes puestos a la defensiva que debemos sentirnos agradecidos de que se nos permita vivir aquí.

Las realidades históricas son diferentes: éste es un país de inmigrantes y siempre lo ha sido. Es una nación regida por leyes que no fueron dictadas por Dios sino por sus ciudadanos. Salvo los más masacrados de los americanos nativos ?los indígenas que poblaban este suelo?, todo aquel que vive hoy aquí como ciudadano estadunidense fue en sus orígenes un inmigrante venido de otra parte, incluso Bush y Rumsfeld. La Constitución no estatuye diferentes niveles de nacionalidad, ni formas aprobadas y desaprobadas de "conducta estadunidense", ni siquiera esas actitudes u opiniones que se han llegado a considerar "no estadunidenses" o "antiestadunidenses". Esas son invenciones de los talibanes locales que quieren reglamentar la conducta y la expresión en formas que me recuerdan en forma estremecedora al antiguo régimen de Afganistán. Y por más que Bush insista en la importancia de la religión en el país, no está autorizado a imponer tales puntos de vista a los ciudadanos ni a hablar en nombre de todos cuando hace proclamaciones en China o en cualquier otro lado acerca de Dios, el país y él mismo. La Constitución separa expresamente la Iglesia del Estado.

Hay algo peor. Al aprobar la Ley de Patriotismo, en noviembre pasado, Bush y su aquiescente Congreso suprimieron o abrogaron secciones enteras de las en-miendas constitucionales primera, cuarta, quinta y octava, instituyeron procedimientos judiciales contra individuos que no conceden el derecho a una defensa apropiada ni a un juicio justo; que autorizan investigaciones secretas, espionaje y detenciones ilimitadas, y que, a juzgar por el trato dado a los prisioneros de Guantánamo, deciden en forma unilateral si son prisioneros de guerra o no y si se les aplica la Convención de Ginebra o no, decisión que no puede ser tomada por una nación en lo individual.

Un discurso brillante

Más aún: como señaló Dennis Kucinich, representante demócrata de Ohio, en un magnífico discurso pronunciado el 17 de febrero, el presidente y sus hombres no estaban autorizados a declarar la guerra (la operación Libertad Duradera) contra el mundo sin límite ni razón, a elevar el gasto militar en 400 mil millones de dólares por año ni a derogar las garantías constitucionales. Tampoco -añadió, y es la primera ocasión en que un importante funcionario público elegido por mandato popular hace tal señalamiento- "pedimos que la sangre inocente de las personas que perecieron el 11 de septiembre fuera vengada con la sangre de aldeanos inocentes de Afganistán". Recomiendo con énfasis que el discurso de Kucinich, compuesto con los mejores principios y valores estadunidenses en mente, sea publicado íntegro en árabe para que la población de nuestra parte del mundo en-tienda que esta nación no es un monolito para uso de George Bush y Dick Cheney, sino que contiene muchas voces y corrientes de opinión que el gobierno intenta silenciar o volver irrelevantes.

El problema actual del mundo es cómo tratar con el poder sin paralelo y sin precedente de Washngton, que por cierto no se ha cuidado de ocultar el hecho de que no necesita coordinación ni aprobación de los demás países para perseguir lo que el pequeño círculo de hombres y mujeres que rodea a Bush considera que son sus intereses.

En lo que se refiere al Medio Oriente, parece que desde el 11 de septiembre se ha dado casi una israelización de la política estadunidense. De hecho, Ariel Sharon y sus asociados han explotado con cinismo la atención unívoca dada por George Bush al "terrorismo" y la han empleado como tapadera para continuar su política fallida contra los palestinos. Lo importante aquí es que ni Israel es Estados Unidos ni éste, por fortuna, es Israel: por tanto, aunque Israel concentre por el momento el apoyo de Bush, es un pequeño país cuya subsistencia continúa como Estado etnocéntrico en medio de un mar árabe islámico requiere no tanto de su conveniente si no infinita dependencia de Estados Unidos, sino más bien de una adaptación a su ambiente, y no de éste a Israel. Por eso creo que al fin muchos israelíes comienzan a darse cuenta de que la política de Sharon es suicida, y que son cada vez más los que adoptan como modelo de su propia perspectiva y resistencia la posición de los oficiales de reserva que se niegan a servir en los territorios autónomos. Este es el mejor acontecimiento que ha surgido de la intifada: prueba que el valor y el desafío palestinos al resistirse a la ocupación por fin comienzan a dar fruto.

