José Cueli
šCómo toreó Ponce!
Enrique Ponce llamaba al espléndido Quinito y dando vueltas y vueltas en la cintura se lo enroscaba y fino lo recortaba en remates; pases de pecho de milagrería. La plaza se había puesto loca y decía su nombre, torero, torero de pie desde la sombra. šQué relajación tenía el valenciano torero! šAy, que pocos vamos quedando para saborear la gracia del torero!
Con pasos y pausas lentas Enrique se abría de capa, que extendida generaba un revuelo de verónicas y lento y solemne, majestuoso, mecía al torillo. Luego lo insólito; a torear en geométricas parábolas de arriba abajo, de fuera a dentro en un palmo de terreno con el toro enhebrado a su muleta, sostenido en su vuelo en dejadez total del torero.
Enrique Ponce citaba de frente con la mano izquierda, el trapo adelante enhilado a la cintura, giraba que giraba; quieto, seguido, despacio. Paso sin prisa y con pausa en la naturalidad, toreaba que toreaba y el torero se dormía sobre el morrillo de Quinito, de Teófilo Gómez, noble, claro, fijo, ideal, atrapado en vuelo mariposero de espirales infinitas.
Enrique Ponce balanceando sobre su cuerpo resucitaba al toreo de siempre, en el desmayo de su flexible muleta al acariciar ruedo y toro y arrullarse en el baile moderno de su torear; giros cadenciosos envueltos en los pliegues de la tela, gracias a una indiscutible maestría, en la apoteosis torera del valenciano, al alumbrar la México, que parecía danzar en su piqueta de cemento, plegando y desplegando sus abanicos de colores en armonioso conjunto.
Enrique Ponce nos llenó de esa emoción que se experimenta siempre que algo nos impresiona profundamente y sobrecoge por su belleza. Nada se razona y las imágenes guardan impresiones duraderas de por vida en la contemplación de ese prodigio de torería, que es la rítmica quietud del torero.