Afganistán, rumbo a la guerra civil
Pierde Karzai las riendas del gobierno mientras cunden
enfrentamientos por el poder
JUAN PABLO DUCH CORRESPONSAL
Moscu, 21 de febrero. El gobierno interino de Hamid Karzai
pierde cada día el control de la situación en Afganistán,
mientras los enfrentamientos entre las facciones que lo componen, entre
los distintos grupos étnicos del país e incluso entre tribus
de una misma etnia, amenazan con derivar en una guerra de todos contra
todos.
Este podría ser el balance de los dos primeros
meses de gestión del hombre que, no sin influencia directa de la
petrolera Unocal, impuso Estados Unidos en Kabul desde el 22 de diciembre.
La inoperancia del gobierno de Karzai, que apoyado en
tropas extranjeras mantiene a duras penas un relativo orden en la capital,
adquiere especial dramatismo en el resto del país. Ahí, para
la mayoría de la población, la cotidiana realidad tiene por
rasgos principales la miseria extrema, las epidemias, la inseguridad y
la violencia. Además, tres millones y medio de afganos refugiados
en Pakistán e Irán no tienen adónde ni para qué
regresar.
En estos dos meses, lejos de cimentarse bases mínimas
para la paz que necesita el devastado país, Afganistán se
enfiló hacia el despeñadero de un nuevo baño de sangre,
similar al que hubo en la primera mitad de los noventa.
Entonces se rompió la frágil tregua entre
los mujaidines que derrocaron el régimen de Najibullah, abandonado
a su suerte por los soviéticos; los mismos combatientes islámicos
que ahora, alentados por las bombas estadunidenses, resultaron aliados
coyunturales. Acabaron matándose unos a otros, debido a agravios
de siglos y a otras diferencias irreconciliables, muchas de origen económico,
como el manejo del gran negocio de la heroína.
Median menos de diez años y pareciera que, desmontado
el régimen talibán, se vuelve al punto de partida: es muy
alto el riesgo de que suceda lo mismo.
El reciente asesinato del ministro de Aviación
Civil y Turismo, Abdul Rahman, corrobora la descomposición de un
gobierno provisional armado a toda prisa en Alemania por emisarios de la
ONU a partir de un acuerdo que existe sólo en el papel. Va mucho
más allá de un simple "ajuste de cuentas personal", según
insiste la versión de Karzai, también minimizada por el triunvirato
tadjiko, integrado por los titulares de Defensa, Interior y Relaciones
Exteriores, que habla de linchamiento con participación de "extremistas
islámicos".
Rahman, pashtún vinculado al ex monarca Zahir Shah,
exiliado en Roma, fue matado a golpes al negarse a firmar su renuncia,
como parte de un plan para intimidar a otros ministros del círculo
cercano de Karzai. Todos los presuntos implicados son tadjikos, entre ellos
el jefe de la oficina de seguridad nacional, general Juraat Jan Panjshiri;
el titular del servicio secreto, Abdul Ajan Tawhidi, y uno de los viceministros
de Defensa, el general Kalandar Beq.
El incidente se inserta en una larga relación
de ejemplos que completan el cuadro de inestabilidad en Afganistán,
caldo de cultivo de una guerra civil.
Son recurrentes ya los tiroteos entre los soldados del
uzbeko Rashid Dostum y los del tadjiko Atta Mohamed, en la parte norte
del país, sobre todo en Mazar-e-Sharif y Kunduz. En el sur, hace
apenas unos días, la aviación estadunidense tuvo que bombardear
las afueras de la ciudad de Jost para sofocar una disputa entre tribus
rivales. Varias provincias tienen gobernantes no reconocidos por Karzai,
y otras, al revés, impugnados por los habitantes.
Aumentan el bandidaje, la persecución étnica,
los saqueos en poblados, el secuestro de extranjeros que trabajan en organismos
internacionales y organizaciones no gubernamentales y florece un nuevo
"negocio" de los encargados de perseguir la delincuencia, la venta de prisioneros
árabes que no son reclamados por Estados Unidos al no guardar relación
ninguna con Al Qaeda, la red de Osama Bin Laden.
Esto último ilustra la barbarie de las nuevas autoridades,
equiparable a las atrocidades del régimen talibán que aspiran
sustituir. Cientos de árabes, que llegaron como voluntarios, creyendo
que harían la jihad, ahora están hacinados en contenedores
de dos metros de alto por cinco de largo.
Todos los prisioneros tienen precio y casi no creen que
sus familiares puedan pagar la suma del rescate, que va de 10 mil dólares
por un egipcio o yemenita hasta 50 mil por un ciudadano de Arabia Saudita,
según denunció un periodista árabe que acaba de regresar
de Kabul.
Los países limítrofes, a pesar de los ob-vios
desmentidos oficiales, tienen sus propios planes respecto del futuro de
Afganistán, clave en potenciales nuevas rutas para mover el petróleo
y el gas natural de la re-gión, y no escatiman recursos con tal
de inclinar la balanza a su favor o, al menos, impedir que se consolide
el pretendido arreglo que promueve Estados Unidos.
De palabra respaldan a Karzai; en los hechos, ya sea por
origen étnico o afinidad de corrientes en la interpretación
del Islam, arman y financian a sus protegidos, jefes militares de ascendiente
regional que, poco a poco, convierten el país en reinos de taifa.
Todo esto, y mucho más, hace de Karzai un rehén
de las tropas extranjeras. Son su único sostén y, a la vez,
una peligrosa trampa. A mayor presencia militar foránea, más
descontento de una población que, azuzada por la autoridad religiosa
de cada localidad, los mullahs, nunca ha aceptado estar bajo dominio
de "infieles".
Los recientes tiroteos a soldados de "fuerza internacional
de pacificación" son la primera respuesta espontánea a los
miles de víctimas civiles, cuya cifra es imposible de establecer
con exactitud, uno de los daños colaterales causado por las 18 mil
bombas que cayeron en suelo afgano desde que comenzó la operación
Libertad Duradera.
¿Y los talibanes? No deja de ser un enigma su extraño
abandono de las principales ciudades de Afganistán, en noviembre
pa-sado. Lo cierto es que muy pocos afganos han accedido a entregar las
armas y hace tan sólo unos días se supo de los talibanes
a través del mullah Abdulh Razzak, ex ministro del Interior,
quien declaró desde su refugio en las montañas de Spin Boldak:
"pronto la gente pedirá que regresemos al poder; de momento, seguimos
con atención cómo evolucionan las cosas".
En tanto aclara hasta qué punto tiene sustento
el vaticinio del mullah, Hamid Karzai, a quien le faltan dos terceras partes
para concluir su interinato, podría recibir un peculiar "regalo".
En cuestión de días, de acuerdo con la prensa de Teherán,
se sabrá si el gobierno de Irán hace o no efectiva su aparente
decisión de deportar al controvertido líder pashtún,
Gulbuddin Hekmatyar.
El propio Hekmatyar, que llegó a tener bajo su
mando un ejército de 100 mil hombres enfrentados a las tropas soviéticas,
quiere regresar a Afganistán y prometió no levantar a su
gente contra Karzai, siempre y cuando éste ordene el retiro de las
tropas extranjeras. Si no lo hace, advierte, luchará "hasta expulsar
a los invasores".