El bien y el mal

Lo que no ha cambiado, sin embargo, es la postura estadunidense, en la que Bush y su gente se identifican (ya desde el mismo nombre de su campaña militar, operación Libertad Duradera) con la virtud, la pureza y el bien -y el destino manifiesto- y a sus enemigos externos con un mal igualmente absoluto. Quien lea la prensa mundial en las semanas recientes puede apreciar que el público fuera de Estados Unidos está al mismo tiempo perplejo y aterrorizado por la vaguedad de la política de Washington, que se arroga el derecho de imaginar y crear enemigos a escala mundial y luego emprende guerras contra ellos sin conceder mayor importancia a la precisión y la definición, a la especificación de miras, a la concreción de objetivos o, lo que es peor, a la legalidad de tales acciones.

¿Qué significa derrotar al "terrorismo maligno" en un mundo como el nuestro? No puede significar erradicar a todo el que se oponga a Estados Unidos, tarea infinita y extrañamente inútil, ni tampoco cambiar el mapa al gusto estadunidense y poner a quienes creemos que son los "chicos buenos" en lugar de criaturas malignas como Saddam Hussein. La radical simplicidad de todo esto es atractiva para burócratas de Washington cuyo dominio es puramente teórico, o que, sentados tras escritorios en el Pentágono, tienden a ver el mundo co-mo un blanco distante para el poder de su país, muy real y prácticamente sin rival al frente. Y es que, si uno vive a 15 mil kilómetros de cualquier Estado maligno conocido y tiene a su disposición hectáreas enteras de aviones de guerra, 19 portaviones y docenas de submarinos, más millón y medio de hombres armados, todos ansiosos por servir a su patria con el ideal de combatir lo que Bush y Condoleezza Rice insisten en llamar el mal, lo más probable es que uno desee usar todo ese poder alguna vez en alguna parte, sobre todo si el gobierno insiste en pedir (y obtiene) miles de millones de dólares para acumularlos al ya cuantioso presupuesto de defensa.

Desde mi punto de vista lo más estremecedor de todo es que, con pocas excepciones, los intelectuales y comentaristas más prominentes del país han tolerado el programa de Bush, y en algunos casos flagrantes han intentado sobrepasarlo en sofisterías sobre la propia virtud, autoelogios sin críticas y argumentos espesos. Lo que no aceptan es que el mundo en que vivimos, el mundo histórico de naciones y pueblos, es movido por la política y puede ser entendido por medio de ella, no por enormes categorías absolutas como el bien y el mal, con Estados Unidos siempre del lado bueno y sus enemigos en el malo. Cuando Thomas Friedman sermonea a los árabes y les dice que deben ser más autocríticos, a sus palabras les falta precisamente un poco de autocrítica. Supone que en alguna forma las atrocidades del 11 de septiembre le dan derecho a predicar a otros, como si sólo Estados Unidos hubiera sufrido daños terribles, y como si las vidas perdidas en otras partes del mundo no merecieran lamentos ni pudieran dar pie también a importantes conclusiones morales.

