Eduardo Galeano
Las alas
Juró que iba a volar. Lo juró por sus seis
litros de sangre, sus siete agujeros de la cara, sus ocho metros de tripas,
sus doscientos huesos, sus seiscientos músculos y por todos los
ojales que había abierto y los botones que había colocado
y por los incontables trajes y vestidos y abrigos que había medido,
recortado, hilvanado y cosido, puntada tras puntada, a lo largo de los
días de su vida.
El sastre Reichelt consagró todo su tiempo, desde
entonces, a la confección de unas alas de murciélago. Las
alas, mucho más grandes que la covacha donde tenía su taller,
eran plegables, como las largas varillas de metal de su complicado esqueleto.
Cuando terminó el trabajo, no pudo dormir. En vela
pasó las horas, rogando a los dioses de la noche que le regalaran
un día de sol y de viento.
Y a la mañana siguiente, una mañana de sol
y de viento del mes de febrero de 1912, el sastre subió a lo más
alto de la torre Eiffel, armó sus alas y voló a su muerte.