Alejandro Anaya Muñoz
Gobernar con los pueblos indios
En la víspera del sexto aniversario de la firma de los acuerdos de San Andrés, la Comisión de Asuntos Indígenas del Senado de la República anunció la realización de una consulta nacional para modificar más de una decena de ordenamientos federales, con el objetivo de adecuarlos a las disposiciones constitucionales en materia indígena aprobadas el año pasado. De nueva cuenta, los senadores -incluidos, otra vez, los de origen perredista- "pegaron primero", adelantándose no sólo al movimiento indígena -que evidentemente esperaba al día 16 para volver a levantar la voz-, sino incluso a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que se encuentra procesando los cientos de controversias constitucionales, las decenas de amparos y las acciones de inconstitucionalidad presentados por legislaturas estatales, autoridades comunales y gobiernos municipales indígenas de diversos puntos de la geografía nacional. Este nuevo albazo, impregnado de incongruencia y de cinismo, demuestra, de nueva cuenta, que en el Senado no se entiende, o no se quiere entender, la política como actividad regida por la legalidad, por una serie de principios democráticos, y por una sencilla combinación entre sensibilidad, prudencia y sentido común.
En principio, la consulta convocada por la comisión del Senado pareciera sugerir un cambio de visión y de actitud por parte de los legisladores de Xicoténcatl: cerca de un millar de municipios -presumiblemente representados por sus autoridades-, cientos de organizaciones productivas, organizaciones no gubernamentales, la Cocopa, los congresos locales, las universidades... Ciertamente parecería que una consulta seria a estas instancias podría realmente proporcionar al Senado opiniones válidas, representativas, que podrían ser el origen de un proceso legislativo más apegado a la legalidad, a los principios rectores de la democracia representativa y a una atinada sensibilidad política.
En principio, el Senado estaría consultando a los pueblos indígenas, cumpliendo así con las obligaciones en materia de derecho internacional que obligan al Estado mexicano en virtud del Convenio 169 de la OIT. En principio, el Senado estaría acercándose un poco más al ideal de la democracia representativa, al tomar en serio el sentir de aquellos que resultarían directamente afectados por sus actos legislativos. En principio, el Senado se habría dado cuenta de que ante la situación imperante en Chiapas, Oaxaca, Guerrero, y en otros estados y microrregiones indígenas del país, es prudente gobernar con los pueblos indios, y no simplemente gobernar a los pueblos indios.
Pero todo esto es solamente en principio. La realidad es otra. En primer lugar, no hay motivo para suponer que este tipo de iniciativas oficiales haya perdido su tradicional estilo apresurado, oficialista y artificial, que pretende solamente legitimar las decisiones que ya ha tomado o que habrá de tomar la elite. Sin embargo, aun si así fuera, incluso si se lograra una consulta libre y auténtica, esta iniciativa del Senado nace muerta -como las mismas reformas constitucionales que pretende ratificar-, envenenada por su propia incongruencia.
El rechazo de los pueblos indígenas a las reformas constitucionales del año pasado -expresado por medio de numerosas y diversas instancias que trascienden al EZLN e incluso al CNI- ha sido claro, más que evidente. En este sentido, el masivamente incongruente hecho de que los y las senadores pretendan ahora construir un segundo nivel, utilizando mecanismos en principio más legítimos y representativos, ratifica el desdén de dichos legisladores por la legislación internacional y los principios de la democracia representativa. Más aún, la incongruencia del Senado subraya la preocupante falta de sensibilidad política que impera en dicha cámara. Es evidente que las y los senadores no han entendido que la legitimidad de sus propios partidos, y la gobernabilidad en varios estados y numerosas microrregiones del país, depende de aprender a gobernar con los pueblos indios, y no de aferrarse a seguir simplemente gobernándolos.
Pero no sólo los y las senadores adolecen de este tipo de ceguera; para el caso, el Ejecutivo federal y gran parte de la clase política mexicana continúan confundiendo la democracia representativa con un sistema oligárquico de gobierno. En cualquier sistema de corte democrático -aun en el muy limitado sistema representativo- el proceso de toma de decisiones debe mantener al menos un mínimo nivel de flujos verticales. En otras palabras, si bien es cierto que en una democracia representativa las decisiones de gobierno se toman por los que han sido elegidos como representantes (es decir, por los pocos que están "arriba"), también es verdad que dichas decisiones deben tomarse considerando muy en serio las necesidades, demandas y deseos subrayados por los electores (es decir, por los muchos que quedaron "abajo"). De ello, precisamente, depende la legitimidad del sistema y, en última instancia, la gobernabilidad. En este sentido -y ciertamente no sólo en lo que toca a las cuestiones de derechos y cultura indígenas- la clase política mexicana continúa operando en un esquema herméticamente horizontal; ciego y sordo a lo que sucede "abajo". Sin duda, esto tendrá mucho que ver con el descrédito por el que atraviesan el gobierno, el Congreso y los partidos políticos en nuestro país.