Uno advierte las mismas discrepancias y ceguera cuando los intelectuales israelíes se concentran en sus propias tragedias y dejan fuera de la ecuación el sufrimiento mucho mayor de un pueblo desposeído que carece de un Estado, de un ejército, de una fuerza aérea o de un gobierno apropiado, es decir, de los palestinos, cuyo castigo a manos de Israel continúa minuto a minuto, hora tras hora. Esa especie de ceguera moral, esa incapacidad de evaluar y sopesar comparativamente las evidencias de los pecadores y las de las víctimas de los pecados ?para usar un lenguaje moralista que normalmente evito y detesto? está a la orden del día, y el deber del intelectual crítico es no caer en ella y hacer campaña activa para que otros no caigan. No basta con decir en tono hueco que todo el sufrimiento humano es igual y después seguir lamentando básicamente las propias miserias; es mucho más importante ver lo que hace la parte más poderosa y cuestionarlo en vez de justificarlo. La voz del intelectual se opone y enjuicia al gran poder, que todo el tiempo requiere de una conciencia que lo restrinja y clarifique y de una perspectiva comparativa, de modo que la víctima no acabe cargando con la culpa, como suele suceder, y el poder real no se vea animado a hacer su voluntad.

Un sermón intelectual

Hace una semana me quedé paralizado cuando un amigo me preguntó qué opinaba de una declaración suscrita por 60 intelectuales estadunidenses que fue publicada en los principales diarios de Francia, Alemania, Italia y otros países europeos pero no apareció en Estados Unidos, excepto en Internet, donde pocos se enteraron de ella. Esta declaración tomaba la forma de un pomposo sermón en el que se destaca que la guerra contra el terrorismo y el mal es "justa" y apegada a los valores estadunidenses, según los define este grupo que se ha erigido en intérprete de nuestra nación. La declaración, pagada y patrocinada por algo llamado Instituto para los Valores Estadunidenses, cuyo principal objetivo ?bien dotado de recursos económicos? es propagar ideas en favor de las familias, la "paternidad", la "maternidad" y Dios, estaba firmada por Samuel Huntington, Francis Fukuyama, Daniel Patrick Moynihan, entre muchos otros, pero fue escrita básicamente por la académica feminista conservadora Jean Bethke Elshtain, y su argumento principal sobre la "justicia" de la guerra fue inspirado por el profesor Michael Walzer, supuesto socialista aliado del lobby pro israelí, cuyo papel es justificar todo lo que Tel Aviv hace recurriendo a principios vagamente izquierdistas. Al firmar esta declaración, Walzer ha renunciado a toda pretensión de izquierdismo y, al igual que Sharon, se alinea con una interpretación bastante cuestionable de Washington como un virtuoso guerrero contra el terror y el mal, con el fin de hacer creer que Israel y Estados Unidos son naciones semejantes con objetivos similares.

Nada puede estar más lejos de la verdad, puesto que Israel no es el Estado de sus ciudadanos sino de todo el pueblo judío, mientras que Estados Unidos es sin lugar a dudas el Estado de sus ciudadanos únicamente. Además, Walzer nunca tuvo el va-lor de expresar que al apoyar a Israel apoya a un Estado estructurado sobre principios etnorreligiosos, a lo cual con típica hipocresía se opondría en su país si éste se declarara blanco y cristiano.

Al margen de las inconsistencias e hipocresías de Walzer, el documento se dirige en realidad a "nuestros hermanos musulmanes" que supuestamente entienden que la guerra estadunidense no es contra el Is-lam, sino contra quienes se oponen a toda clase de principios, algo con lo cual resulta difícil no estar de acuerdo. ¿Quién pue-de oponerse al principio de que todos los seres humanos son iguales, que es malo matar en nombre de Dios, que la libertad de conciencia es excelente, que "el sujeto básico de la sociedad es la persona humana y la función legítima del gobierno es proteger y propiciar las condiciones para el florecimiento humano?" De ahí en adelante, sin embargo, Estados Unidos resulta ser la parte afectada y, aun cuando se reconocen muy brevemente algunos de sus errores políticos (sin mencionar nada específico en detalle), se le presenta como una nación apegada estrictamente a principios exclusivos de ella: que toda persona posee una dignidad moral y un estatus inherente, que las verdades morales universales existen y son asequibles a todos, que es importante la civilidad cuando hay desacuerdos y que la libertad de conciencia y religión es un reflejo de la dignidad humana esencial y es universalmente reconocida.

Magnífico. Porque si bien los autores de este sermón dicen que a menudo estos grandes principios se contravienen, no se hace ningún intento sostenido por decir dónde y cuándo ocurren tales transgresiones, o si es más frecuente la contravención que la observación de ellos, ni nada así de concreto. Sin embargo, en una extensa nota al pie de la página, Walzer y sus colegas hacen una lista de cuántos "asesinatos" de estadunidenses han ocurrido a manos de árabes y musulmanes, entre ellos los de los infantes de marina en Beirut en 1983 y los de otros combatientes militares. Por alguna razón a estos militantes defensores de Estados Unidos les parece valioso hacer semejante lista en tanto que los asesinatos de árabes y musulmanes ?entre ellos los cientos de miles muertos por Israel con armas y apoyo estadunidenses, o los cientos de miles muertos por las sanciones estadunidenses contra la inocente población civil de Irak? no se mencionan ni contabilizan.

¿Qué dignidad puede haber en la humillación israelí de Palestina, con la complicidad e incluso la cooperación estadunidense, y dónde radica la nobleza y conciencia moral de no decir nada mientras se asesina a niños palestinos, se mantiene bajo sitio a millones de personas y otros millones más tienen que vivir como refugiados sin patria? ¿O, para el caso, de los millones de muertos en Vietnam, Colombia, Turquía e Indonesia, con apoyo y consentimiento de Washington?

Nueva guerra fría

En conjunto, esta declaración de principios y quejas dirigida por los intelectuales estadunidenses a sus hermanos árabes no parece una manifestación de conciencia real ni de auténtica crítica intelectual contra el uso arrogante del poder, sino más bien es la descarga inicial de una nueva guerra fría declarada por Washington, al parecer con la cooperación, irónicamente, de esos islamitas que han afirmado que "nuestra" guerra es al lado de Occidente y de Estados Unidos.

Hablando como alguien que tiene raigambre tanto estadunidense como árabe, esta suerte de retórica de aerosecuestrador me parece profundamente cuestionable. Si bien se disfraza de explicación de principios y declaración de valores, en realidad es exactamente lo contrario, un ejercicio de no saber, de cegar a los lectores con una retórica patriotera que estimula la ignorancia en tanto pasa por alto la política, la historia y los temas morales verdaderos. Pese a su vulgar comercio de grandes "principios y valores", lo único que hace es esgrimirlos con una bravuconería dirigida a amilanar y someter a los lectores extranjeros. Tengo la impresión de que este documento no se publicó en el país por dos razones: una, porque recibiría críticas tan severas de los lectores estadunidenses que acabaría siendo desechado entre carcajadas, y dos, porque se le diseñó como parte de un mecanismo de muy alto presupuesto, recientemente anunciado por el Pentágono, que coloca la propaganda como parte del esfuerzo bélico, destinada por lo tanto al consumo externo.

Sea como fuere, la publicación de "¿Qué son los valores estadunidenses?" augura una era nueva y degradante de producción de discursos intelectuales. Cuando los in-telectuales del país más poderoso en la historia del mundo se alinean en forma tan flagrante con ese poder, y presionan en favor de la causa que ese poder impulsa en vez de instar a la prudencia, a la reflexión, a la comunicación y comprensión genuinas, volvemos a los viejos malos tiempos de la guerra intelectual contra el comunismo, que hoy sabemos engendró tantos pactos, colaboraciones e invenciones por parte de intelectuales y artistas que debieron asumir un papel enteramente distinto.

Subsidiados y respaldados por el gobierno (en especial la CIA, que llegó incluso a subvencionar revistas como Encounter y a financiar investigaciones académicas, gi-ras, conciertos y exhibiciones artísticas), estos intelectuales y artistas de militancia irreflexiva y acrítica dieron en las décadas de 1950 y 1960 una nueva y desastrosa dimensión a la noción de honradez y complicidad intelectual. Y es que ese esfuerzo vino aunado a una campaña interna para ahogar el debate, intimidar a los críticos y restringir el pensamiento. Para muchos estadunidenses como yo, se trata de un episodio vergonzoso de nuestra historia, y debemos estar en guardia contra su retorno y oponernos a él.
 
 

Traducción: Jorge Anaya

 © Edward W. Said

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